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Esta página puede ser eliminada en cualquier momento por aquellos que están en contra de la LIBERTAD, la DEMOCRACIA y la VERDAD, como viene ocurriendo
desde hace tiempo con otras páginas similares. Intentaremos mantenerla durante
todo el tiempo que nos sea posible. Por esta razón, les recomendamos guardar en
sus propios ordenadores aquella información que aquí aparece y les pudiera
interesar, antes de que pudiera ser hackeada o eliminada.
Tenemos el
gusto y honor de presentarles dos biografías de Pitágoras, las cuales fueron escritas por dos autores de renombre con una gran
reputación al respecto de su conocimiento, sabiduría, buena intención y
honestidad.
Por
diversos intereses de algunas familias “dueñas” del poder financiero y político
en el transcurso de la historia de la humanidad, estas dos biografías fueron
ocultadas al público durante mucho tiempo por motivos obvios. Por estos y otros
inconvenientes, después de conseguir la autorización del copyright, hemos
realizado con mucho cariño y gran satisfacción, un gran esfuerzo de
recuperación de estas dos obras biográficas, especialmente con el libro de
Josefina Maynadé, escaneando de su libro hoja por hoja para poder presentar su
obra de manera segura, completa y bien recuperada, como para poder ofrecérsela
altruistamente a todos nuestros amigos y todas aquellas personas de bien que
tanto aprecian la buena lectura, la buena intención y la Verdad.
Decir, que
dada la enorme diferencia de épocas en las que fueron escritas las dos biografías
de Pitágoras y que presentamos en este
lugar, lógicamente existen algunas pequeñas diferencias entre una y otra, lo
cual viene a complementar y a enriquecer aún más si cabe el registro público
de la vida, obra y enseñanzas de este gran filósofo, matemático y maestro
espiritual.
Esperamos y
deseamos que disfruten tanto como lo hemos disfrutado nosotros con la
desconocida, pero apasionante vida de Pitágoras,
el Maestro de Samos, en donde la Buena Intención y el Amor en sus muy diversas
facetas, son los dos grandes protagonistas durante toda la vida de Pitágoras. ¡¡¡GRACIAS!!!
Mariano
Peinado
FIAPBT & IADCRO España
https://www.facebook.com/FIAPBT - http://www.fiapbt.net
http://www.fiapbt.net/pitagoras.html - http://www.fiapbt.net/planeta.html // http://www.fiapbt.net/pythagoras.html - http://www.fiapbt.net/planet.html
@ Pitàgoras y amigos. MEDITACIÓN: @ Pythagoras
and friends. MEDITATION:
https://www.facebook.com/PITAGORASMEDITA //// https://www.facebook.com/PITAGORASMEDITA
1-
BIOGRAFÍA DE PITÁGORAS en Vídeo, extraida
del manuscrito del honorable y gran maestro don APOLONIO
DE TIANA contemporáneo y de la
misma edad de jesucristo.
–
Apolonio de Tiana narra, La Vida de PITÁGORAS
–
Vídeo en YouTube: https://youtu.be/QxYJ8fGR308 y
mismo Vídeo en Facebook: https://www.facebook.com/FIAPBT/videos/10156384272076133
En
este vídeo podemos adquirir el conocimiento y disfrutar a cerca de la muy
desconocida vida de PITÁGORAS, vida narrada por el contemporáneo de JESUCRISTO Don Apolonio de
Tiana.
La
vida, obra y enseñanzas de PITÁGORAS han sido ocultadas y
manipuladas por los que ostentaban el poder en el transcurso del tiempo, ya que
PITÁGORAS ofrecía a los ciudadanos
de diversos lugares con toda su buena intención el CONOCIMIENTO OCULTO o HERMETICO,
conocimiento que les hubiera facilitado su estilo de vida en todos los aspectos
a tener en cuenta. La vida, obra y
enseñanzas de PITÁGORAS también han sido
ocultadas, manipuladas o tergiversadas, por evidenciar y desenmascarar
públicamente la maldad, falsedad y crueldad de muchos gobernantes y de la
propia elite parasitaria, cada cual en sus respectivas épocas…
Si
disfrutas aprendiendo con la historia de la humanidad y eres un buscador de la VERDAD, ¡¡¡NO PIERDAS ESTA
OPORTUNIDAD!!!
Vídeo de Los VERSOS AUREOS (Aureos significa
Oro en latín) ENSEÑANZAS de PITÁGORAS, en YouTube:
https://youtu.be/BsCeD8nGldI y mismo Vídeo en Facebook: https://www.facebook.com/FIAPBT/videos/10156384478311133
PITÁGORAS al igual que JESUCRISTO, BUDA, MAHOMA, CONFUCIO, KRISHNA, DIONISIO, ELIAS, ABRAHAM o BRAHMÁ, ZARATUSTRA, TALES de MILETO, LAO TSE, ENOC,
THOT, HERMES TRISMEGISTO,
APOLONIO DE TIANA,
PARACELSO, SAINT GERMAIN, etc., cada cual en sus
respectivas épocas y a su propia manera y estilo, revelaron “El Secreto” de la LEY DE LA ATRACCIÓN en su época, la cual rige
LAS 7 LEYES UNIVERSALES, porque el DIOS VERDADERO,
la Esencia de Puro AMOR y buenas intenciones para con el prójimo, es el MISMO en todos los lugares, pero con diferentes
nombres: http://youtu.be/9kt_qNDUTR4 (JESUCRISTO) - http://youtu.be/4HIH-ELL3-I (BUDA)
- LEY DE LA
ATRACCIÓN: http://www.iadcro.com/leydelaatraccion.html
- LAS 7 LEYES
UNIVERSALES: http://www.iadcro.com/7leyesuniversales.html
Copia romana de unos 150 o 200 años antes de
Cristo de un busto original griego de PITÁGORAS.
2-
BIOGRAFÍA DE PITÁGORAS
libro titulado “LA VIDA SERENA DE PITÁGORAS”,
escrito por josefina maynadé.
LA VIDA SERENA DE PITÁGORAS
Obra
galardonada con la Medalla al Mérito de la Ciudad de París, durante el Congreso
Pitagórico Internacional de 1955.
(El
texto del libro se encuentra en world en la parte inferior de esta página)
http://www.fiapbt.net/libropitagoras.html
http://www.iadcro.com/nicea.html
-- Pitágoras, Leonardo Da Vinci, Albert
Einstein entre otras muchas mentes sobresalientes a lo largo del
transcurso de la historia, estuvieron de acuerdo de que COMER
ANIMALES sería la RUINA de la HUMANIDAD y del PLANETA: http://www.fiapbt.net/pitagoras.html
- http://www.fiapbt.net/planeta.html
-- BIOGRAFÍA
DE PITÁGORAS: http://www.fiapbt.net/libropitagoras.html
ENGLISH
Pythagoras, Leonardo Da Vinci, Albert
Einstein among many other outstanding minds throughout the course of history, them
was agree that to EAT
ANIMALS would be the RUIN of HUMANITY and the PLANET: http://www.fiapbt.net/pythagoras.html - http://www.fiapbt.net/planet.html
http://www.fiapbt.net/libropitagoras.html
http://www.iadcro.com/nicea.html
– PITAGORAS –
PITÁGORAS,
detalle de La escuela de Atenas, de Rafael Sanzio.
Busto de
PITÁGORAS
Discípulos o alumnos de PITÁGORAS, los
llamados PITAGÓRICOS celebrando el amanecer. Óleo de Fyodor Bronnikov.
Busto de PITÁGORAS
PITÁGORAS
era admirador del anciano sabio TALES DE MILETO, al cual ya estuvo visitando
cuando tenía tan solo 18 o 20 años de edad.
PITÁGORAS se
inspiró mucho en TALES DE MILETO y sus discípulos de toda la vida a la hora de
adquirir CONOCIMEINTO y dirigir sus búsquedas. El CONOCIMIENTO que adquirió
PITÁGORAS de TALES DE MILETO fue muy influyente para PITÁGORAS, a tal punto que
le motivo realizar importantes y duros viajes para aquella época para ir en
busca de más CONOCIMIENTO, viajes como por ejemplo a la India, Babilonia,
Persia y en especial a Egipto.
Como nota
curiosa decir, que PITAGORAS y SIDDHARTA GAUTAMA más conocido como BUDA GAUTAMA
o simplemente el BUDA, fueron contemporáneos. PITÁGORAS era 20 años mayor que
el BUDA y los dos vivieron en torno a los 80 años de edad.
PITAGORAS
también fue contemporáneo de LAO-TSE, ZARATUSTRA, CONFUCIO, etc., toda una
época de oro para la humanidad, especialmente para el CONOCIMIENTO y la
espiritualidad.
BIBLIOGRAFÍA DE PITÁGORAS (Realizado por la Universidad de
Granada) http://www.ugr.es/~eaznar/pitagoras.htm
Bajo la
recomendación de TALES DE MILETO a PITÁGORAS, este viajó a Egipto para adquirir
CONOCIMIENTO de iniciación con los sacerdotes de los templos egipcios a orillas
del rio Nilo, justamente el mismo lugar que 500 años después igualmente iría a
adquirir CONOCIMIENTO de iniciación con los sacerdotes el mismo JESUCRISTO o
JESÚS DE NAZARET. El tiempo de todo este proceso que realizó JESUCRISTO en
Egipto, la India y otros lugares, se encuadra dentro de los que muchos conocen
como los tiempos perdidos de la vida de JESÚS DE NAZARET y que en las últimas
décadas de la vida actual, gracias a los MANUSCRITOS DEL MAR MUERTO, NAG
HAMADI, EVANGELIOS, etc., encontrados casualmente en cuevas, enterrados en
tinajas, etc., se ha podido desvelar la VERDAD de todas estas historias, las
cuales fueron ocultadas o tergiversadas en la Biblia y otros libros supuestamente
sagrados por los Gobernantes vencedores de sus respectivas batallas y la
Iglesia del momento de cada época actuando como cómplices y colaboradores para
beneficio propio en detrimento de los ciudadanos.
La biblia y
otros libros supuestamente sagrados, fueron escritos por personas a sueldo, me
refiero a los escribas, los cuales obedeciendo órdenes de los gobernantes para
especialmente MANIPULAR a la población hacia sus intereses, escribían las
“Sagradas Escrituras” según les indicaban los gobernantes en mutuo acuerdo con
los dirigentes de la iglesia a su propia conveniencia, creo que no es tan
difícil de comprender…
http://www.iadcro.com/nicea.html
Los
SIONISTAS FALSOS JUDÍOS ASKENAZIS, la segunda ESTAFA más grande de toda la historia de la
HUMANIDAD, la cual es la que dio origen a los
dueños de los MERCADOS FINANCIEROS de la actualidad, los BANQUEROS SIONISTAS
FALSOS JUDÍOS ASKENAZÍS BILDERBERG, cuyo origen comprobaremos en el enlace de a
continuación como fue una simple INVENCIÓN, una ARGUCIA de a mediados del siglo
VIII en KHAZARIA, no en PALESTINA ni en ISRAEL, curioso ¿Verdad? http://www.fiapbt.net/falsosjudios.html
Regresando a
PITÁGORAS y para terminar decir, que fue en Egipto
el lugar donde PITÁGORAS adquirió el mayor CONOCIMIENTO OCULTO o HERMETICO místico y espiritual que
pudo encontrar, el CONOCIMIENTO promulgado por ENOC (Conocido también como HERMES
TRISMEGISTO o el “DIOS” THOT, Dios de la sabiduría) de las 7 LEYES UNIVERSALES.
- LAS 7 LEYES
UNIVERSALES: http://www.iadcro.com/7leyesuniversales.html
TEXTO DEL LIBRO DE JOSEFINA MAYNADÉ EN WORLD:
ÍNDICE
TEMÁTICO
PREFACIO,
página 6.
I.-
INFANCIA
Sobre el Mar de
Icaria — Oráculo de Delfos — Nacimiento de
Pitágoras — La Doble
Fortuna — ¡Samos a la vista! — La Llegada —
Como un Eros, página
10.
II.-
ADOLESCENCIA
La Morada de Mnesarco
— Diálogo con el Pedagogo — Educación de
Pitágoras — Mayor
Ansia de Conocimiento — La Confesión —
Preparando el Viaje, página
18.
III.-
JUVENTUD
Naucratis — Cita en
la Luna — Recuerdos — Aparición de la Madre —
Resurgimiento Interno
— A Heliópolis, página 26.
IV.-
MADUREZ
Llegada a Babilonia —
Hacia el Templo — Ritual de las Danzas
Cíclicas — La
Recepción — La Morada de Baal — El Santuario
Astronómico — “Tuya
Será Nuestra Sabiduría...”, página 32.
V.-
GRECIA
En el Mar —
Remembranzas — Otra Vez Samos — Encuentro de la
Madre — Tiranía de
Polícrates — El Emigrado — Creta —Esparta —
Eleusis — Atenas —
Delfos — La Ruta del Sol, página 46.
VI.-
EL INSTITUTO PITAGÓRICO
Sibaris — Crotona —
La Primera Siembra — El juicio — Defensa de
Pitágoras — El
Montecillo de las Musas — Erección del Edificio
Escuela — Los
Primeros Pitagóricos, página 57.
VII.-
LAS PRUEBAS DE INGRESO
Interrogatorio
Preliminar — Análisis Frenológico y Fisiognómico — El
Horóscopo —
Observación del Maestro — Reacciones en el Juego y la
Danza — Comida en
Común — Las “Cavernas de las Apariciones” —
El Aula Desierta y
los Problemas — Examen Definitivo — Comunidad
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
4
de Bienes — La
Bienvenida, página 68.
VIII.-
LA VIDA EN EL INSTITUTO PITAGÓRICO
El Himno Matinal — La
Meditación y el Silencio Colectivo —
Consagración
Planetaria del Día — Mañana de Estudio — Ejercicios
Físicos y Recreo — El
Ágape Comunal — Labores Profesionales —
Himno a la Puesta del
Sol — Loa y Profundidad de la Noche Pitagórica
— Las Celebraciones, página
77.
IX.-
PRIMER GRADO — LOS ACUSMÁTICOS
La Musa Tácita —
Recepción y Bienvenida — Plática del Maestro —
Valor del Silencio —
Deberes del Oyente — Los “Versos Áureos” —
Período de
Purificación — Las Asignaturas — Labores y Oficios — La
Amistad Entre los
Pitagóricos, página 85.
X.-
SEGUNDO GRADO — LOS MATEMÁTICOS
Día de Oro —
Nacimiento de la Palabra — “Versos Áureos” del Grado
— Bienvenida al
Matemático — Suma Ética del Silencio — El Ciclo
del Conocimiento —
Símbolos Esenciales del Pitagorismo, página 93.
XI.-
TERCER GRADO — LA TEOFANÍA
El Misticismo
Pitagórico y el Hieros Logos — Axioma Hermético —
En el Templo de las
Musas — Naturaleza de las Diez Deidades —
Pláticas y Coral — La
Tríada de los Misterios Griegos — La Triple
Némesis — Las Tres
Parcas — El Misterio de la Muerte — La
Reencarnación a
Través del Mito Griego — La Anastasis, Fin de la
Iniciación — Los
Trasgresores de la Ley, página 102.
XII.-
CUARTO GRADO — REALIZACIÓN-ARMONÍA
Elegancia del
Pitagórico — La Semilla Espiritual — La Gran Familia
— Primavera — Los
Enamorados — La Ética de los Símbolos —
Secreta Vocación de
Teano — Glosas Nocturnas — La Melodía Astral
— Eros Divino —
Mensaje de Partenis — Amor y Compromiso,
página
117.
XIII.-
ANCIANIDAD DEL FILÓSOFO — FIN DEL INSTITUTO
PITAGÓRICO
Pitágoras en la
Intimidad — Lisis — Las Primeras Nubes —
Representación
Teatral — Expansión del Pitagorismo — Los Antiguos
Alumnos — Fin de la
Asamblea — Herencia Espiritual del Maestro —
Proximidad del
Peligro — La Decisión — Camino de Metaponte,
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
5
página
128.
EPILOGO,
página 139.
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS, página 148.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
6
PREFACIO
La
actual preferencia del público por la literatura biográfica es uno
de los síntomas más
evidentes de nuestra desolación espiritual.
Es esta ficción o
realidad de la biografía un medio rico en evasiones y
suplantamientos
transitorios, ya que su lectura nos induce a vivir fuera de
nosotros mismos
temporalmente. Y en ello subyace la tácita patentización de
que no estamos
contentos de cómo somos y de cómo vivimos.
En la predilección
por la biografía se esconde una necesidad de
afirmación propia, un
ansia de desdoblarnos, de amplificarnos, y acaso, ante
todo, de
enternecernos.
Necesitamos, en suma,
hallar estímulo y confortación a las debilidades,
acritudes y menguas
propias, viviendo temporalmente la propiedad de las
vidas ajenas. Y
hacernos la ilusión, en cierto modo, de que flotamos sobre lo
gris de la nuestra y
de que dejamos un surco de afirmación en la historia.
Además, el apoyarnos
espiritualmente en los hitos de las personalidades
destacadas que han
sido, hace que, inconscientemente, hallemos en otros
climas morales, mayor
estabilidad, mayor paz y felicidad de la que nuestra
época nos puede
brindar.
El arabesco que
dibuja una vida sobre su tiempo nos sugestiona como el
más serio y
provechoso de los juegos: el de representar hacia dentro, ante el
entendido espectador
que es nuestro yo superior.
En este juego, en la
diversión loable de leer y de enmascararnos con
vidas ajenas — mezcla
de alimento anímico y de recreo deleitoso — se halla
el elemento
compensativo y la anhelada experiencia. Confesemos que de este
bucear la vida y su
por qué a través del personaje evocado, hemos jugado a
vivir los demás sin
movernos de nosotros mismos.
Sin embargo, para la
elección de los personajes de este nuestro
incidental vivir
reflejo, de adaptación, que es la lectura biográfica, nos falta el
certero dictamen de
lo que somos, conocer el pulso cierto de nuestro ritmo, el
índice, en fin, de
nuestra reacción espiritual.
En materia
biográfica, el personaje tónico por excelencia será siempre
el tipo armónico.
Y en una época tan
somovida y desquiciadora, de tan inmenso vacío
espiritual como la
nuestra, sin el estímulo viviente de auténticos hombres
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
7
representativos,
aparecerá como un lenitivo la exaltación del tipo superior de
humanidad, el
superhombre o arquetipo.
Pero el superhombre,
como todo tipo substancial, adolece casi siempre
de hallarse a
demasiada distancia de nosotros. Es difícil que podamos
identificarnos de
verdad con él, seguirlo de cerca, vivirlo entrañablemente. Y
siempre, acaso por
este mismo fenómeno experimentamos inconscientemente
ante él el vacío de
la distancia.
Necesitamos de
individuos ejemplares más a nuestra medida para que se
nos ajusten, nos
interesen y beneficien. Que exista, entre ellos y nosotros, un
cable de tensión
pareja, por muy distintos y disimilares que aparezcan
biografiado y lector.
Por ello hemos
abordado la reviviscencia de un personaje que suma en
su vida y en su obra
el valor que hemos llamado arquetípico con el humano.
En la vida de
Pitágoras hay, sobre todo, ternura, o sea, esencia de
humanidad. El trazo
magnífico de su larga existencia se dibuja, además, sobre
una época cuya
evocación es tan rica en gratos escenarios, tan inagotable en
gérmenes de imitación
y absorción, que hoy, el representarla a través de la
lectura, equivale a
una dádiva inapreciable.
Siguiendo a Pitágoras
desde su nacimiento o aun antes de venir a la
vida, cuando el
oráculo de Delfos anunció a los padres el esplendor de su
destino, comparte el
lector los más nobles valores humanos a través del
ejemplo constante de
una vida completa que ornó por igual la belleza, el amor
y la sabiduría.
La existencia de
Pitágoras se asienta sobre pilares inconmovibles.
Veinticinco siglos
han transcurrido como un día, como un gran día en la
cuenta de la
eternidad, así que entramos familiarmente en contacto con el
filósofo de Samos.
Con su afilada,
clarividente vista de iniciado, nos cala, nos sonda hasta
lo más secreto.
Conoce nuestra naturaleza tan bien como la de aquellos
discípulos que su
mirada sagaz observaba a través de las complejas e
innumerables pruebas
de ingreso a su Escuela. Y su lección nos será, como a
ellos, altamente
eficaz.
Por lo que respecta a
mi labor de expositora, he tratado ante todo, al
vitalizar esa gran
figura del pasado, de borrar toda huella de esfuerzo, todo
síntoma de recargo
erudito; que lo que constituye lo más hondo y sutil de su
invitación y el
meollo de su propósito, fuera sólo sugerido.
A tal fin, me esforcé
en asimilar, a través de una especie de digestión
anímica, la síntesis
antigua y actual — eterna — de cuanto perdura de la
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
8
sabiduría pitagórica
y de la vida de Pitágoras.
Durante la escritura
de este libro he vivido yo misma, como un avatar
transitorio, la
figura del filósofo griego. Y confieso que este proceso me ha
hecho experimentar,
como nunca, la beatitud del sacerdocio de la obra
literaria.
La temporal
investidura de una representación humana tan excelsa y tan
íntegra, me ha
procurado a mí misma un inmenso bien.
El esfuerzo ilusionado
de compartir sus realidades y sus sueños, su
finalidad de la vida
humana, su inmensa cordialidad, me han hecho participar
al unísono de la gran
onda emotiva que cubre a todo aquel que de verdad se
sumerge en el
experimento pitagórico.
En cuanto a la fórmula
biográfica, he procurado conciliar, en fin, lo
histórico con lo
ambiental, sugerido por una larga familiaridad con los medios
de la antigua Grecia
y del Oriente. Y he tratado de hacer amable el colorido de
las escenas que le
sirven de marco desde el principio al fin, para que, más allá
de la ilusión del
tiempo transcurrido, el logro pitagórico se repita ahora en
cada lector de buena
voluntad.
∴
Pitágoras ha sido el
primer filósofo que vio claras las necesidades de
Occidente.
Perseguía él un ideal
armónico de perfección en el que se contrapesaba
lo místico con lo
racional, lo lírico con lo teórico, lo ideal con lo práctico. Su
doctrina altísima
perdura y se sostiene merced a su perfecto equilibrio.
El maestro de Samos
vio con una justeza no igualada, la clasificación de
las castas naturales
de la humanidad en las que basó su ideal social.
Pedagógicamente, aunó
a la psicología práctica de las orientaciones
profesionales, la
orientación espiritual derivada del conocimiento completo de
cada individuo,
creando en su torno el requerimiento constante de un medio
formativo bello y
armónico.
Ante todo, se esforzó
Pitágoras en rescatar, para las leyes articuladas del
espíritu, a los
mejores ciudadanos. Y para educarlos integralmente, instituyó
su famoso Instituto
de Crotona, en la Magna Grecia.
Allí dio consistencia
y categoría a todo ensayo pedagógico posterior. En
su Escuela, inició el
fundamento de todo programa de educación progresiva y
adaptada, al servicio
de un amplio ideal de evolución. El fue el primero, en
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
9
suma, en crear,
metódicamente, una auténtica aristocracia de las almas,
valiéndose de los
valores a cada grado descubiertos, de los jóvenes de ambos
sexos confiados a su
formación.
Esta clase selecta
que constituían, por validez propia, los pitagóricos y
que tanta fama allegó
en la antigüedad a su Escuela primero y a su secta
después de destruida
aquélla, no tenía más que un título representativo y una
heráldica: la
elegancia. Pero la elegancia, no sólo en su acepción material, sino
también espiritual. Y
un lema: la sencillez y el servicio.
El título de
auténtica nobleza que prestaba el pitagorismo, cuadraría de
fijo muy bien a la
actual humanidad inferiorizada, desarmonizada,
desconectada de sus
mejores orígenes.
Si algo tiene que
resurgir de la antigua Grecia, entre tantas excelencias
olvidadas, es el
concepto del desenvolvimiento integral y armónico del
individuo, alumbrado
por un superior concepto de la espiritualidad y la
investigación de los
misterios del universo y del hombre.
Nuestra ilusión, al
escribir la presente biografía, es la de contribuir, en
alguna medida, al
realzamiento del actual estado de la humanidad. Ofrecerle
un óptimo camino de
ascensión hacia su noble fin. Para que algún día,
posados ya los
elementos negativos que nos conturban y desvían, podamos
adoptar, en su
integridad, aquel modélico plantel de hombres y mujeres
armónicos que
constituyeron los pitagóricos y a su ejemplo, enaltecer nuestra
medida de ciudadanos
modernos.
J.
M.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
10
I.-
INFANCIA
Sobre
el Mar de Icaria — Oráculo de Delfos — Nacimiento
de
Pitágoras — La Doble Fortuna — ¡Samos a la vista! — La
Llegada
— Como un Eros.
a sopla el Noto! —
gritó, de golpe, el timonel del navio “Simurg”,
un muchachote frigio,
colorado y rubio.
En la quietud de la
noche, la voz del marinero sacó a Mnesarco de su
modorra. Se encaramó
sobre el gran cofre donde yacía medio recostado, el
brazo sobre la
baranda, la cabeza inclinaba sobre el mar.
Volvió la vista
adormilada. Las dos velas cuadradas, de un blanco
azulado a la luz de
la luna, ofrecían, hinchadas y prietas, una doble corva
pareja.
El viento tibio y
constante del sur impulsaba ahora ágilmente la nave
fenicia.
Mnesarco sonrió
esperanzado y se levantó, desperezándose.
— ¿Mejor tiempo, por
fin? — dijo, dirigiéndose al frigio, que tanteaba
en aquel momento las
tensas amarras de las velas, sujetas paralelamente de un
lado a otro de la
embarcación, como si pulsara las cuerdas de dos grandes
liras.
— Navegamos ya por el
mar de Icaria, el de las múltiples islas —
contestó el frigio.
— Mi mar nativo —
añadió Mnesarco.
— ¿Sois de Samos?.
— Sí.
— La perla del
archipiélago — refrendó el marinero. Y se encaramó
audazmente sobre la
barandilla de proa.
Mnesarco vio todo su
cuerpo abalanzarse en el vacío, rozando con su
gorro frigio las alas
tendidas del ave profética que presidía las rutas del navío.
En aquella arriesgada
posición lanzó al aire vigorosamente, para que lo
oyeran los remeros de
a fondo, la consigna del nuevo rumbo.
“¡Eooo!...
¡eooo!...”.
La última vocal,
grave y alargada, resonó musicalmente en la noche y se
perdió en el mar.
Y
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
11
Luego reinó otra vez
el silencio a bordo.
Las largas noches
insomnes, la humedad sobre cubierta, habían
entumecido los
miembros de Mnesarco. Miró el cielo. Sería poco más de
media noche.
Y se recostó de nuevo
entre el cofre y la barandilla, después de pasear la
vista, en instintivo
recuento, sobre las cajas y los bultos donde transportaba su
preciosa mercancía.
Cuando se hallaba
otra vez próximo al semisueño, en aquel estado de
laxación del cuerpo y
de la mente que suplían en parte la falta de total reposo,
sintió el dulce contacto
de una mano sobre su hombro.
Y la voz más amada
que le decía quedamente:
— ¿Duermes,
Mnesarco?.
— No, mi querida
Partenis. No duermo.
Y sin moverse, volvió
la cabeza y miró complacido a la mujer a la luz
clara de la luna
llena.
— Mientras dure el viaje,
no dormiré — continuó Mnesarco. Pero tú
debes descansar
tranquila al abrigo del viento, junto al niño.
— No me necesita.
Está profundamente dormido. A sus pies vela la
esclava sidonia. Yo
estaba hacía tiempo desvelada. Hay calor en la cabina.
— Es que ya sopla el
Noto. — Después de una pausa, agregó — Pronto
llegaremos.
La mujer se irguió de
cara al aire tibio de la noche. Un soplo vigoroso
echó atrás, de golpe,
el purpúreo manto que cubría su cabeza y dejó al
descubierto un rostro
de óvalo apretado y perfecto en el que brillaban dos
grandes ojos negros
que la permanencia en el Asia misteriosa habían llenado
de languideces
nostálgicas, de fijezas recónditas, como si estuvieran
acostumbrados a mirar
por dentro.
Cerró la griega los
párpados, y respiró profundamente.
Luego se volvió de
pronto hacia su marido.
— No sé si es ilusión
— dijo —, pero me parece sentir el olor de los
vergeles cercanos.
— Estamos en el mes
de Targelión, pródigo en flores. Las pequeñas
Islas Egeas son como
jardines flotantes sobre el mar azul que atravesamos. La
noche nos impide
contemplarlas. Pero las brisas tibias del sur son buenas
transmisoras de
aromas.
Partenis suspiró y
dijo, animada:
— Pronto estaremos en
Samos.
En aquel momento, el
dueño de la embarcación, un fenicio barbudo,
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
12
fornido como un
cíclope, cruzó por su lado en un paseo de vigilancia
nocturna. Mnesarco se
dirigió entonces al viejo navegante y le inquirió:
— ¿Cuándo arribamos a
Samos, maestro?.
— Si el Noto sigue
empujando así, mañana, cuando el sol se halle cerca
del cénit.
— ¡Que los dioses te
escuchen y lleguemos con felicidad!.
— Mi “Simurg” es la
mejor nave mercante de Sidon. Nunca me ha
hecho quedar mal.
Y se perdió en la
ancha sombra que proyectaban las velas.
Mnesarco se levantó y
enlazó el talle esbelto de Partenis. Y con la voz
temblorosa y
emocionada de un amante reciente, dijo:
— Empieza para
nosotros una nueva vida, dulce esposa mía. ¿Estás
contenta?. Aunque
nunca te quejaste de tu suerte, pienso a veces que debes
experimentar la
fatiga de nuestra vida inquieta de emigrantes. Las mujeres, y
sobre todo tú, que
gozas, sobre todas, del dulce remanso familiar, necesitáis
echar raíces en la
tierra, como los árboles.
— Sí, Mnesarco. Pero
en la tierra propia, en nuestra hermosa Samos…
— Ya está cercana.
Y el hombre la atrajo
a sí, con ternura.
Pasearon unidos y se
acercaron a proa. La sombra de la gran ave, como
un ingente amuleto,
los cubría con su sombra hurtándolos a la vista de
cualquier pasajero o
tripulante que pasara.
Gozaron plenamente de
aquel dilatado silencio. Juntos contemplaron el
cielo y sin
decírselo, evocaron...
Por fin Mnesarco
truncó el mudo diálogo de sus almas, diciendo:
— Tres veces ha
florecido el laurel desde el día en que, recién
enlazados,
consagramos nuestro amor a Apolo pítico. Todavía siento la
emoción del oráculo
délfico como si nos fuera dictado ahora, bajo el
testimonio de estas
altas estrellas: “Engendraréis con inmenso amor un hijo
que superará en
belleza y sabiduría a todos los mortales. Él enseñará la verdad
a los hombres del
presente y a los del futuro. Haceos dignos de él y el Hado os
premiará con una vida
de felicidad y de riqueza”. ¿Recuerdas?. Todos los
sacrificios y
molestias de la larga navegación, la parsimonia de los ritos y
purificaciones, la
larga espera de la respuesta del dios, fueron con creces
compensados con estas
proféticas palabras. El oráculo se ha ido cumpliendo
hasta ahora. Nos ha
sido enviado el hijo predestinado. Nació con todos los
signos de la raza
superior. Nos ha sido concedida la riqueza...
— Sí, querido mío —
añadió Partenis —. Hemos vivido hasta ahora en
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
13
estricta obediencia
al divino mensaje. Abandonamos nuestro nido de amor, el
bello retiro
construido en Samos, tan lleno de sueños como de propicias
comodidades, para
lanzarnos a la gran aventura, llevados sólo por la fe.
Llegamos por fin a la
lejana Fenicia. Allí incrementaron los dioses nuestro
caudal. Volvemos
ahora a Samos con un considerable tesoro. Educaremos
convenientemente al
hijo predestinado que adorarán los hombres de hoy y de
mañana. Toda nuestra
fortuna será consagrada a Pitágoras, nacido bajo el
signo solar de Apolo
pítico, del que lleva la guía divina y el nombre...
— No, querida.
Nuestra fortuna pertenece, ante todo, a Apolo. Recuerda
que en su mansión
sagrada, juré, en gratitud, consagrarle un templo en lo alto
de la colina del
hogar de mis mayores.
— Tu voluntad será
siempre la mía — confirmó Partenis,
humildemente.
Callaron. Los ojos de
ambos esposos, avezados ya a la lejanía nocturna,
divisaron, a la débil
luz lunar, la mancha obscura de dos islitas cercanas.
El navío “Simurg”
avanzaba decidido entre ambas tierras.
Los remos de la
embarcación, isócronos, marcaban ahora un compás
lentísimo. Pero el
esbelto navío parecía que volaba; de tan ágil, rozando
apenas el mar.
Los esposos
contemplaban el ritmo de los remos paralelos surgir del
agua, dibujar una
curva lenta en el aire y sumergirse con un leve chasquido,
para surgir de nuevo,
chorreantes, luciendo en el aire una sarta de perlas vivas,
y volver a caer con
idéntico chasquido, íntimo y frenado, en el agua quieta.
Cuando dejaron atrás
las dos islas, a una contraseña del frigio, el
movimiento de los
remos se aceleró y el navío redobló su marcha.
Las brisas del sur
traían ahora, en forma prolongada e inconfundible,
aromas de flores.
Navegaban muy cerca, sin duda, de las floridas islas del mar
de Icaria.
Partenis se animaba
toda con el sutil regalo aéreo.
Mnesarco se sentó de
nuevo, fatigado, sobre uno de los bultos que
formaban el montón de
su mercancía. Partenis se le acercó.
— Debes estar muerto
de sueño — díjole cariñosamente.
— Ya es la última
noche. Debía, durante el viaje, velar sobre nuestro
equipaje. Es todo
nuestro tesoro. No podemos fiarnos de la tripulación y
menos de los
pasajeros. Vienen muchos mercaderes y tú conoces bien a los
fenicios... Las joyas
están todas aquí — y señaló el cofre sobre el que se
hallaba, antes,
recostado —. Y el polvo de oro de la Cólquida, escaso en
Samos con el cual
crearé el primer taller de joyas a cincel, de especialidad
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
14
fenicia. Y las
monedas. El marfil de África que obtuve en los almacenes de
Tiro será precioso
para los amuletos y los collares de moda. Esto sólo es una
riqueza — dijo,
señalando dos grandes cajas —. Con las piedras preciosas de
la India que compré
al mercader persa, tengo para levantar un templo. Y es mi
mayor deseo —añadió
con voz queda y enternecida, acercándose más a su
esposa — que vivas en
Samos como una reina...
— No aspiro a reinar
más que en tu corazón y a cumplir lo mejor que
pueda mi gran deber
para con nuestro hijo.
Partenis reclinó la
cabeza sobre el hombro robusto del esposo. Así
permanecieron largo
tiempo, sumidos en dulces meditaciones.
En el infinito, a la
derecha de la embarcación, el horizonte empezaba a
clarear. El misterio
de la luz se anunciaba recatadamente sobre el gran mar en
sombra.
Pronto, estremeció el
aire una voz vibrante:
“¡Anaíd!, ¡Anaíd!”.
Era el frigio, el
conductor nocturno, que daba a los remeros el grito
ritual de la aurora
naciente, la llamada sagrada a la Madre del mundo, la
adjutora del día.
Entonces, de abajo o
de dentro, como si la nave cobrara voz propia e
íntima, llegó a los
oídos de Mnesarco y de Partenis el coro de la matinal
aleluya fenicia:
“Adiós, ¡Oh Baant!,
noche primitiva;
ya Kolpia, el aire
todopoderoso,
nos trae a Anaíd, la
Madre del día...”.
La última frase, se
afiló, aguda y lenta, para enlazar con la voz solitaria
que lanzara la
primera consigna al canto:
“...nos trae a Anaíd,
la Madre del día...”.
“¡Anaíd!, ¡Anaíd!”.
Repitió, cansinamente, el coro de los remeros.
Después, todo quedó
de nuevo en silencio.
La luz crecía e iba
iluminando lentamente al mundo. La nave surgía
limpia, definida, del
misterio de las sombras nocturnas. Las velas recobraban
su color blanco
amarillento que contrastaba, sobre el mar cada vez más azul
rizado ahora en breves
y menudas ondas.
De la entrada de la
cabina de pasajeros, llegó al oído de Partenis un
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
15
tierno llanto
conocido.
Se levantó presurosa,
como movida por un resorte. Pero ya la esclava
venía hacia ella llevando
en brazos al pequeño Pitágoras.
Al ver éste a su
madre cesó de llorar.
— Tiene hambre — dijo
la fiel esclava de Sidón, ofreciendo a la madre
el niño, que ya se
abalanzaba en sus brazos.
Sonrió ella al
cogerlo, sentóse con su dulce carga otra vez junto al
marido, desabrochó el
blanco seno y amamantó al pequeño, que sonreía ya,
feliz, sobre el halda
amorosa de su madre.
Mnesarco contemplaba
en silencio la escena con la beatitud de un tierno
y repetido rito.
¡Qué bello grupo
formaban todos a la luz apacible de la pura aurora,
entre el cielo y el
mar!.
Con el cabello rizado
en dorados bucles, los grandes ojos de mirar
profundo, cargados
con la experiencia de siglos, fijos extrañamente en la faz
materna, sorbía el
pequeño Pitágoras con afán el seno colmado de la madre.
Terminado el dulce
yantar, alzó en alto Partenis al hijo casi desnudo,
rollizo y rosado como
un amorcillo.
En aquel momento el
sol brotaba, como una gran fruta, del mar. El niño
clavó sus ojos en él
y se abalanzó para cogerlo, los bracitos tendidos.
Rieron todos la
ocurrencia del niño. Más Mnesarco miró a su hijo con
actitud solemne.
— ¡Hermoso símbolo! —
dijo con gravedad —. Desde antes de nacer,
te consagramos al sol
interno. ¡Séate éste mil veces propicio a lo largo de tu
vida, hijo mío!.
Como si entendiera al
padre, el pequeño Pitágoras se quedó de pronto
grave, y fijó en él
sus ojos claros, de raro y profundo mirar.
Luego lo cogió de
nuevo la esclava y para que durmiera, invocó,
meciéndolo, a los Taconinos,
los ángeles fenicios guardianes de los niños.
Y el día advino
sereno y triunfal sobre el mar y sobre la tierra.
Comenzaba una jornada
de promesa para los viajeros del “Simurg”.
— ¡Samos a la vista!
— gritó un pasajero.
Mnesarco se levantó
ágilmente y oteó el mar por la parte de proa.
Efectivamente, muy
lejos, en el horizonte, se divisaba una larga
manchita malva.
— ¡Samos!, ¡Samos! —
repitió, dirigiéndose a su esposa, que
conversaba con otras
mujeres al otro extremo de la embarcación.
— ¡Samos! — repitió
ella, con un hondo reposo en la voz. Y corrió a
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
16
contemplar la leve
silueta de la patria lejana.
Se quedaron allí,
bajo las alas del ave capitana, viendo cómo crecía y se
acercaba lentamente
la isla bienaventurada.
El sol ascendía por
un cielo sin nubes. El agua tenía este intenso tono
ultramar, levemente
violado, del mar de Icaria en los días serenos.
Cuando el astro
alcanzó las proximidades del cenit, la isla de Samos se
ofrecía, llenando
casi todo el horizonte, a los ojos de los navegantes del
“Simurg”.
A la derecha, mirando
a oriente, tendida a todo lo ancho de la bahía, la
ciudad se dibujada
nítida, blanca, en forma semi-circular, como un anfiteatro
de ensueño.
El inmenso promontorio
del Trogílio, rematado por su potente faro,
resguardaba de los
vientos el puerto de Samos.
Hacia él se encaminó
la nave.
Dio el timonel la
orden de replegar las velas. A un grito, los remos de
estribor cayeron,
fijos, rozando como alas el mar, dibujando en el agua estelas
paralelas, mientras
los de babor ganaban, rítmicos y activos, la gran curva de
entrada, hacia el
oriente, frente al acantilado.
Entonces, como si se
descorriera un telón, apareció de golpe, allí
mismo, la blanca
ciudad de Samos, hermosa como la luna creciente. Detrás, el
marco de verdura de
una pequeña cordillera resguardaba a la ciudad de los
vientos boreales.
A la derecha, en la
cima de un pequeño acro, rodeado de cipreses, se
alzaba el Heraeum,
el famoso templo consagrado a Hera, la señora del
Olimpo.
Un poco más allá y ya
dentro de la ciudad, destacaban claramente sus
siluetas de piedra o
mármol, el senado, el teatro, el gran gimnasio. Más cerca
del mar, rematando la
ancha avenida del puerto, el ágora pública trenzaba sus
pórticos recortados
de sol sobre el área de los jardines.
¡Qué hermosa aparecía
la urbe, abierta como un sueño, cincelada por el
oro de la playa,
sobre el azul intenso del mar!.
Los pasajeros del
“Simurg” se encaramaban todos sobre la barandilla
que rozaba el muelle
de arribo.
Una multitud
abigarrada, multicolor e inquieta, se agolpaba, dando
voces, frente a la
nave fenicia. Entre ellos, se destacaban por su indumento y
prestancia un anciano
y dos mujeres. Estas, agitaban en dirección de Mnesarco
y de Partenis sus
chales de color.
Entonces, mientras
los marineros atracaban a tierra el navío, Mnesarco
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
17
tomó de brazos de la
esclava al niño, lo abalanzó sobre la barandilla de a
bordo y lo mantuvo
así, en el aire.
Una voz de mujer
sobresalió claramente sobre el griterío de la multitud:
— ¡Miradlo, parece el
divino Eros!.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
18
II.-
ADOLESCENCIA
La
Morada de Mnesarco — Diálogo con el Pedagogo —
Educación
de Pitágoras — Mayor Ansia de Conocimiento —
La
Confesión — Preparando el Viaje.
a morada de Mnesarco
se alzaba en la parte alta de la ciudad de
Samos, junto a un
montecillo poblado de pinos.
Era la prima tarde de
un día insólitamente caluroso.
Mnesarco prolongaba
la siesta en su triclínio, en el frescor del vestíbulo
que daba al patio.
Partenis, activa
siempre, cortaba las mejores flores del jardincillo que
bordeaba las columnas
del peristilo. Las colocó luego, pisando leve, para no
despertar a su
marido, sobre la mesa cercana a donde él descansaba, y se
dirigió luego al
centro del patio para menguar el chorro del surtidor,
demasiado sonoro.
Acercósele un esclavo
y le dijo, en voz baja:
— Está Hermodamas, el
pedagogo.
Mnesarco lo oyó.
— Lo esperaba — dijo
reclinándose sobre el codo derecho. — Que
pase.
Al poco rato, hacía
su aparición en el fresco vestíbulo, el maestro de
Pitágoras.
— ¡Salud a vosotros,
Mnesarco y Partenis! — dijo, mientras secaba con
una punta del manto
el sudor de la frente.
— ¡Salud a ti, Hermodamas!
— le respondieron ambos esposos a la vez.
— Reclínate y
descansa ante todo — añadió Mnesarco. — La ascensión
a estas horas, con el
calor, es agotadora. Y dirigiéndose a su mujer —
¡Partenis!. Sirve del
ánfora más porosa de la cueva un vaso de fresca leche de
almendras endulzada
con miel, al amigo.
Salió ella,
diligente, por la puertecita del extremo del patio, y volvió al
instante con el
ánfora húmeda y rojiza. Puso sobre la mesa dos vasos de cristal
de Fenicia y los
colmó con la blanca bebida.
Hermodamas miraba
hacer a Partenis y contemplaba con admiración a
la madre de su
discípulo.
L
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
19
Parecía ella más alta
con su larga túnica blanca que dejaba al
descubierto los
brazos y el amplio busto.
Tenía ahora Partenis
la armoniosa opulencia de la insinuada madurez
que confiere a
ciertas mujeres bellas un empaque de diosas.
— ¿Está Pitágoras? —
preguntó a Partenis el pedagogo.
— No, pero creo que
no tardará en llegar — respondió ella.
— Puedes hablar
libremente — añadió Mnesarco. — Tenía necesidad
de oír tu opinión con
referencia a nuestro hijo. Sinceramente, ¿Qué opinas de
él?.
— Pues... lo que he
opinado siempre. Que es un muchacho
excepcionalmente
dotado. Tanto, que he llegado a tenerle pánico — y el
pedagogo rubricó la
frase riendo jovialmente.
— ¿Pánico por qué? —
intervino, no sin cierta inquietud, Partenis.
— Porque su
inteligencia y su manera de actuar exceden ya mis
posibilidades de
mentor y de instructor. Sabe más que yo.
— Desde muy pequeño
manifestó anhelos e inquietudes no comunes.
Pero ahora, próximo a
la hombría... — aquí interrumpióse Mnesarco y movió,
bajándola, la cabeza.
Sus facciones ablandadas parecían entonces las de un
viejo. Unos bucles
grises cayeron sobre su alta frente y permaneció un rato en
esta meditabunda
actitud.
— Sí, pronto será un
hombre — comentó, más animado por la
confirmación del
padre, Hermodamas.
— No deja esto de
inquietarme — añadió aquél.
Partenis guardaba
silencio, contemplando el espléndido búcaro de flores
que lucía en la mesa.
— Pitágoras es un
muchacho mental y físicamente sano. Pero su ansia
de saber es tan aguda
y apasionada; su capacidad asimilativa tiene tales
alcances, que no creo
que hoy exista cabeza en Samos capaz de enseñarle y
conducirle...
— Tú eres el mejor
pedagogo de la isla.
— Me considero sin
aptitud para continuar siendo su maestro.
— Sin embargo, casi
es un niño. No está en la edad en que las leyes
griegas dan por
terminaba la educación de un noble joven — insistió
anhelosamente,
Mnesarco.
— Tiene la capacidad
de razonamiento de un viejo. Parece como si
poseyera el
conocimiento asimilado de varias vidas...
— Así es — asintió el
padre. Y al cabo de un rato, continuó. — Es
extraño. Mi hijo, tan
dúctil a la ternura, tan sensible para toda manifestación
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
20
de belleza y de
armonía, posee por contraste un tesón y una voluntad tan
enormes para la
investigación de las leyes de la naturaleza, desde las más
concretas a las más abstractas,
que, a pesar del amor y la obediencia que
siempre nos ha
demostrado, temo que el mejor día...
— ¿Qué quieres decir?
— inquirió, con ansiedad, Partenis.
— Que al mejor día
decidirá determinar por sí mismo su destino.
— ¿Que se marchará?.
— Posiblemente —
dijo, apretando los labios, con un hondo suspiro, el
esposo.
— No puede ser,
Mnesarco. Es demasiado joven…
— Por eso mismo
quería hablar con Hermodamas. Me ha hecho, en el
transcurso de estos
últimos días, varias insinuaciones ya el muchacho. — Y
luego de una pausa,
dirigiéndose al pedagogo — ¿Qué opinas?.
— De mi parte opino —
contestó éste — que debéis dejar esto a su
albedrío. Es mayor de
lo que parece. Tiene la sazón de un hombre maduro. Ya
os dije, por lo que a
mí respecta, que con vuestro hijo, como pedagogo, me
considero fracasado.
Demasiado a menudo, no sé qué contestar a sus
preguntas sobre
ética, sobre las leyes inescrutables de la física, sobre
abstracciones
matemáticas, sobre geometría... Algo parecido le ocurre a su
maestro de música. Hace
poco me contaba que, en la lección teórica colectiva,
lo había puesto
Pitágoras en un aprieto al preguntarle la relación del sistema
cromático y de los
cuartos de tono con el carácter psíquico de una melodía y
sus posibles alcances
en la transformación del individuo. Por otra parte, sé que
le preocupan ciertos
misterios del mito, ciertos simbolismos vedados del ritual
religioso. Ha
interrogado sobre ello distintas veces al nuevo sacerdote de
Hera, el viejo
tracio.
— A propósito, ¿Sabes
si pertenece a la hermandad de los órficos? — le
interrumpió Mnesarco.
— Creo que sí.
— Ahora me explico —
siguió el padre de Pitágoras dirigiéndose a su
esposa — por qué, de
un tiempo a esta parte, desdeña comer la carne de los
sacrificios y
renuncia a las libaciones...
Partenis asintió con
la cabeza.
— Si no fuera por
nuestra antigua amistad — prosiguió Hermodamas
— hace mucho tiempo
que os hubiera rogado que retirarais a Pitágoras de mi
clase.
— ¿Entonces? — osó
preguntar, en tono en cierto modo desolado,
Mnesarco —. ¿Qué
hacemos con el muchacho?.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
21
— Mandadlo a estudiar
a la Escuela de Mileto.
Dijo esto el pedagogo
en tono decidido, como si su mente hubiera
concretado ya con
anterioridad la frase.
— ¿A Mileto? —
intervino, sorprendida del consejo, Partenis.
Los dos hombres
guardaron silencio. Después de una embarazosa
pausa, Hermodamas
continuó, como para justificarse:
— Todas las tardes,
desde que llegó a la isla Hierónimo, el orador
milesio, he visto a
vuestro hijo en el ágora, bajo el pórtico de Hermes donde se
reúnen, a la caída de
la tarde, los más cultos ciudadanos de Samos. Va a oír las
elocuentes pláticas
del discípulo del famoso Tales. Desde que Ferécides de
Siros le inculcó la
creencia en la transmigración de las almas, acude allí en
busca de mayores
confirmaciones. Toma parte en los debates como si fuera un
hombre experimentado.
Ayer tarde Pitágoras tomó la palabra y llevó la
iniciativa, al lado
de Ferécides, respecto de la vida en el más allá. Parecía que
sentara cátedra. Todo
el mundo estaba asombrado.
— Me ha hablado
varias veces de su curiosidad por oír de los propios
labios del sabio de
Mileto la nueva y revolucionaria doctrina del macrocosmos
y del microcosmos que
define leyes que ha vedado siempre la religión.
Partenis dijo, como
si hablara consigo misma:
— El mundo está lleno
de peligros para un muchacho tan joven y
hermoso como
Pitágoras.
— Es verdad —
confirmó Mnesarco.
— Respecto de esto —
afirmó Hermodamas — tened ambos la
seguridad de que
sabrá guardarse.
— Sin embargo,
debemos tratar de desviar de momento, hasta su
mayoría de edad,
estos prematuros arrebatos... — Y, cambiando súbitamente
de tono, haciéndose
más confidencial, agregó levantándose Mnesarco — ¿Y si
intentáramos entre
todos, despertarle el afán de la gloria en los juegos?. ¿Si
lográramos
estimularlo para que detentara la victoria en el Gimnasio con
miras a la próxima
selección que enviará la isla a Olimpia?. Es especialmente
diestro en el salto y
en el lanzamiento del disco. Sobresale también en la danza
y es el más hermoso
efebo de Samos.
— Pitágoras va más
allá de todo esto — dijo con resolución el
pedagogo —. Es un
alma vieja. El hado ha perfilado sin duda de manera muy
incisa la dirección
de su vida. No hay que obstinarse demasiado en guiarle,
creedme. Sabe muy
bien a dónde va.
— Sin embargo, sabes
que ama apasionadamente el juego — objetó
todavía el padre.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
22
— Conoce su utilidad
en la formación del hombre integral, eso es todo.
— Podríamos... —
insinuó tímidamente aún, Mnesarco.
— ¡Bien hallado en
esta casa, Hermodamas! — gritó en aquel
momento, desde el
umbral del pórtico, una voz juvenil, de grato y sonoro
timbre.
— ¡Pitágoras! — exclamó
el padre, como reprochando al hijo,
instintivamente, la
inoportunidad de su presencia.
Pero la vista del
hijo lo desarmó al instante y su rostro, momentos antes
sombrío, se abrió con
una ancha sonrisa iluminada.
Pitágoras avanzó
resueltamente hacia el patio en cuyo piso marmóreo
tejían las
enredaderas del techo sus bordados de sombra y sol. Se dirigió a su
madre, que había
permanecido muda a su entrada, y la besó en la frente.
Partenis oprimió
entonces, entre sus manos, a la altura de la suya, la faz
del hijo y la sorbió
toda en silencio con su anhelante mirada.
Era Pitágoras un mozo
alto y esbelto. Su musculatura incipiente, tenía
aún la morbidez un
poco femenina del andrógino. Era su semblante expresivo
y de proporciones
perfectas, como la madre. Sus cabellos bronceados y en
desorden caían sobre
su alta frente meditativa. Sus hermosos ojos parecían
más claros por la
reverberación de las blancas baldosas soleadas.
Venía sofocado y
sudoroso. Su piel tostada y encendida entonaba
vistosamente con la
gama cálida, de un rosa calcinado, de su corta túnica.
Trenzaba las cintas
de sus sandalias hasta media pantorrilla. Parecía, en aquel
momento el joven dios
de la vida exuberante.
Con una complaciente
sonrisa, se abandonaba Pitágoras a la sobria
efusión en manos de
la madre.
— ¿Dónde estuviste? —
díjole ella.
— En el gimnasio —
contestó Pitágoras. Y, deshaciéndose de la dulce
presión de los brazos
maternos, dirigióse a Hermodamas. — A propósito,
¿Conoces la noticia?.
Ecteón ha vuelto vencedor, en el pentatlo, de los juegos
olímpicos.
— Precisamente —
añadió, apresuradamente, Mnesarco — estábamos
hablando de tu
aptitud para detentar la victoria en la olimpiada próxima. Si te
prepararas desde
ahora con empeño...
Pitágoras guardó silencio.
Hermodamas sonrió. La madre intervino,
animando la
embarazosa pausa:
— ¿Jugaste a la
pelota?. Hoy es fiesta...
— No. Estuve con mis
compañeros celebrando el triunfo de Ecteón en
los jardines del
Gimnasio. Nos contó las aventuras del viaje, el espectáculo
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
23
maravilloso de los
juegos y certámenes.
— Me lo contarás con
detenimiento otro día. Es tarde y hay un trecho
considerable de aquí
a mi casa.
Y diciendo eso,
Hermodamas se despidió de la familia.
Después que salieron
Mnesarco, Partenis y Pitágoras del refectorio
interior otra vez al
patio, el sol descendía tras el bosquecillo de pinos que
coronaba el leve
promontorio inmediato, propiedad también del rico mercader
de Samos.
Cumpliendo, a su
llegada de Fenicia, la promesa que hiciera al dios en
gratitud por los
altos pronósticos del oráculo, se alzaba en la cima del altozano
un esbelto templete,
imitación mínima del gran santuario de Delfos,
consagrado a Apolo.
Pitágoras atravesó la
puertecita trasera del patio que daba a una vasta
huerta de frutales y
paseó un rato bajo los árboles cargados. Soplaba,
suavísimo,
refrigerante, el céfiro de occidente. Oíanse a lo lejos los cantos
cansinos de los
trabajadores que regresaban de las faenas del campo. Cruzaban
el encendido cielo
los pájaros piando fuerte en busca de sus nidos.
De pronto, paróse
Pitágoras y puso oído atento. Entre aquel cúmulo de
rumores vespertinos,
creyó percibir el levísimo sonido armonioso del arpa
eólica que, construida
por sus propias manos, se ofrecía oblicuamente en el
bosque a la suave
pulsación del viento.
Sonrió triunfalmente.
Era el primer día que, desde su misma casa, oía
las dulces melodías.
Corrió hacia sus
padres, ilusionado como un niño, para comunicarles la
nueva. Acudieron
éstos. Y juntos, aguzando el oído, fueron ascendiendo
lentamente en
silencio por la ladera izquierda del bosquecillo.
El sol doraba aún, en
la cima, la copa de los pinos más altos y el
arquitrabe del
templo.
Ahora llegaban, clara
y distintamente a sus oídos, los acordes mágicos
de la lira aérea.
Parecía pulsada por invisibles dedos sabios, conocedores de
melodías cósmicas
vedadas a los mortales.
Se detuvieron. Los
vagos acordes trémulos y suspirantes les llegaban
como un don celeste.
Escuchaban la música como si rezaran.
De pronto, Pitágoras
interrumpió el silencio. Su oído educado percibió
algo que le hizo
fruncir el ceño. Dijo:
— Falta templar aún
las cuerdas medias. Vamos.
Ascendieron, casi
hasta la cumbre, donde se hallaba instalada el arpa
sonora. Construida
toda pacientemente por el mismo Pitágoras con el tronco
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
24
de un pino seco,
propicio a las más dulces resonancias, se hallaba enclavada
en el breve fuste de
un fragmento de columna.
Templó a su sabor
Pitágoras las cuerdas y afirmó la dirección adecuada
del instrumento. Al
poco rato sopló más fuerte la brisa vespertina. Llenábase
el bosque de sombras.
Sólo en el horizonte las últimas claridades del día
ponían su abertura de
luz dorada sobre el paisaje.
En medio de la honda
quietud de la hora solemne, inició el arpa el
tembloroso
estremecimiento de sus más divinos acordes. Todo parecía
traspasado de música.
Diríase que imperaba allí la armonía como deidad
única.
La presencia del augusto
misterio sobrecogió por igual a los tres
visitantes. Tenían la
conciencia tácita de su inefable comunión con el espíritu
armonioso del
universo. Guardaron silencio, extrañamente emocionados, cara
a las últimas lumbres
del sol trasmontado.
Súbitamente, como si
sintiera a flor de labios el imperativo de su
destino, dijo
Pitágoras:
— Padres, debo
marcharme de Samos. No os interpongáis entre la
voluntad del hado que
me guía y mi vida. Dadme facilidades. La isla no puede
ofrecer ya nada a mis
ansias de conocimiento. Cuando la luna, ahora creciente,
aparezca redonda en
el firmamento, el orador milesio Hierocles embarcará
otra vez rumbo a su
patria. Permitidme, padres, que le acompañe. La Escuela
de Mileto es hoy el
más culto centro intelectual de toda la Jonia. Para oír la
palabra de Tales,
acuden allí gentes de todo el mundo. Cuando haya asimilado
sus enseñanzas,
partiré para Egipto.
Después de una breve
y embarazosa pausa, habló tímidamente el padre:
— ¿Lo has pensado
bien, hijo mío?.
Sentía sin embargo Mnesarco
en aquel momento la fuerza del destino
sobre su desarmada
resistencia, y no dijo más.
— Sí, padre —
contestó Pitágoras adivinando el estado interno de su
progenitor.
Miró entonces
Pitágoras a su madre. Recatadamente, para ocultar su
emoción, bajó ella la
vista velada, pero guardó silencio.
— Necesito, — siguió,
animadamente, el muchacho — necesito que me
ayudes, padre. Por tu
amistad con Polícrates puedes conseguirme una
recomendación para el
faraón Amasis. El sumo sacerdote del Haraeum, que
estuvo en Egipto, me
ha prometido una misiva para los sacerdotes de
Heliópolis. Sólo me
falta ahora vuestra bendición...
— Todo lo tendrás,
hijo — respondió con voz insegura, pero resignada,
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
25
Mnesarco.
Empezaba a cerrar la
noche. Para romper el agobio sentimental del
momento, descendió
Pitágoras ágilmente por el declive del altozano, en
derechura a su
morada, y se perdió entre los pinares en sombra.
Lentamente le
siguieron Partenis y Mnesarco.
Miró éste a su esposa,
la serenidad recobrada. Enlazó los hombros de
ella con su robusto
brazo, y le dijo cálida y amorosamente:
— Su vida no nos
pertenece. Recuerda. Nos fue dada en custodia para
que la brindáramos,
en su día, al mundo. ¡Que Apolo, el dios de la sabiduría y
de la luz, guíe
siempre sus pasos!.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
26
III.-
JUVENTUD
Naucratis
— Cita en la Luna — Recuerdos — Aparición de
la
Madre — Resurgimiento Interno — A Heliópolis.
uando después de las
grandes lluvias, las limosas aguas del Nilo
vertían al mar su
anchuroso caudal rojizo, Naucratis, la ciudad
griega de Egipto, más
ceñida a su suelo, más reducido el ámbito de sus vastos
esteros de sequía,
pero segura tras el soporte de su alto dique oriental, ofrecía
un espectáculo único
de belleza incomparable.
Pasada la época de
las tormentas, la atmósfera aparecía seca, como
barrida. El aire
nítido bruñía y transparentaba, acercándola y haciéndola como
translúcida, toda
perspectiva. Y la ciudad surgía de la gran boca canópea del
Delta, pulida como
una joya.
Desde muy lejos,
entonces, se precisaban, sobre un cielo violáceo de tan
azul, los mínimos
detalles de la ciudad.
La vida de Naucratis
se centraba en su puerto. Sus vastos fondeaderos
eran entonces más propicios
a la navegación de aguas profundas. En sus
dársenas se apretaban
las naves multicolores procedentes de lejanos países. Y
a lo largo del gran
canal navegable de la desembocadura, se veían llegar, de
allende el río, de
tierras adentro, en tropel, multitud de menudas
embarcaciones
llevadas por la corriente del río, conducidas por un solo
batelero de piel
rojiza como el agua.
Esta pequeña flota
llevaba a Naucratis, para su exportación, los
productos, cada vez
más solicitados, del país de los faraones. Las pieles, los
troncos de los
abundantes sicómoros, las maderas olorosas y el marfil de
Nubia. Las turquesas,
las plumas de avestruz, el papiro, los tejidos, los útiles
manufacturados en el
medio y en el bajo Egipto.
Era Naucratis la
moderna y reciente colonia griega del Delta, dotada por
las preeminentes
ciudades jónicas e instituida gracias al beneplácito y
generosidad de
Amasis, el faraón. Mimaba él con especial predilección la
próspera colonia
griega enclavada en su suelo, porque el rey de Egipto llevaba
en las venas, por
línea materna, sangre griega.
Otorgó a la ciudad
fueros propios y libróla de impuestos. Dio facilidad a
toda índole de
transacciones, y la miraba crecer y hermosearse no sólo con la
C
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
27
benignidad del
padrinazgo, sino con el interés de la consanguinidad.
Desde comienzos de su
largo y próspero reinado, las relaciones
comerciales y
culturales entre la Grecia metropolitana, las colonias y Egipto,
beneficiaron inmensamente
no sólo a ambos países, sino a todo el mundo
civilizado tanto de
oriente como de occidente.
Cada vez que la luna
alcanzaba su pleno, ascendía Pitágoras, como si
cumpliera un
periódico y tácito ritual, las amplias gradas del Templo de
Hermes, situado al
este de la urbe, en su parte más alta, junto a la cortadura
del dique.
Apoyado en la baranda
que rodeaba el sacro recinto, cara al mar,
esperaba, solo y en
silencio, el advenimiento de la noche y la ascensión de la
luna llena.
Era el tiempo convenido
para el espiritual mensaje entre él y su madre.
Era la noche cíclica
que le debía a ella.
Antes de salir de
Samos, juraron ambos unir sus pensamientos
contemplando el astro
nocturno. Nunca faltó a la cita.
Esta especie de
periódico y perdurado idilio reconfortaba, en su soledad,
el alma de Pitágoras.
Aquel día se anticipó
a la celeste reunión. La noche no había cerrado
aún. ¿Contribuía
acaso a esta premura suya la proximidad de la primavera?.
Pitágoras sabía que
siempre, los acontecimientos decisivos de su vida
tenían lugar en aquel
período del año. Vino al mundo en la primera luna de la
estación florida. La
misma le condujo a Samos, de niño. Ella le abrió más
tarde las puertas de
la culta Mileto y por fin lo condujo a Naucratis cuando, ya
hombre y en posesión
de todos los conocimientos asequibles en las islas de la
Jonia, decidiera ir a
Egipto en busca de la más honda sabiduría que guardaba.
Alto y recio,
imponente y hermoso como un dios, flotante al viento
marino su manto
entreabierto, agitados los bucles de su cabello sobre la frente
meditativa tostada
por el sol africano, contemplaba Pitágoras la dilatada franja
rosada que dibujaba,
en la lejanía, la unión de las rojas aguas del Nilo con el
azul del mar.
El río arrastraba aún,
de las últimas inundaciones, diversos objetos por
su caudal crecido.
Casi rozando la recia pared del dique, pasaban, a la sazón,
sobre una verde balsa
de algas flotantes, unos blancos nenúfares
desarraigados.
¿De dónde vendrían
aquellas flores?. Pitágoras las miró pasar, candidas
y lentas, con la
mirada enternecida como se contemplan los cadáveres de los
niños. Las siguió
hasta que se perdieron en la penumbra de la lejanía.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
28
Poco a poco se fueron
cerrando todas las perspectivas. Cortinas de
sombra verde,
violada, azul, cubrieron por todos lados el mar y la tierra.
Muy lejos creyó
divisar, un momento aún, hacia el norte, como un
punto de luz
incierta, la claridad de las flores sobre el mar.
Pensó Pitágoras que
ellas, como su pensamiento, llevaban la dirección
de la isla amada.
¿Llegarían a sus orillas?.
Su viva imaginación
de griego y de jonio entrevió entonces como si las
flores llegaran a la
playa de Samos, a los pies de su madre que también
esperaba, como él,
que emergiera en el firmamento la luna llena para depositar
en el astro la
confidencia de su amor al hijo ausente.
Por fin cerró la
noche y reina de un cielo cuajado de estrellas, apareció
la redonda luna.
Entonces pensó más intensamente en ella.
Aquella noche de
primavera sentía la extraña e imperiosa necesidad de
hacerle a través del
astro en el que confluían sus amorosas miradas, la
confesión completa de
su larga ausencia. Esta vez le rendiría la noche entera.
¿Recibiría ella,
velante en su isla, la confidencia del hijo?.
Pitágoras revivió,
paso a paso, el pasado, desde que abandonara,
adolescente aún, sus
paternos lares.
Vióse, sereno en la
despedida, junto al embarcadero de Samos, ardiente
la mirada por la avidez
de conocimiento. Vióse luego como absorbido por el
vórtice razonador que
era entonces la Escuela de Mileto. Rememoró las
enseñanzas del viejo
Tales, sus teorías sobre la evolución de la materia y las
leyes del infinito,
sus lecciones de física. Vio al lado del maestro al joven
Anaximandro sustentar
revolucionarias teorías sobre la constitución del
cosmos, sobre la
ciencia de la naturaleza humana y divina.
Vio la multitud de
sus condiscípulos, atraídos al Instituto milesio para
enriquecer sus
conocimientos. En aquella interfusión de lenguas y de razas,
vióse a sí mismo
asimilar con voracidad, junto a los teoremas de la ingeniería
práctica y las
ciencias naturales, las normas de legislación y buen gobierno.
Allí aprendió el
estilo de la mejor dialéctica. Cultivó la oratoria y la sofística
al uso. Adquirió
todas las astucias de la controversia y todos los resortes del
convencimiento.
Aprendió lenguas. Perfeccionó técnicas.
En su larga estancia
en Mileto, tuvo varias veces noticias de sus padres.
Y él les enviaba con
frecuencia las suyas.
Cuando ya Mileto no
colmaba su capacidad de asimilación, el ansia de
mayores conocimientos
le decidió a seguir la línea trazada en su juventud.
Decidió ir a Egipto.
Se vio entonces
surcar el mar hondo y sin islas, y arribar un buen día a
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
29
la blanca meta de sus
sueños: Naucratis.
Desde su llegada
hasta entonces, se sucedieron largas sequías y
estaciones lluviosas.
Nada más supo de sus padres.
Merced a la
recomendación de Polícrates, Pitágoras fue recibido en
Naucratis como un
destacado personaje.
Era aquél un momento
interesante de la historia de la ciudad. El genio
griego acaparaba y
absorbía cada vez más el tráfico comercial a las otras urbes
egipcias del Delta y sus
proximidades. Al mismo tiempo, detentaba la
primacía del
intelecto en las ciencias y en las artes. Se multiplicaban los
centros de enseñanza
y los templos. Se enriquecían su biblioteca y su museo.
Se departía
acaloradamente en el gimnasio y en la plaza pública, en las
mansiones privadas y
en los jardines, en la biblioteca y en los templos, sobre
toda índole de temas,
desde la transacción comercial a la ética más pura.
Desde el último
producto manufacturado, hasta el más allá de la muerte.
Con la llegada de
Pitágoras, la Escuela de Mileto tuvo en Naucratis
mayor preeminencia y
representación. Con sus conocimientos técnicos sugirió
atrevidas obras de
ingeniería y de embellecimiento de la ciudad. Aprendió
pronto no sólo la
lengua y la escritura egipcias, sino la arábica y algunas del
lejano oriente. Se
entendía con los negros comerciantes nubios y con los
transeúntes del
desierto líbico. Merced a su conocimiento de los dialectos
griegos, el jónico,
el oelio, el aqueo y el dórico, amén del fenicio que aprendió
de niño de boca de su
nodriza sidonia, Pitágoras era el mejor y más solicitado
intérprete de
Naucratis.
A su puerto llegaban
cada vez en mayor número, esbeltas naves de
todas las latitudes,
navegantes de lejanos periplos. La riqueza y el lujo crecían
en la ciudad.
Aquel lugar
floreciente, atrajo poco a poco del centro y sur de Egipto, la
población más culta y
poderosa. Muchos sacerdotes iban a ella para asimilar el
espíritu moderno de
los griegos y su civilización. Pero no dejaba por ello de
inquietar a su casta
poderosa el auge creciente de aquella colonia exótica en el
viejo país
tradicional de la sabiduría y de la fe. Varias veces hicieron llegar
sus quejas al faraón.
Pero Amasis, de
espíritu ágil y gran estadista, era el primero en
considerar el beneficio
de aquel injerto de civilización progresista en la vieja
tierra de los reyes
divinos y era tolerante con los griegos.
En el decurso de su
confidencia. Pitágoras se vanagloriaba
inconscientemente,
ante la madre, de su destacada aportación al crecimiento
de Naucratis. El era
allí el pedagogo más solicitado, el orador más brillante, el
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
30
intérprete y el
traductor más consultado. El organizaba los mejores
espectáculos líricos
de poesía, de danza y de música. Era el impulsor de los
juegos, el animador
de las controversias públicas y privadas...
Y, satisfecho,
sonreía a la luna, la faz alzada a su radiante cenit.
Entonces tuvo un
fugaz atisbo de clarividencia guiadora.
Encuadrada por el
marco de plata del astro nocturno, vio aparecer un
instante el busto de
su madre.
Su hermosa faz ya
levemente ajada, ornada de cabellos grises, inclinóse
hacia él bajo el
manto obscuro que la cubría, y le dijo, sonriente: “¿Lograste la
sabiduría que viniste
a buscar aquí, hijo mío?”.
La visión
desapareció. Pero su significado prendió inmediatamente en el
alma expectante de
Pitágoras.
Cerró los ojos, la
cabeza levantada aún, y meditó largamente así sobre
las tiernas palabras
de la aparición.
Y díjose a sí mismo:
“En efecto, ¿Qué viniste a buscar a Egipto, la fama
o la sabiduría?”.
Su alma vio claro el
imperativo de su misión. Entonces, tuvo un lapso
de hondo
enternecimiento. Todo lo que había logrado a la faz del mundo, todo
lo que era su varonil
hermosura, su destacada personalidad, su brillante
prestigio,
desaparecieron, se borraron de golpe, como absorbidos por su
evocado ideal
interno.
Se sintió indefenso
como un niño, humilde ante la inmensidad del
destino que lo
reclamaba, solo en la nueva noche abierta ante su alma...
En voz baja, clamante
y temblorosa, dijo a la luna, como justificándose:
“Madre mía: Yo
intenté varias veces, desde mi llegada, ser admitido en
el seno de los
Misterios. Me fue denegado siempre. Los sacerdotes no me
abrieron las puertas
de sus santuarios. Ayúdame tú, ahora, a requerir la dádiva
de su sabiduría...”.
Oyó Pitágoras sus
propias palabras como si vinieran de muy lejos, del
fondo insondable de
sí mismo. Como si se abrieran como flores a la luz
confidente de la
noche.
Entonces le invadió
una gran paz. Una paz inmensa que borró de su ego
hasta el último
contorno de su pasada personalidad.
Respiró hondamente y
por un instante, tuvo la conciencia de su
identificación con el
universo.
Después, como si
despertara, puso en tensión todos sus miembros
ateridos por el
frescor de la noche y la larga inmovilidad. Anduvo a grandes
pasos rodeando la
linde del sagrado recinto solitario.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
31
Cuando descendía las
amplias gradas del Hermeión, empezaba a clarear
el cielo de oriente.
∴
Desde entonces, fiel
a una íntima promesa, Pitágoras se fue retrayendo
de la vida pública.
Paulatinamente se
confinaba. Pasaba la mayor parte del día en la
biblioteca, en su
morada o en el templo. Renunció a cargos y a honores. Y se
consagró al estudio
de los libros sagrados y a la meditación.
Hallándose un día
enfrascado en sus pensamientos, le transmitieron el
aviso que un emisario
del faraón deseaba verlo.
Lo recibió con una
gran serenidad, como si lo esperara. Le entregó una
misiva de Amasis.
Abrió el sellado rollo de papiro, y leyó:
“Por fin me ha sido
comunicado que el gran hierofante accede a
admitirte como
novicio en la escuela sacerdotal de Heliópolis. Emprende el
viaje”.
Atendiendo la orden,
salió Pitágoras de Naucratis el mismo día.
Cuando llegó a la
Ciudad del Sol, famosa en todo el mundo por la
sabiduría de su
cuerpo sacerdotal, fue conducido en seguida por una amplia
avenida de esfinges,
a presencia de Eunufis, el sumo sacerdote, un anciano de
alba veste talar,
barba lacia y obscura tez de pómulos salientes.
Al hallarse ante su
presencia, Pitágoras hizo ademán humilde de
postrarse. Pero el
hierofante le detuvo, poniendo ambas manos en sus
hombros. Entonces,
acercándose más a él, le miró fijamente el centro de
ambos ojos. Y con voz
lenta y grave, le dijo:
— Te hallas en
disposición de ser admitido. Teníamos puestos los ojos
en ti desde tu
llegada a la vieja tierra de Osiris. Prepárate, sin embargo. Te
esperan largas y
durísimas pruebas. Si triunfas, te será concedida la suprema
investidura de
Iniciado e ingresarás en la fraternidad de los Hijos del Sol.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
32
IV.-
MADUREZ
Llegada
a Babilonia — Hacia el Templo — Ritual de las
Danzas
Cíclicas — La Recepción — La Morada de Baal — El
Santuario
Astronómico — “Tuya Será Nuestra Sabiduría...”.
e las calles
adyacentes a la arteria principal de la inmensa urbe
babilónica, acudía en
tropel una enorme multitud que avanzaba,
apiñada, por la ancha
avenida bordeada de arcadas que flanqueaba el río.
Aquella prisa
obedecía a las repetidas llamadas sonoras de los grandes
discos metálicos
heridos por las mazas de los sacerdotes y que se hallaban
suspendidos en la
terraza más alta del templo de Baal.
Entre aquella
multitud apresurada, llamaba la atención por su andar
reposado y por su
sobresaliente estatura, un hombre maduro de majestuoso
porte. Una larga capa
de color cobrizo pendía de sus anchos hombros a todo lo
largo de su figura.
Su diestra sostenía un alto cayado de peregrino. Los bucles
de sus cabellos en
desorden se teñían de plata en los bordes de las sienes y se
unían a la corta
barba rizada formando marco a su faz serena, de varonil
hermosura.
Contemplaba a la
sazón, lleno de curiosidad, aquella multitud creciente
que se adelantaba a
su paso y que parecía arrastrada por una fuerza cósmica
como el caudal de un
río después de las tormentas.
Insensiblemente, como
rezagado a la orilla por aquella ingente corriente
humana, se encontró a
un lado de la ancha vía, bajo las arcadas que remataban
el muro del gran
canal del Eufrates.
Se detuvo entonces el
peregrino y se asomó al río profundo y
murmurante. Y pensó
en el imperativo común de la ley que arrastraba del
mismo modo aquellas
aguas y la multitud hacia la búsqueda de un objetivo
común: el templo o el
mar, símbolos de la inmensidad. Pero en tanto que las
aguas descendían
buscando el líquido nivel igualitario y cósmico, la gran
corriente humana
seguía inconscientemente la gravitación contraria: el
ascenso, la ley
perenne de la evolución en cuya altura se halla la morada
última donde espera
la propia divinidad.
Siguió luego sin
apresuramiento la dirección de la riada humana.
Su hábito de viajero,
su gran capacidad de observador, de catador de
D
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
33
escenas y de
paisajes, le hacía detenerse de vez en cuando a contemplar las
ponderadas y
suntuosas bellezas de Babilonia.
Atravesó el gran
puente de piedra sobre el río, prosiguiendo la dirección
del gentío.
El puente daba
acceso, en derechura, a un gran paseo ascendente a cuyo
extremo se erguía la
maravilla del templo de Baal, la suprema deidad de los
caldeos.
A un lado y a otro de
la amplia vía aparecían los principales edificios
públicos y privados y
muy cerca del templo, el palacio real.
Se hallaba éste
ornado por uno de los más bellos jardines colgantes cuya
nombradía hiciera
famosa a Babilonia. Lo que fuera un tiempo iniciativa y
capricho de su reina
Semíramis, había cundido especialmente en aquella parte
principal de la
aristocrática ciudad.
Gustaba el viajero de
contemplar aquellas originales maravillas.
Constituían una nota
de color deslumbradora aquellas inmensas terrazas
superpuestas de
ladrillo rojo bordeadas de flores y de las que pendían
verdaderas cortinas
volantes de finas enredaderas.
Cuando más abstraído
se hallaba en su contemplación, oyó a su lado
una voz que le decía
en pura lengua ática:
— Es un espectáculo
único, ¿No es cierto?. Apostaría a que eres griego.
¿Me equivoco?.
El extranjero se volvió
al que así le interpelaba. Era un hombre de
mediana estatura e
indefinida edad, más bien viejo, de cara rasurada y cabeza
completamente calva,
pero de cuerpo aun erguido y vigoroso. Su boca
desdentada sonreía a
la sazón y sus ojillos redondos y vivarachos se fijaban en
la mirada clara,
ancha y magnética del peregrino.
— Efectivamente —
contestó éste por fin, con voz grave y templada. —
Soy de Samos.
— Sin embargo, este
indumento...
— Acabo de llegar a
Babilonia del lejano oriente. Visité la India.
— ¡Por Dionisos!.
¡Excelente viajero!. En cuanto te distinguí entre la
multitud, me ladeé
también para seguir tus pasos. Tenía el convencimiento de
que éramos
compatriotas. Yo soy megarense, avecindado desde mi juventud
en Atenas. Soy
senador vitalicio. Me llamo Hidamas. He venido a Babilonia
como consejero del
enviado diplomático. Estuve aquí en otra ocasión, hace
muchos años. Conozco
bien la ciudad. Si me necesitas como guía...
Agradó al forastero
la llaneza y verborrea del anciano. Sonrió a su vez y
díjole un tanto
irónicamente:
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
34
— En verdad, no
puedes negar el injerto de ateniense. Estimo el
ofrecimiento. Yo soy
Pitágoras, hijo de Mnesarco.
— ¿Vas acaso al
templo?. Hoy hay solemnidad. Los magos han
anunciado para esta
hora la entrada del sol en el solsticio de verano.
— No sabía. Pero iba
precisamente al templo. Llevo una recomendación
para el maestro de
coros. Fue discípulo mío de música y danza en Naucratis,
hace ya muchos años.
Después, la gran emigración de Egipto, motivada por la
invasión de las
tropas de Cambises nos juntó de nuevo en un pequeño puerto
de Fenicia. Seguimos
entonces dos rutas distintas. El volvió a su patria,
Babilonia. Yo
emprendí mi proyectado viaje a oriente.
Ascendían ambos con
lentitud y seguían conversando como si fueran
antiguos conocidos.
Pitágoras parábase a
trechos para contemplar el espectáculo de aquellos
pródigos vergeles
encaramados en las terrazas de tantos edificios.
— Acertaste en llegar
en estas fechas — dijo el anciano. Y señalando
una de aquellas
espléndidas floraciones. — Dentro de poco, el sol ardiente las
abrasará. El calor de
la canícula es insoportable en Babilonia.
Llegados al extremo
de la gran avenida, contempló Pitágoras ya cerca la
mole inmensa, triangular
y escalonada, del templo de Baal.
Este edificio
sobresaliente y único, no ostentaba en sus fachadas el color
uniforme y rojizo de
ladrillo cocido al sol, de todas las demás edificaciones de
Babilonia. Por el
contrario, cada planta de la inmensa fábrica, en número de
siete, ostentaba un
brillante color distinto y remataba su más alto y reducido
piso una gran cúpula
de oro bruñido.
Atravesaron la plaza
principal y se hallaron ante una fachada de estrías
verticales de estuco
verdoso. Dos grandes leones de diorita, alados y con
cabeza humana,
guardaban el ancho portal.
La gente se apiñaba a
la entrada del templo.
Los dos griegos se
sumaron a aquella abigarrada multitud y lentamente,
fueron impulsados
hacia el interior a través del corto pasillo de los anchos
muros.
Se encontraban en una
amplia nave, bañada por una luz cenital verdosa
que se derramaba a
través de una gran cúpula incrustada de transparentes
jaspes. El gran
cuadrilátero de la sala sostenida por columnas, quedaba en una
dulce y misteriosa penumbra.
Cubrían los muros infinidad de tapices bordados
con símbolos e
imágenes mitad hombres y mitad animales.
La multitud se
apretaba, de pie, en los ángulos y a todo lo largo de los
recios muros. El
silencio era general. Acababa de comenzar el oficio.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
35
Merced a su destacada
estatura, pudo observar Pitágoras todos los
detalles del ritual
caldeo.
En torno a una pira
central alimentada con maderas aromáticas, se
alineaban cinco
sacerdotes tocados con altos birretes cupulares de metal.
Llevaba cada uno una
túnica de color distinto con vistosos emblemas a franjas
transversales de
alamares y pedrerías que rutilaban al reflejo de la llama
central.
Formando un ancho círculo
alrededor de ellos, se iban situando seis
sacerdotes y seis
sacerdotisas, alternadamente. Iban éstos por igual con la
cabeza destocada,
ceñida sólo por una corona cincelada con distintos signos y
cubiertos por una
túnica de grueso tejido gris salpicado de estrellas de plata.
Rodeaba su cuello,
sobrepasando los hombros, un ancho pectoral metálico
labrado con extraños
símbolos. Cada uno de estos doce sacerdotes ostentaba
en la diestra una
enseña de forma diferente.
Cada uno de los que
formaban el círculo externo ocupó su lugar en
torno a una gran
rueda dibujada en el suelo por losas amarillas. De la
circunferencia
partían radios, triángulos y cuadrados superpuestos de distinto
color.
Una vez situados,
permanecieron los oficiantes inmóviles.
Al cabo de un rato,
vio Pitágoras abrirse dos largos tapices del fondo del
recinto y aparecer,
revestido con toda la pompa de las enseñas del ritual
caldeo, el gran
pontífice, el sumo sacerdote que encarnaba el cuerpo de Baal.
Detrás de él apareció
una joven sacerdotisa cubierta de blanca veste talar, la
rubia cabellera
suelta, sujeta por una brillante diadema en forma de media
luna. Con las dos
manos tendidas sostenía una redonda pátera de metal
plateado con perfumes
sagrados.
Siguió a la aparición
un gran estremecimiento de la multitud. Pitágoras
percibió, como un
impacto, la corriente psíquica, mezcla de temor y de
reverencia, que
estremecía a los asistentes.
El gran mago fuese en
derechura hacia el centro de la sala. Aproximóse
a la pira llameante
que iluminó su grave rostro y tomando con la mano
izquierda una porción
del polvo de la pátera de la sacerdotisa, espolvoreó el
fuego. Una gran llama
se alzó, majestuosa, en medio de una fina niebla
perfumada que se fue
dispersando en el ambiente.
En voz baja pronunció
entonces el gran sacerdote unas palabras de
poder. Era la
invocación primera al espíritu del sol, el ordenador oculto de la
ceremonia.
La multitud rezaba y
las ondas de su murmullo llegaban a los oídos de
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
36
Pitágoras como el
rumor de una inmensa fronda.
De pronto, estremeció
todo el ámbito interior del templo una intensa
señal sonora. Era un
golpe seco, rotundo, pero que tenía la virtud, al vibrar y
prolongarse, de
dividir su eco en múltiples y suaves resonancias que producían
al oído una sensación
insólita.
En voz muy baja, dijo
a Pitágoras, acercándosele, el megarense:
— Es el instante
preciso del solsticio.
Entonces vio cómo el
gran mago tendía su diestra que sujetaba el
mango de un pequeño
tirso de pomo redondo y dorado, y tocaba con él la
avivada llama. Luego,
solemnemente, sin moverse del lugar central, fuese
volviendo en todas
las direcciones haciendo ademán de asperjar a los
sacerdotes y a la
multitud congregada, dando al aire repetidos golpes en torno
con su tirso.
Luego, él y la
sacerdotisa ocuparon un lugar entre los cinco sacerdotes
que formaban la
cadena del primer círculo en torno al fuego.
Transcurrieron unos
momentos de riguroso silencio. Al poco rato se
inició una música de
acordes prolongados, como si procediera de diferentes
tubos de cristal.
Aquellos extraños sonidos tenían la virtud de vibrar de tan
peculiar manera que a
cada oyente le parecían emitidos a su vera y como
brotados del aire
mismo que lo rodeaba. Era imposible localizar su
procedencia. Diríase
que producía aquellas armonías un poder sobrenatural.
Pitágoras cerró los
ojos beatíficamente, como para asimilar mejor el
mensaje de los
espíritus que transmiten la música.
Cuando los volvió a abrir,
vio al sumo sacerdote que, salido del círculo
interno, se dirigía a
la periferia de la gran circunferencia, hacia una de las
sacerdotisas de
hábito gris tachonado de estrellas.
Se paró junto a ella
y con la bola de un tirso golpeó suavemente la
enseña de metal que
sostenía ella en su diestra y que simbolizaba un cangrejo.
Luego golpeó del
mismo modo el pectoral plateado que ostentaba la enseña
del mismo animal.
A aquella señal,
representativa de la entrada del sol en el signo solsticial
de Cáncer, el gran
círculo constituido por doce sacerdotes de ambos sexos se
puso en movimiento,
siguiendo la franja amarilla del suelo.
El gran mago, con su
rubia barba rizada y su veste bordada de oro
permaneció un momento
ante la sacerdotisa y pronunció unas palabras lentas,
como un canto. Era la
melopea de invocación al espíritu de la estación que se
iniciaba, implorando
sus beneficios.
Después,
solemnemente, dio unos pasos y se dirigió hacia la encendida
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
37
pira.
Los sacerdotes del
círculo interior fueron irrumpiendo entonces, por
orden, en el espacio
circular y, obedientes a la órbita prefijada por el planeta
que cada cual
representaba, y al compás de su música propia, que ellos
clasificaban dentro
de la gran armonía que llenaba el espacio, iniciaron una
bellísima y
complicada coreografía. Era aquélla una de las más bellas y
famosas danzas
cíclicas del ritual astrológico caldeo.
Evolucionando dentro
del círculo zodiacal, cada sacerdote-estrella
fingía un curso y un
movimiento distinto dentro de la trayectoria del año
sideral. Giraban y se
movían armoniosamente. De vez en cuando uno se
estacionaba, daba
unos pasos atrás, y reemprendía la marcha con un ritmo
plástico y musical
admirable.
Cuando, en el decurso
de aquella sagrada danza, rozábanse los
sacerdotes, chocaban
sus emblemas y fundían con el sonido el mutuo
magnetismo.
Entre todos aquellos
hermosos sacerdotes danzantes, destacaba la
agilidad y la gracia
de la rubia sacerdotisa, encarnación de la blanca Isthar, la
luna venerada, la
esposa del sol.
Era siempre aquella
sacerdotisa una magnífica danzarina. Poseía un
largo entrenamiento
artístico-religioso y se entregaba en cuerpo y alma a su
bella liturgia.
Trenzaba en el aire los más encantadores movimientos de brazos
y piernas y era un
gozo para los espectadores seguirla y verla evolucionar en
medio de la lenta
danza conjunta. Giraba velozmente, contando el número de
sus rotaciones, medía
sus saltos y trenzaba en el aire las más graciosas
posturas.
Cuando los sacerdotes
del círculo externo retornaban a sus iniciales
lugares, la danza
cíclica había terminado.
Para los profanos en
los misterios, era aquella ceremonia un espectáculo
indescifrable. Pero
gozaban de su belleza. Les penetraba el mensaje de la
armonía y se
beneficiaban de su magia. Terminado el ritual, sentían saturado
su espíritu de la
grandiosidad y magnificencia de los misterios del infinito.
Después de la danza
cíclica, mientras se extinguía la llama de la pira,
comenzaba la plática
final del gran mago pontífice. Entonces exhortaba a la
virtud distintiva del
acontecimiento sideral que se celebraba, a sus prácticas
religiosas e
higiénicas. Finalmente invocaba sobre la multitud el influjo de los
espíritus planetarios
y daba a los circunstantes su bendición solar.
La multitud fue
abandonando, poco a poco, el templo. Pitágoras se
despidió de su amable
acompañante y aguardó a que todo el público saliera,
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
38
arrimado a un ángulo
de la sala.
Cuando el recinto quedó
vacío, se encaminó hacia uno de los ayudantes
del templo en el
momento en que se disponían a cerrar su gran portal y le rogó
que le condujera a
presencia del maestro de coros.
El joven lo miró
detenidamente. Seducido por la majestad y el imperio
que emanaba del
extranjero, le hizo seña de que lo siguiera.
Franquearon la puerta
del fondo de la gran nave, atravesaron dos
cámaras sucesivas
donde se guardaban los objetos del culto y penetraron en
una sala con bancos
de madera adosados en la pared. El ayudante de
ceremonias rogó a
Pitágoras que esperara allí y él desapareció por una puerta
contigua.
Pasó un buen rato
cuando aquella puerta se abrió de nuevo apareciendo
en el umbral un
hombre bajo, nervudo y vigoroso, de carne dura y ceñida, de
salientes músculos.
Llevaba la ropa talar a franjas transversales con símbolos
bordados, propia de
los sacerdotes caldeos.
Miró un rato con
seriedad a Pitágoras. Al reconocer a su antiguo
maestro, que se
levantaba y avanzaba hacia él en aquel momento con los
brazos tendidos, su
semblante cambió de expresión. Una franca sonrisa lo
iluminó y dio un paso
hacia el visitante griego. Los dos hombres se abrazaron.
Cruzaron unas
palabras en perfecto dialecto jónico. Pitágoras pedía ser
presentado al colegio
sacerdotal.
El maestro de coros
frunció el ceño. Luego mirándolo otra vez
reflexionó un rato.
Por fin le dijo, decidido:
— Acompáñame.
Anduvieron juntos a
través de obscuros pasadizos. Atravesaron un patio
y se hallaron frente a
una dependencia anexa al cuerpo principal del edificio.
— Aquí mora la
comunidad de ancianos que regenta el templo. Aguarda
un rato.
Mientras esperaba,
contempló Pitágoras detenidamente las imágenes en
bajorrelieve
policromado grabadas en los zócalos de ladrillo del patio.
Representaban una
procesión de hombres y mujeres con vestiduras
litúrgicas llevando
los objetos de ritual. Y se entretuvo en establecer las
concomitancias de
aquellas representaciones y de aquellos instrumentos
culturales con los
egipcios y los hindúes, cuyo simbolismo le era familiar.
El maestro de coros,
entrando otra vez, lo sacó de sus introversiones. Le
invitó a que lo
siguiera.
Pronto se encontraron
ambos en presencia de un grupo de ancianos
magos sentados en
sendos sitiales en torno a una mesa de cedro, con
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
39
incrustaciones de
metal. Pitágoras se quedó suspenso, de pie ante ellos. ¡Cuan
venerables le
parecieron todos!. Sus vestes blancas, sujetas por cinturones de
discos dorados, se confundían
con sus cabellos y sus barbas sedosas.
Todos los ancianos
volvieron la vista hacia el intruso y lo examinaron
en silencio.
— Acércate,
extranjero. ¿Qué quieres de nosotros? — preguntó a
Pitágoras,
levantándose de su sitial, el anciano de mayor prestancia, el
Hierofante Zar-Aadas.
— Vengo en busca de
sabiduría — contestó humildemente Pitágoras.
— Anhelo conocer los
misterios del ritual caldeo. Sólo a eso vine a Babilonia.
— ¿Qué merecimientos
aduces para lograr tan alto don? — inquirió el
mismo anciano
clavando con más penetración en él la magnética mirada.
— Toda una vida de
ansiosa búsqueda — respondió decidido, aquél. Y
prosiguió — Nací y me
eduqué en Grecia. Pasé a Mileto y a Egipto. Estudié
en los colegios sacerdotales
de Heliópolis, de Menfis y de Dióspolis. Visité la
antigua India. A
orillas del sagrado Ganges, oí la palabra del iluminado
príncipe Sidharta,
llamado el Buda. Atravesé el Nepal. Navegué por el Indus y
conocí los misterios
de la tradición brahmánica. Anduve luego por toda la
Persia y aprendí a
venerar el puro fuego bajo la forma divina de Ormuz. De
allí vine
peregrinando a Babilonia para conocer el secreto ritual de los astros...
Los ancianos
sacerdotes escuchaban atentamente el breve relato de
Pitágoras y lo
contemplaban con creciente interés.
Zar-Aadas, el
venerable anciano que le dirigiera la palabra insistió,
después de un momento
de reflexión:
— ¿Puedes justificar
ante todos nosotros el fruto real de lo conseguido
en tus
peregrinaciones?.
Entonces Pitágoras,
sin decir palabra, serena y decididamente, dejó caer
con un leve
movimiento de los hombros la capa que lo cubría, abrióse la
túnica con ambas
manos, y mostró, colgada sobre su ancho pecho desnudo, la
cruz ansata de oro,
la enseña de los iniciados egipcios.
Al verla, todos los
ancianos sacerdotes se levantaron de su sitial y se
acercaron a Pitágoras
inclinándose ante él reverentemente.
Y el más noble de los
ancianos le dijo con voz solemne:
— Hermano, ningún
secreto del rito te puede estar vedado. En adelante,
este templo será tu
morada. Contigo compartiremos el pan, el estudio, el
recreo y el trabajo.
Tuya será nuestra sabiduría.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
40
∴
En la madrugada del
día siguiente, después de tomar su ablución
purificadora,
Pitágoras meditaba en la celda apacible que le había sido
designada en la
comunidad de sacerdotes del templo de Baal.
Alguien llamó
suavemente a su puerta. Abrió. Ante él se hallaba su
antiguo discípulo y
amigo.
— Tengo orden de los ancianos
— díjole — de hacerte los honores de
la mansión del dios.
¿Quieres seguirme?.
Pitágoras se dispuso,
de buena gana, al matinal recorrido. Y siguió
complacido a su guía
por las distintas dependencias del templo.
Atravesaron el patio,
ya conocido de Pitágoras, los corredores y
estancias de la
víspera y llegaron a la amplia sala de ceremoniales, toda
bañada de suave luz
verdosa.
— Esta gran nave
abarca toda la planta baja del edificio. Es, como si
dijéramos, el lugar
de concreción, de cristalización de la doctrina secreta de la
religión caldea. Por
ello, hablando en vuestra lengua y según la clasificación
griega, se halla bajo
la advocación de Cronos, el planeta Saturno. Sin él,
ninguna ceremonia
sería posible. Es el gran realizador. Este planeta da el tono
musical medio de la
escala septenaria y el color correspondiente a la tierra, el
mundo de realización,
también para nosotros, los encarnados. La música que
oíste ayer y que
emanaba de siete tubos medidos según el número de cada
entidad planetaria,
estaba acordada al diapasón de este planeta. La magia del
sonido es una de las
grandes palancas para el levantamiento espiritual de las
almas y es aquí
adecuadamente empleada. En cuanto al color verde que aquí
predomina consagrado
al mismo planeta, tiene concomitancias con el tono
cromático de nuestra
tierra contemplada a distancia, desde el espacio.
Después, Pitágoras y
su acompañante ascendieron por una obscura
escalera interior, al
piso inmediato.
En el edificio enorme
de siete cuerpos superpuestos y escalonados que
era el templo de
Baal, aquel estadio que se hallaba al ascender, representaba el
segundo peldaño de la
séptuple gigantesca escala.
Una gran terraza
rodeaba el muro cuadrangular, esculpido de metopas
con bajo-relieves entre
verticales estrías de ladrillo cubierto de estuco rojo.
Los corredores y
salas interiores se hallaban también decorados y tapizados a
base del mismo color.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
41
Estos son los
dominios de vuestro Ares, el planeta Marte que preside las
guerras, las luchas,
las conquistas, los esfuerzos, los impulsos, los deseos.
Aquí tienen lugar las
pruebas de carácter marciano a que se somete al neófito,
aspirante a nuestros
misterios. Algún día comprobarás el mecanismo interno y
externo de tales
pruebas adaptadas a esta raza y a su misión. Si el piso inferior
representa lo denso,
lo material, éste simboliza el mundo emocional o astral.
De allí ascendieron
juntos al piso inmediato superior, cuya área era
proporcionalmente más
reducida por el perímetro circundante de la segunda
terraza que lo
rodeaba.
El tono dominante era
el amarillo. A la luz matinal, las paredes, de
revestimiento
cerámico, ofrecían una grata y alegre reverberación a la vista. El
interior era
extraordinariamente luminoso. Los claros muebles de madera de
limonero y olivo se
hallaban incrustados de metal dorado y de piedras
semejantes al ámbar y
al topacio. Había, a lo largo de la habitación central,
unas largas mesas
rodeadas de sillares. Las paredes se hallaban cubiertas de
altos armarios a la
sazón cerrados.
— Este tercer estadio
— comenzó el guía de Pitágoras — se halla
consagrado a Hermes,
el planeta Mercurio, el que rige los dominios de lo
mental. Este
departamento se halla destinado a biblioteca y sala de lectura.
Todo cuanto se
refiere al estudio y la investigación, a la enseñanza oral y al
desarrollo del
intelecto de los neófitos, se centraliza aquí. En estos profusos
armarios, llenos de
estanterías hallarás, si te interesa consultarlos, los famosos
“Oráculos Caldeos”,
la auténtica tradición cosmogónica; el “Libro de los
Números”, mentor de
todo nuestro ritual astrolátrico y la suprema teofanía de
los genios
planetarios según las siete claves de comprensión... Además, podrás
releer si lo deseas,
en el decurso de tu estancia entre nosotros, en lengua
caldaica, los
cuarenta y dos libros de Toth-Hermes, la profunda liturgia
egipcia, la herencia
de los viejos atlantes. En estas estanterías se hallan los
libros sagrados de
todas las religiones antiguas y modernas.
A invitación del
maestro de coros, subieron ambos el siguiente tramo de
la escalera central.
Se hallaban ahora en
el piso azul.
— Este departamento
se halla bajo la advocación de vuestro Zeus
menor, el espíritu
planetario de Júpiter. El influjo de este lugar opera sobre lo
intuitivo o mente
superior del individuo. Es también el estadio del amor en su
sentido religioso, de
la simpatía, de la fraternidad. Desde aquí operan los
sacerdotes sanadores,
en las horas propicias, sus curas mentales. Aquí tienen
lugar las
comunicaciones telepáticas a distancia.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
42
Es también lugar
consagrado a lo devocional, a la contemplación
interior para el que
así lo prefiera. Aquí halla el adepto su dimensión
verdadera, su extensión
en sus semejantes, la unión con el todo.
El piso inmediato
superior, la quinta estancia en elevación, era de color
índigo.
Desde la terraza, a
primeras horas de aquella mañana fresca y pura,
tenían las paredes el
mismo color del cielo.
— Esta es la mansión
del arte y de la belleza consagrada a Afrodita,
vuestra
personificación del planeta Venus — dijo el maestro de coros. Y
sonriendo, añadió con
visible satisfacción. — Son mis dominios. Aquí
ensayamos las danzas,
los corales, la poesía, el canto y la música vinculadas a
los rituales de la
planta inferior. En mi especialización, mucho debo a tus
antiguas lecciones.
Tu recuerdo, tus consejos de entonces han acudido a mi
mente muchas veces.
Tu presencia aquí, tu colaboración, puede sernos muy
útil. Tu condición de
griego te hace especialmente sensible al mensaje de lo
bello y de lo
armónico.
Constituía el piso
una sola aula espaciosa, tapizada con el mismo
delicado tono azul
índigo sobre fondo blanco, representando alegorías de
ángeles músicos y de
genios que volaban y danzaban. Aquello parecía un
cielo. Una gran
alfombra cuyo dibujo era una vasta circunferencia dividida
también en doce
radios con un círculo interior central, llenaba todo el suelo
del salón. Arrimados
a la pared había varios instrumentos músicos: arpas,
tiorbas, sistros,
címbalos, trompetas, tamboriles, campanillas y trígonos
diversos, así como
discos sonoros de varios metales y medidas.
Ascendieron otro
tramo de la interior escalera.
Se hallaban ahora en
la penúltima estancia, la más reducida de las seis
plantas
cuadrangulares.
Era toda blanca, con
un leve matiz violado.
— Es la mansión de
Artemisa, la Luna, nuestra diosa Isthar, la mujer
sagrada vestida de
luz, la madre del mundo, la esposa de Baal. Aquí se
descubre al neófito
una punta de los siete velos que cubren el cuerpo de la
sabiduría. Aquí se
enseña a desprenderse de la envoltura física a voluntad.
Aquí se estudia el
mecanismo de los sueños. En estas estancias se efectúa el
tránsito del plano
material a los mundos invisibles. Isthar es la mediadora. Ella
mantiene con su saber
el lazo plateado que une el cuerpo con el alma. Se
practican también los
rituales metapsíquicos, las metamorfosis en la
transparente materia
estelar, luminosa y blanca que ella preside. El cuerpo en
que actúan los
iniciados es la barca en que ella navega. Este es, en suma, el
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
43
laboratorio de los
mundos sutiles.
Subieron el último
tramo de la escalera.
Desde aquella elevada
terraza, la más estrecha de todas, oteábase en
derredor la lejanía
como a vista de pájaro.
Cerrando la dilatada
perspectiva por oriente, divisábase, más allá de las
verdes riberas del
Tigris, la inmensa codillera lejana del Kurdistán. Por el otro
lado, el aire
transparente y fluido dilataba hasta el infinito la llanura desértica
de Arabia. En torno,
rodeada por su fuerte y famosa muralla, la inmensa
ciudad de Babilonia.
A la plena luz del
sol, las infinitas edificaciones de ladrillo daban a la
urbe, desde aquella
altura, una uniformidad rosada, como si tuviera naturaleza
de flor. El río
Eufrates, ceñido por el canal que partía la ciudad, dibujaba su
contorno obscuro,
viril, y rumoroso.
Más allá del enorme
cinturón amurallado de la ciudad, el río, más claro
y luminoso, se
ensanchaba libre, entre prados verdes.
A la altura de los
dos hombres no había más que la última dependencia
del sagrado recinto.
Era un templete
redondo, rodeado de columnas fingidas y coronado por
una cúpula
semiesférica de oro.
— Hemos llegado por
fin al alto manantial de donde brota toda la vida
del templo y el
mecanismo oculto de su ritual sagrado. Esta es la morada de
Baal, el sol, la vida
de nuestro universo. Desde esta cúspide se ensancha al
descender el flujo
vital que de él mana pasando por sus séptuples
manifestaciones o
reflejos, para desembocar en el mar del mundo — díjole a
Pitágoras el guía. Y
abocándose a la barandilla de la última terraza, señaló a
sus pies la mole cada
vez más ancha del templo, hasta su base máxima.
Era el templete solar
de muros estucados con un tono ocre brillante.
Sobre el dintel
aparecía un gran disco alado. Ante la puerta, como un guardián
permanente, se
hallaba la estatua dorada de un gran león alado con cabeza
humana barbada,
tocada por un alto birrete de bordones circulares.
— Es el símbolo del
iniciado de Baal — continuó el guía, señalando la
extraña figura. — El
cuerpo de bestia representa la constelación del león, la
sede celeste del sol.
Es, también, símbolo del poder y la fuerza del iniciado.
Las alas son propias
del ave sagrada, el ave de la vida y de la inmortalidad, tan
exaltada también por
los egipcios, y los orientales. La tau, la cruz primitiva,
cuya representación
se pierde en la noche de los tiempos, en su más primaria
manifestación.
Entraron. Una música
misteriosa, procedente, de una orquesta invisible,
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
44
llenaba el ámbito
aquel. Sin embargo, el santuario de Baal se hallaba vacío.
Pitágoras no vio en
él más que una amplia mesa redonda de alabastro en el
centro, incrustada de
símbolos en piedras de color y cruzada de líneas
geométricas.
Las paredes eran
lisas, de un vivo color amarillo dorado. En su parte
superior se abrían
numerosos ventanales que seguían la alta comba que
remataba la construcción
y llegaban hasta el nacimiento de la cúpula central.
Viendo que Pitágoras
los contemplaba en torno, díjole el guía:
— Son observatorios
celestes. Con la ayuda de poderosos telescopios se
puede observar desde
aquí, de noche, todos los fenómenos del firmamento.
Aunque rara vez hay
que recurrir a esta índole de investigaciones, ya que los
magos poseen otros
sentidos desvelados que les permiten observar más clara y
directamente, con la
ayuda de cálculos matemáticos precisos, las evoluciones
de los astros y todos
los fenómenos celestes. Pero lo maravilloso de este
recinto es esto — y
el maestro de coros levantó el índice derecho señalando la
concavidad interior
de la cúpula que les servía de techo.
Pitágoras levantó la cabeza
y vio de momento una hondura azul
tachonada de puntos
luminosos.
— Sigue observando —
le advirtió el guía. Entonces, resguardando con
sus manos junto a los
ojos el reflejo luminoso de los ventanales, contempló un
espectáculo
maravilloso. Pequeñas esferas en relieve de distinto tamaño y
color ocupaban un
lugar distintivo en el gran hueco estrellado. Pero lo curioso
era que del
movimiento de aquellas miniaturas de los cuerpos celestes
provenía la armoniosa
música cuyo origen no localizara al entrar, pero que tan
dulcemente hiriera
sus oídos.
— Es la maravilla del
templo de Baal — dijo al suspenso y mudo
Pitágoras el maestro
de coros. — Es el universo en pequeño. Cada uno de esos
globos que ves tiene
su ritmo y marcha propia. Cada astro, según su naturaleza
y su órbita, da su
correspondiente nota musical y su peculiar melodía al pulsar
las cuerdas
invisibles y sonoras del firmamento. Este mecanismo tan curioso,
debido a nuestros
sabios sacerdotes ingenieros, es como un mínimo anticipo
de la coreografía y la
música de las esferas que en sus éxtasis puede oír el
iniciado en toda su
indescriptible realidad. Pero notarás algo que llamará tu
atención de culto
observador. Si nuestra religión esotérica considera el sol
como centro de
nuestro universo, y así consta en nuestro ritual y en nuestra
secreta teofanía,
aquí ocupa el lugar central y fijo el astro que habitamos. Mira
el mapa celeste de
proyección — continuó, señalando ahora la circunferencia
representada en la
mesa de centro de alabastro —. El geocentrismo es
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
45
necesario para la
práctica operante de toda teurgia astrológica que es la que
nosotros empleamos.
No se puede actuar espiritualmente en tal sentido sobre
ningún individuo si no
se conoce su filiación astral, la posición exacta de los
astros en el instante
de nacer en este mundo. Entonces el individuo en cuestión
se convierte en el
centro del universo. Lo mismo ocurre al estudiar los
fenómenos históricos
o geológicos. Para escrutar los arcanos del porvenir, se
hacen aquí, sobre
esta mesa, los horóscopos, a base de piezas movibles
superpuestas en este
completo diseño zodiacal con planos y medidas. Las
posiciones
planetarias exactas las da este mecanismo asombroso de la
cúpula...
Pitágoras contemplaba
aquella obra de ciencia o de magia con reverente
silencio. Su alma
veía entonces con más claridad las iluminadas perspectivas
de sus estudios entre
los magos astrólogos del templo de Baal. Sus ojos
afanosos brillaban
contemplando simultáneamente los signos de la mesa y la
estrellada cavidad
azul de la cúpula.
El maestro de coros
dijo, satisfecho, después de una larga pausa:
— La morada material
del dios solar ya no guarda secretos para ti.
Pitágoras pensó
entonces, lleno de esperanza, en las últimas palabras del
anciano sacerdote:
“Tuya será nuestra sabiduría”.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
46
V.-
GRECIA
En
el Mar — Remembranzas — Otra Vez Samos —
Encuentro
de la Madre — Tiranía de Polícrates — El
Emigrado
— Creta —Esparta — Eleusis — Atenas — Delfos
— La
Ruta del Sol.
esde la desembocadura
del Meandro, costeando el litoral asiático,
se abarcaba, con
todos sus pormenores, el perímetro de la Isla de
Samos desde el sur.
En la parte oriental,
muy cercana a la costa del continente, aparecía la
mancha blanca de la
ciudad como una media luna recostada a orillas del mar.
Cuando la nave, más
arrimada a la tierra continental rozaba con su
quilla las sirtes del
río, el alto y avanzado promontorio de Micale, con su gran
templo de Poseidón,
patrimonio de toda la federación jónica, parecía
constituir, por su
proximidad, parte de la Isla.
De pie, apoyado en el
mástil central, sobre el albo fondo de la vela
inflada, Pitágoras
creyó un instante rememorar, desde lo más lejano e
impreciso de sus
recuerdos, aquella misma visión.
¿Era un vago atisbo
de su temprano viaje a la tierra de sus mayores
cuando por primera
vez contemplara desde el mar la isla en brazos de su
nodriza o de su
madre?.
En plena madurez,
sazonado de conocimiento y de experiencias,
retornaba ahora al
hogar paterno.
Su pensamiento se
anclaba retrospectivamente en las causas ocultas de
su retorno a las
tierras de Grecia. Veía mentalmente a toda la comunidad de
los sacerdotes de
Baal congregada para despedirle. Y le parecía oír aún el eco
profundo de la voz
profética del gran anciano: “He leído tu horóscopo. Los
astros anuncian el
comienzo de tu gran misión en el mundo. Bajo tu guía y tus
enseñanzas, esperan a
Grecia muy altos destinos. Sigue, tanto en lo interno
como en lo externo,
la ruta del sol. En el gran templo de Tiro, en tierra fenicia,
nuestros hermanos te
develarán otro fragmento del misterio que cubre a Isis-
Astarté, la diosa
velada, la sabia naturaleza. Luego tu genio te conducirá. Aún
puedes aprender de tierras
helenas. Hay semillas allí que fructificarán en el
decurso de tu obra
futura. Ve, hijo mío. En todo momento te acompañará
D
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
47
nuestra bendición”.
¡La bendición de los
magos le acompañaba!...
De pronto, sintió
incrementada su confianza. ¿Qué sino le aguardaba
allí, en la isla que
le vio nacer, la de sus primeros recuerdos?.
Después de sus largos
viajes, de sus prolongadas estancias en tierra
extranjera, sentíase
unido y a la vez ajeno a todo lo personal y externo. El
fenómeno de vivir no
tenía para él significado más que como ofrenda a la ley
divina que regía la
evolución. Era ya el hijo, el hermano del universo.
Sin embargo, el
súbito atisbo de aquel temprano recuerdo de su niñez le
devolvió, en cierto
modo, su personalidad anterior.
¿Qué sería de sus
padres, de sus parientes y amigos, de sus primeros
maestros?.
Recordó entonces, con
extraordinaria lucidez, la imagen de su madre tal
como la viera en la
aparición de aquella noche inolvidable de Naucratis.
Luego cerró los ojos
y no pensó en nada. Prefería obedecer, como el
viento que hinchaba
la vela, a las remotas causas del bien que guía nuestra
existencia. El
también, como la nave, era llevado...
Entonces le invadió
una ternura honda, sin imágenes, serena e infinita.
Y se afincaba en
aquel transfondo, sólidamente cimentado, de su vigorosa
personalidad.
Samos se iba
aproximando. La blanca ciudad se reflejaba ya
nítidamente, como
miniatura de sí misma, en el agua quieta, en torno a la
bahía azul.
Cuando la nave
fenicia replegó velas, próxima al puerto, distinguió
Pitágoras claramente,
en la cima del bosquecillo familiar, la fina silueta del
pequeño templo que su
padre elevó a Apolo en recuerdo de su viaje a Delfos,
antes de que él
naciera.
Nadie sabía su
llegada. A nadie reconoció al desembarcar entre la
muchedumbre que se
apiñaba en el muelle. Todos lo miraban como a un
extranjero.
Tomó la avenida
principal del Agora. Paseó un rato por los pórticos que
velaran sus primeras inquietudes
y bajo cuyas arcadas resonó el eco de su
palabra temprana.
Luego ascendió por una calle en rampa que conducía a los
aledaños de la parte
occidental de la ciudad donde se hallaba emplazada la
morada paterna.
La fachada familiar
apareció por fin, algo deteriorada ya, casi oculta por
los cipreses crecidos
y las nuevas acacias.
Llamó a la puerta.
Una joven esclava le abrió. — ¿Vive aquí Mnesarco,
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
48
el mercader de joyas?
— díjole Pitágoras.
— Extranjero,
Mnesarco hace años que murió. Pero está su esposa
Partenis y una
hermana suya.
Tenía ese
presentimiento. Dominó su emoción al instante. Sin embargo,
su voz temblaba
levemente cuando dijo a la esclava:
— Dile a Partenis que
está aquí Pitágoras.
Al oír este nombre la
muchacha lanzó una exclamación y desapareció
hacia el interior de
la casa.
Pitágoras entró tras
ella. Atravesó la sala del umbral, el comedor
conocido y al abrir
la puerta encristalada que daba al vestíbulo del patio, vio
que corría hacia él,
insegura y tambaleante, una anciana con los brazos,
tendidos.
— ¡Madre! — exclamó
Pitágoras, adelantando unos pasos. Madre e hijo
se unieron en un gran
abrazo.
Partenis ahogaba el
llanto, sin decir palabra. Su cuerpo, menguado por
los años, parecía más
leve e insignificante, pegado a la recia corpulencia del
hijo maduro.
A las voces de la
joven esclava, fueron acudiendo la hermana de su
madre, un poco más
joven que ella, los esclavos, los vecinos.
Pitágoras, en
posesión de un gran dominio de sí mismo, apartó
suavemente a su madre
y la contempló un instante. Fue reconstruyendo
ávidamente aquel
semblante marchito, pero todavía noble y hermoso.
A través del velo de
las lágrimas recordó, bajo la gran mata del pelo
cano, aquellos
hermosos ojos, siempre presentes a su imaginación a cada luna
llena. Nunca había
dejado de evocarlos, a lo largo de su peregrinación, con
tierna fidelidad.
Partenis le habló
entonces con una dulce y lejana vocecita de niña:
— Hijo mío, sabía que
volverías... Sólo yo lo sabía. Nunca dudé de que
volverías. Cuando mi
esperanza decaía, el coloquio silente de la luna llena me
renovaba cada vez la
fe. Vivía con la esperanza de volverte a ver. No quería
morir sin
estrecharte, de nuevo, en mis brazos...
Pitágoras se instaló
en su antigua morada llenando el deprimido
ambiente de nueva
alegría. Sentía hacia su madre el deber de aquella especie
de renovada
infantilidad. Día a día, la veía rejuvenecerse bajo su mirada.
— Precipitaron la
muerte de tu padre dos amarguras — le decía su
madre —. Tu ausencia
y la creciente tiranía de Polícrates.
Supo que su primer
maestro, Hermodamas, vivía aún, viejo ya, solo y
enfermo, perseguido
por el tiránico régimen. Lo fue a visitar.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
49
— Siento una inmensa
alegría de volverte a ver, Pitágoras — le dijo el
pedagogo, con voz
débil y opaca. — Pero no debiste volver. Hoy no gobierna
la isla un legislador
griego, sino un sátrapa asiático. Polícrates se ha
convertido, por su
ambición, en el más cruel de los tiranos. Imperan ahora la
inmoralidad y el
vicio entre las clases pudientes y la miseria más espantosa
entre los humildes.
El terror ata todas las lenguas. La cultura decae. ¿Qué vas
a hacer en un país
donde no hay justicia, ni clemencia, ni libertad?. Hacia
occidente, camino del
sol, todavía Grecia conserva sus tradiciones libres...
Aquellas palabras le
parecieron a Pitágoras una confirmación del
dictado que le
conducía. Parecían un eco de las últimas palabras del anciano
sacerdote de Baal.
Realmente, un hombre
de la categoría de Pitágoras, investido
conscientemente de
una misión, no podía morar mucho tiempo en una isla
opresa.
Una noche tuvo un
sueño decisivo. Soñó que él era un ave blanca. Se
vio planear en el
aire, como impulsado por un poder invisible hacia el oeste,
siguiendo al sol.
Vióse dejando tras sí la isla de Samos, cada vez más pequeña
desde su creciente
altura. En su raudo vuelo sobre un mar de menudas islas,
vióse rozar la tierra
ancha del Ida en Creta; luego la península del Peloponeso,
atravesar el istmo de
Corinto, bordear el golfo y lanzarse como una flecha por
el mar Jónico en
derechura a un ancho golfo de tierras lejanas e ignotas. Una
voz le decía
entonces: “Aquí está tu nido”. Y despertó.
Trató de coordinar el
significado de aquel sueño. Y decidió seguir la
insinuación del hado.
Antes, empero, quiso
llevar a cabo un último intento. Fue a ver a
Polícrates, el viejo
tirano. Su semblante se había endurecido como si fuera de
piedra. Lo recibió
indiferente. Pitágoras puso en juego ante él su gran poder de
energía y
convencimiento para llevarle otra vez por la senda del buen
gobernante, amado de
sus súbditos. En un momento de vislumbre, frecuente
en él, le predijo al
tirano su trágico fin.
Pero se dio cuenta de
la falta de responsabilidad en aquel hombre
representativo y en
los que lo rodeaban. El engranaje de aquel pequeño estado,
antes feliz y
floreciente, estaba enmohecido. Nada podía hacer.
Le advirtieron de que
se preparaban posibles reacciones en su daño.
La idea de la partida
se le ofreció entonces como única conjetura.
Inmediatamente pensó
en su madre. ¿Qué decisión tomaría?. Su destino,
en aquel momento, le
parecía estrechamente vinculado al de ella. Y le habló
así:
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
50
— Deberíamos emigrar,
madre. Deberíamos liquidarlo todo, abandonar
esta isla y buscar
más propicia morada por las tierras libres de occidente.
— Hijo mío, — repuso
con calma Partenis. — ¿Dónde iré yo con mis
años?. Sé que no es
este lugar adecuado para ti. No podrías moverte ni actuar
sin convertirte en
blanco del odio de los que mandan. Si tu misión es alejarte,
sólo te pido una
cosa: que mi amor no te retenga un día...
La anciana pronunció
aquellas palabras haciendo un inmenso esfuerzo.
Pitágoras lo
comprendió. Y decidió abandonar el hogar y el país
imperceptiblemente,
en silencio.
La ocasión no se hizo
esperar. Una nave mercante, propiedad de un
antiguo amigo de su
padre, zarpaba dentro de poco con mercadería destinada a
Creta. No le fue
difícil lograr pasaje.
Embarcó una madrugada
de las postrimerías del largo verano jónico.
El viento norteño, el
Bóreas, soplaba fuerte a primeras horas del día.
Entonces era preciso
un piloto experto para conducir la nave veloz por
entre el dédalo de
islotes que afloraban en la superficie del mar Egeo.
Si el periplo de la
nave era corto, de una jornada, el Noto, el viento sur,
la empujaba de noche
devolviéndola indefectiblemente, en dirección opuesta,
al puerto de origen.
Cuando la ruta se
prolongaba varias jornadas en dirección sur, era
preciso, al fenecer
el día, oponerse a fuerza de remos al impulso del viento
contrario.
De este modo, al cabo
de varios días de feliz navegación, arribó el navío
en que viajaba
Pitágoras al antiguo puerto de Gnosos, capital de la gran isla de
Creta.
El aire salubre, la
tradicional bonhomía de los cretenses, su riqueza,
temperada por una
justiciera legislación, que a todos los ciudadanos favorecía,
su orden confiado,
reconfortaron material y espiritualmente a Pitágoras.
Por una de estas
curiosas disposiciones del buen hado que tan
ostensiblemente actúa
para ciertas almas formadas, especialmente en el
decurso de los
viajes, hizo allí en seguida amistad con Epiménides, poeta y
sacerdote, a la sazón
mentor espiritual de la isla.
Bajo su guía y
protección, le fueron abiertas, como iniciado, las puertas
secretas del famoso
ádito subterráneo de Zeus, y conoció sus severos
Misterios.
Ascendió al Monte Ida
y los dáctilos, los sacerdotes danzantes idanos,
le dieron a conocer
sus ritos rítmicos catárticos, la música y los himnos, así
como los aromas
consagrados, como la famoso planta cretense dictina, que
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
51
ejercía su
trascendente influjo sobre los centros nerviosos y ocultos de los
presentes. También
conoció allí el mecanismo y el entrenamiento de las
purificaciones
cíclicas que él adoptaría más tarde en su sistema de pedagogía
integral, en el
Instituto de Crotona.
De labios del anciano
aprendió Pitágoras las sabias leyes de Minos, su
antiguo rey, famoso
legislador y padre de la organización social de los estados
griegos.
En las misiones
sacerdotales del anciano, pudo comprobar Pitágoras el
poder actuante de la
virtud cuando se une a un profundo conocimiento y
dominio de las leyes
ocultas de la naturaleza.
Vio por sí mismo
aquellos hechos que la fama le atribuía: el ejercicio de
su voluntad sobre los
elementos desviando el curso de las tempestades,
impetrando con éxito
las lluvias en tiempo de sequía, purificando lugares,
cortando epidemias,
sanando enfermos y sobre todo, derramando a manos
llenas, a todas
horas, el influjo benéfico de su magnetismo personal.
El estudio de la
legislación cretense despertó el máximo interés en
Pitágoras. Llevaba,
como una herida en el alma, el reciente ejemplo del cruel
desgobierno de Samos.
Por ello ansiaba llegar a las causas esenciales del buen
gobernar y buscaba
afanosamente el enlace, las concomitancias de aquellas
justicieras leyes del
divinizado monarca isleño con las prácticas de la
purificación y la
cultura de los gobernados.
Llegó a la conclusión
de que, sin el fundamento de una bien asentada
moralidad, sin una
línea espiritual prefijada y sin la voluntaria aceptación de
sus beneficios, no
podía haber auténtico ejercicio legislativo.
Decidido a llegar a
una completa experiencia práctica y a ampliar sus
conocimientos en tal
sentido, surcó de nuevo el mar rumbo al continente.
Al doblar la curva de
la costa occidental de la isla de Citera, rica en
pinares y rosaledas,
aparecía, profundo y cerrado por la pinza de dos recios
acantilados, el golfo
de Laconia, al sur del Peloponeso.
Desde Cidón, lugar
donde desembarcó Pitágoras, se dirigió, como en
cumplimiento de un
rito tradicional, a la verde y cercana desembocadura del
Eurotas a cuyas aguas
debía el pueblo espartano, según antigua fama, el
temple y la
fortaleza.
Se zambulló en sus
ondas frescas y luego remontó el curso del río por
sus bien cultivadas
riberas hasta llegar a Esparta, la capital de la Laconia, que
daba la gente más
dura y disciplinada de toda Grecia.
Alzábase la limpia
ciudad en un inmenso valle, a la vera del río, y a la
sombra de la alta
cordillera que presidía el Taigeto, de nevada cima.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
52
La “honda
Lacedemonia” era famosa por su severa legislación, desde la
justiciera regencia
de Licurgo.
Las leyes de Minos se
habían hecho más viriles al enraizarse en el suelo
duro y ferruginoso de
Esparta.
Allí encontró
Pitágoras la mayor igualdad en las clases sociales. Todo
hombre poseía la
formación guerrera. Todo tendía a alejar a sus habitantes de
la molicie y el
afeminamiento. Licurgo quiso una raza sana, vigorosa y
resistente. Y para
lograrlo, hizo obligatorio el más duro entrenamiento de la
juventud, tanto
hombres como mujeres.
Nunca había
contemplado Pitágoras doncellas como las espartanas. Casi
desnudas, pero
castas, de carnes ceñidas y ágiles músculos, doradas por el sol,
templadas por los
elementos, alegres y sanas de cuerpo y de espíritu, eran las
ideales progenitoras
de aquellos varones fuertes, invencibles, de tan alabado
tesón y resistencia.
Licurgo hizo de los
espartanos más destacados, cualquiera fuese su
cuna, una oligarquía
de aristócratas. Parceló el país en porciones iguales.
Obligó a celebrar las
comidas en común. La riqueza se hallaba
equitativamente repartida.
El trabajo tenía preeminencia ante la ociosidad y el
lujo. El estado
intervenía en todo, pero cada ciudadano tenía conciencia de que
participaba en el
gobierno.
Con su fino instinto
de catador de ambientes, pudo valorar Pitágoras los
elementos cualitativos
de aquella organización, acaso excesivamente rigurosa
y unifacética, que
daba preeminencia a la disciplina y a la formación militar
común, pero que
ofrecía posibilidades de adaptación magníficas en un ensayo
de estado ideal bajo
altas directrices pedagógicas, que se iba perfilando en su
mente de noble y
audaz creador. De Esparta, le admiró, sobre todo, el fruto
moral del método de
gobierno, el fraterno clima colectivo, la sobriedad, rica
en valores internos y
el estoicismo de sus habitantes.
Eran un ejemplo, el
de los espartanos, único en la historia. A los ojos
sagaces de Pitágoras
aparecían sin embargo aquellas grandes virtudes como un
arma de dos filos.
Calibró hasta dónde se puede llegar con el hábito de una
selección racial, una
férrea disciplina y el encauzamiento del esfuerzo
colectivo. Pero
también lo que tiene ello de posible contención de los valores
espirituales, de todo
cuanto nace de la contemplación de un clima de belleza y
de amplitud mental
libremente asimilado.
Su naturaleza de
jonio, soñador y dulce, le permitían considerar como
espectador las
características de aquel pueblo admirable y redondearlas y
pulirlas con un alto
y completo criterio de iniciado.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
53
Antes de abandonar el
Peloponeso visitó Pitágoras en Flios a uno de sus
más notorios
monarcas, Leontes, quien al conocer su gran interés por los
sabios temas, acogió
a Pitágoras como a un huésped de honor.
El ilustre samio
halló en aquella alma condiciones propicias para la
expansión de sus
elevadas teorías. Departió con él a propósito de profundas
verdades, de su
concepto del hombre y de la vida, aprendidos a través de
largas experiencias y
profundas meditaciones.
El interés de Leontes
crecía ante la elocuencia de su interlocutor.
— Pocas veces depara
la vida el honor de hospedar a un sabio como tú
— díjole, admirado.
— Yo no soy sabio,
sino sólo “amante de la sabiduría”. Llámame, pues,
filósofo
— replicó Pitágoras.
— Nunca había oído
semejante palabra — contestó con súbito
entusiasmo el rey. —
En verdad que con esta nueva definición sumas al
conocimiento posible
de la sabiduría, la gran virtud de la humildad. Muchos
he conocido que se
llamaban a sí mismos sabios. Pero nunca a nadie que, con
tales conocimientos,
se diera la simple y bella denominación de enamorado de
la sabiduría. Con
ello, abres sin duda nuevas posibilidades a la investigación
del hombre y del
universo.
Su ansia de aprender,
llevó a Pitágoras a través de la idílica Arcadia, de
valles tiernos y
floridas praderas, propicias al pastoreo. Allí, entre bosques,
naranjos y limoneros,
rodeado de inmensos rebaños de vacas y de ovejas que
pacían al son de las
flautas armoniosas de los pastores, su oído se dulcificó.
Aprendió los
misterios melódicos de la siringa, la flauta de Pan, que imitaba la
música de la
naturaleza. La placentera sencillez de los arcadios halló suave
eco en su alma de
soñador y de poeta.
Continuó su viaje
hacia el norte en carros tirados por yuntas de bueyes,
y llegó a Corinto, la
ciudad que presidía la entrada del istmo del Peloponeso.
De allí pasó a
Eleusis, donde se hallaba emplazado el famoso santuario
consagrado a las dos
grandes diosas Demeter y Perséfona.
La hermandad que
regía tradicionalmente el templo y ordenaba los
Misterios, la familia
de los Eumólpidas, recibió en su seno a Pitágoras merced
a sus probados
merecimientos. Allí conoció la trama secreta de las pruebas y
rituales cósmicos y
naturales, las esencias del mito profundo de las dos diosas,
interpretado según
las claves iniciáticas. Conoció también el revestimiento
espectacular de los
misterios menores adaptados a la comprensión popular.
Era el mes de
Boedromion, la época de las cosechas.
La belleza de los
festejos religiosos que entonces tenían lugar en el gran
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
54
escenario del
Telesterión prendió en el alma de Pitágoras. Aquel lenguaje de
didáctica espiritual
era el más adecuado a la naturaleza de los áticos, los más
finos entre todos los
helenos. Allí se convenció el filósofo samio de la gran
palanca que
representaba la espectacularización de una leyenda de trasfondo
tan humano y
simbólico como era el drama de la madre que perdía a su hija.
Más allá de su
significado trascendental y cósmico, la receptividad de los
espectadores se abría
así a las grandes verdades a través de la plasmación
colectiva del
elemento emotivo.
Una senda de cipreses
enlazaba a Eleusis con Atenas. Por ella anduvo
Pitágoras para
conocer las instituciones del pueblo más culto y refinado de
Grecia.
Su estancia coincidía
con la celebración máxima de los atenienses: las
Panateneas. Toda la
ciudad se agitaba en preparativos con miras a la
apoteósica
celebración. Llegaban a la urbe múltiples extranjeros para
presenciarla.
Llegado el día de la
gran procesión, Pitágoras pudo contemplar el alarde
de organización, el
fasto y la belleza de aquella colectiva ascensión a la
Acrópolis donde se
hallaba el santuario de Atenea, la diosa de la sabiduría,
protectora de la
ciudad.
Precedían propiamente
a la procesión los delegados de todas las
instituciones
públicas a cuyo frente se hallaban los arcontes, con sus fastuosas
vestiduras de gala.
Seguían luego los más hermosos ancianos electos. Tras
ellos, la comitiva
gentil de las canéforas, las bellas doncellas ofrendadoras de
presentes con sus
canastas doradas sobre la cabeza; los representantes de las
ciudades aliadas
portadores de vasos y objetos de oro y plata cincelados; los
atletas con sus
brillantes indumentos a pie, a caballo o montados en sus
cuadrigas. Y
escoltada por los mejores guerreros, la galera sagrada sobre
ruedas en cuyo mástil
lucía el nuevo velo que las vírgenes del Erecteo habían
bordado para la
diosa. A la sagrada carroza seguía el pueblo, muchos de cuyos
jóvenes llevaban disfraces
de faunos y de ninfas y danzaban al son de sus
instrumentos.
Pitágoras contempló
admirado aquella nutrida manifestación pública
que era una síntesis
de las mayores excelencias de los atenienses. Y pudo
comprobar
cumplidamente el gran poder que tenía el fomento entre el pueblo,
del sentimiento
sagrado de la belleza y sus alcances posibles.
Estudió Pitágoras en
los días que siguieron, las costumbres y las
instituciones de
cultura. Frecuentó el teatro, los templos, los gimnasios, los
baños públicos, el
museo, el ágora. Departió con buen número de hombres
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
55
representativos.
Estudió las leyes de Solón que regían la ciudad y que se
hallaban expuestas al
pueblo en la Acrópolis grabadas en columnas giratorias.
Y admiró al gran
estadista ateniense que obligó a que todos los ciudadanos
tuvieran un oficio,
elevando así el trabajo a primer credo público.
El conocimiento de
Atenas representaba para Pitágoras el mayor acicate
entre todas las
experiencias de aquel viaje. La culta capital del Ática era como
la maestra que
cincelaba el bloque en desbaste ya de su labor futura.
Del Ática, el bello
país de las anchas riberas, pasó Pitágoras a Beocia y
bordeando el golfo de
Corinto, llegó a la Fócida. Allí hizo hasta Delfos el
viaje en común con
dos diputados áticos que iban al Concejo de las
Anfictionías, la gran
institución político-religiosa de Grecia.
Durante el resto del
trayecto, que hicieron en ligeros carros tirados por
ágiles corceles, pudo
informarse el filósofo profusamente del funcionamiento
de aquel sin par
organismo administrativo.
Eran las Anfictionías
una confederación de estados y constituían el
estrecho nudo de la
unidad griega.
Dos veces al año, en
primavera y en otoño, cada estado de la
confederación enviaba
a Delfos dos anfictiones o diputados elegidos entre los
mejores ciudadanos.
En la liga anfictiónica se planteaban, debatían y
aprobaban toda índole
de asuntos de interés patrio, desde las mejoras públicas
y los asuntos de
equilibrio económico, hasta las bases éticas y culturales del
país. Allí se
establecían las relaciones políticas y comerciales, de común
acuerdo, con todo el
mundo. El auge, la frondosidad de la civilización griega,
tenía por raíz
aquella tradicional institución vinculada a la común fe religiosa.
Su gran prestigio
provenía de que sus reuniones se celebraban en el recinto del
santuario de Delfos
que era, para todos los helenos, el corazón del mundo.
Bajo la protectora
cercanía del dios de la luz, la inteligencia de los
hombres dispuestos al
mejor servicio de la comunidad, se iluminaba. Los
reglamentos de los
anfictiones eran sagrados como sus votos. Era general
creencia de que en
sus trabajos y acuerdos, intervenía la divinidad.
Después de asistir
como espectador a una de las asambleas
anfictiónicas, visitó
Pitágoras a la comunidad sacerdotal del templo de Apolo.
Allí, Temistoclea, la
famosa pitia deifica, lo acompañó como guía espiritual en
su peregrinación
interna y le confirió el más alto galardón concedido a los
iniciados solares.
Debido a su categoría, se abrieron para él los secretos del
santuario y le fue
revelada la esencia esotérica de la doctrina. Puso él su
interés en conocer el
simbolismo de los ritos, la naturaleza de las pitias, el
mecanismo de los
oráculos y, especialmente, las fórmulas de interpretación
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
56
que le fueron
confiadas.
Antes de despedirse,
hizo Pitágoras renovada ofrenda íntima al dios a
cuyo servicio habían
puesto sus padres su anunciada existencia. En la bella
imagen de Apolo,
reverenció al cósmico sol oculto, el animador de todas las
religiones conocidas.
Aquel dios genérico de
los helenos era el demiurgo, el mismo que vio
adorar en Egipto con
el nombre de Osiris, en la India con el de Krishna, en
Persia con el de
Ormuzd, en Caldea como Baal, en Fenicia como Anu.
Al salir del templo
tomó al azar una de las rutas que conducían al monte
Parnaso, todo
cubierto de olivos, de laureles y de mirtos en flor.
Al pie de una gruta
velada de enredaderas se puso a soñar,
recapitulando la suma
de sus recientes experiencias.
La última lección de
su vida había intensificado en él al artista que
llevaba dentro.
Atenas y Delfos y por último, aquel dulce remanso en el bello
solar de las Musas,
llenaban su solitaria meditación como de ecos musicales y
de visiones
resplandecientes. Formas y sonidos convergían en la síntesis
experimental de su
alma como ofreciéndose a su poder de evocación y de
plasmación. Se sentía
extrañamente, armoniosamente asistido. ¿Le rondaban
acaso las Musas
creadoras?. El, hombre de fe, sabía que era un instrumento de
fuerzas superiores
más conscientes.
Y confió más que
nunca en su destino...
La tarde declinaba
cuando se puso de nuevo en camino por la ladera
occidental de la
montaña.
Unos pastores
conducían sus rebaños al redil al son melodioso de sus
flautas.
Se detuvo y contempló
el horizonte. Se ponía el sol. Una gran paz se
extendía sobre el
mundo.
¿Dónde le conduciría
ahora el dios de la luz?. ¿Hacia dónde dirigiría el
vuelo el ave agorera
de su sueño?.
Debía seguir la ruta
predestinada; la del sol. Siguió andando al azar por
las veredas
occidentales de la montaña.
A las últimas luces
del día, contempló la soberbia perspectiva del largo
canal que cerraba el
golfo de Corinto y a lo lejos, el mar Jónico, ancho e
inmóvil, de un rosa
metálico, como una plancha de cobre bruñido por las
nubes grana del
poniente.
Al final del golfo,
del etoliano puerto de Calidón, salían las naves hacia
la Magna Grecia.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
57
VI.-
EL INSTITUTO PITAGÓRICO
Sibaris
— Crotona — La Primera Siembra — El juicio —
Defensa
de Pitágoras — El Montecillo de las Musas —
Erección
del Edificio Escuela — Los Primeros Pitagóricos.
e todas las colonias
griegas de occidente, era Sibaris el más
codiciado mercado de
la Grecia metropolitana.
El lujo más
desenfrenado imperaba en la urbe italiota de la Magna
Grecia cuando
Pitágoras descendió del navío y puso pie en los atiborrados
muelles de la ciudad.
La vida fácil, el
gobierno tolerante y democrático, la fertilidad del suelo,
la prosperidad de
todas las fuentes naturales de riqueza y, sobre todo, la
afluencia de
extranjeros ricos atraídos allí por la placidez y benignidad del
clima, coadyuvaron a
fomentar la molicie y el vicio.
Se advertía en las
gentes esa elegante condescendencia que justifica
todo desenfreno. Y
como corolario de la laxitud propia de la hartura, un
escepticismo
creciente. La religión era relegada a sus formas más
superficiales. El
materialismo imperaba.
Pitágoras no podía
adaptarse a aquel ambiente impuro. Trató por todos
los medios de
analizar, a través de su percepción más sutil, las posibilidades
de reacción del medio
a su alta doctrina. Y llegó a la conclusión de que toda
semilla caería en
terreno estéril.
Decidió seguir su
peregrinaje bordeando el litoral del sur de la
floreciente península
itálica.
Llegó a Crotona, la urbe
más próxima, pareja a Sibaris en importancia y
riqueza.
El golfo de Tarento
dibujaba, con sus playas de oro, una amplia curva
precisa sobre el azul
profundo del mar Jónico.
El cabo Laciniano,
próximo a Crotona, resguardaba a la ciudad de las
tormentas marinas.
Todo era apacible allí; el aire, el mar, el carácter de las
gentes.
Las tierras verdes,
bien regadas por canales y riachuelos, ofrecían
cultivos ubérrimos.
El suelo se hallaba bien repartido entre los crotoniotas. La
hermosura de los
paisajes, las necesidades colmadas y el buen gobierno,
D
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
58
contribuían a la
bondadosa índole de sus habitantes.
Pitágoras pensó que
no era en vano la fama que pregonaba que el último
de los crotoniotas
era el mejor de los griegos.
Su tradicional
hospitalidad y sus virtudes naturales captaron desde el
instante de la
llegada, la voluntad de Pitágoras.
Si bien iba cundiendo
allí el ejemplo de los sibaritas, la afición al lujo y
a la molicie, los
habitantes de Crotona eran más sencillos y más puros que
aquéllos y sentían
inclinación natural por las cosas del espíritu.
Pitágoras percibió
claramente que era aquél el ambiente propicio a la
expansión de su
doctrina.
El emplazamiento y
hermosura de la ciudad le cautivaron. Doquiera
hallaba Pitágoras
caras risueñas y amables ofrecimientos. El aire salobre le
llenaba de vitalidad
y de optimismo.
Decidió instalarse en
Crotona. ¡Por fin el ave blanca de los altos
destinos había
hallado el nido de sus sueños!.
Se mezcló entre todos
los estamentos sociales y sembró en ellos a boleo
sus enseñanzas. En
todas partes eran bien recibidas.
Poseía Pitágoras
sobresalientemente las cualidades que más admiraban
los crotoniotas: la
hermosura, el talento y la sencillez unidas a una
extraordinaria
simpatía.
Cautivaba con su don
de gentes. Fue pronto atraído, por sus raras dotes
oratorias, en los
medios intelectuales y rectores. Su prestigio crecía día a día.
Entonces pensó en dar
forma concreta a la suma de experiencias de su
pasado y al plan
formulado para adaptarlas a la idiosincrasia helena. Era
llegada la hora de
intentarlo.
Un día reunió a las
mujeres en el templo de Hera Lacinia, que se alzaba
en la punta del
acantilado próximo, a la vera del mar.
Inspirado por el
genio de su misión, habló a las crotoniotas de la
necesidad de que
abandonaran el nefasto ejemplo de las sibaritas. Díjoles que
la belleza verdadera
dimanaba de la pureza y de la sencillez. Que la elegancia
reposaba en la
armonía de todas las cualidades desenvueltas y apropiadamente
aplicadas. Que el
mayor atractivo de la mujer era su bondad unida al cultivo
de su inteligencia.
Despertó al numeroso auditorio femenino el ansia ferviente
de regeneración a
través de un lenguaje cálido y convincente y las persuadió
de las ventajas del
estudio y del trabajo, fuentes de sana alegría, alejándolas
así de la vagancia,
madre de todos los vicios. Con gran elocuencia, las
responsabilizó de la
alta misión de la mujer en la sociedad, especialmente a
través de la
maternidad consciente. Por fin, las instó a la renuncia de tanto
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
59
adorno superfluo a
trueque de las más valiosas galas del espíritu.
Las mujeres
escuchaban con religiosidad y creciente interés a aquel
original predicador que
desvelaba ante sus ojos con inusitado colorido, el
panorama de una nueva
vida más completa, más feliz y hermosa.
Ganadas por los
postulados pitagóricos, hicieron allí mismo,
colectivamente,
ofrenda de sus joyas a la diosa. Y prometieron a Pitágoras su
ayuda para toda obra
en que tratara de poner en práctica los ideales expuestos.
Prosiguiendo la línea
trazada, reunió otro día a los hombres en el templo
de Apolo. E invocando
la luz de la inteligencia al dios solar, les instó, con
verbo viril,
entusiasta y vibrante, a que abandonaran las tentaciones
materiales, a que se
apartaran de la crápula, de la vida muelle y vana, de la
codicia y del afán de
atesorar riquezas en detrimento del equilibrio social y del
bienestar de sus
conciudadanos. Hizo un llamamiento a la generosidad en
todas sus formas. Les
aconsejó la práctica de los principios morales y
religiosos pero en
forma racional e inteligente. Estimuló en ellos el ansia de
instruirse y al mismo
tiempo, de practicar los métodos de una cultura física
integral basada en el
acrecentamiento de la fuerza, de la resistencia y de la
belleza. Y por encima
de todas estas consecuciones, les aconsejó el
desenvolvimiento de
las facultades espirituales.
Desde entonces, el
prestigio de Pitágoras creció de tal modo que,
dondequiera que se
hallara, iban a su encuentro gentes de todas las categorías
para solicitar su
orientación o para recabar su consejo y ayuda.
Esta fe general que
iba despertando, aumentaba en su persona el
magnetismo radiante
que poseía ya en tan gran medida. Un halo de simpatía y
de confianza le
rodeaba. Era ya el ídolo de Crotona, el mentor de elección
espontánea, popular e
indiscutible.
No dejaba esto de
inquietar a los gobernantes y a los sacerdotes quienes,
desde la aparición de
Pitágoras, sentían en cierto modo menoscabada su
representación,
menguada su autoridad.
Llegaron algunos a
atribuir a aquel extranjero que irrumpía de tal
manera en la vida
pública, aviesas intenciones. Podía ser un ambicioso de
poder que enmascaraba
sus propósitos con apariencias filantrópicas.
Y acordaron pedirle
cuenta pública de sus intenciones.
El solo anuncio de
este acontecimiento soliviantó los ánimos de los
ciudadanos que tantos
beneficios allegaban de él.
Todo el pueblo de
Crotona acudió a la interpelación del sabio jonio.
Llegado el día
anunciado, compareció Pitágoras ante la tribuna en que
se hallaban
representados todos los organismos de gobierno de la ciudad.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
60
Seguro de sí mismo,
sonriente y sereno, confiado en el alto poder en
cuyo nombre obraba,
esperó a que le interpelaran.
Cuando se hizo el
silencio, el primer magistrado se levantó y dijo,
dirigiéndose a
Pitágoras:
— El concejo que
regenta esta ciudad y su sacerdocio, cuyos
organismos en este
instante represento, se ve precisado a pedirte detallada
cuenta de tu
proceder. ¿Qué te propones con tus reuniones y tus prédicas a la
juventud de Crotona?.
¿Qué fin persigues?.
Pitágoras respondió
con su misma sencillez, concisión y seguridad
proverbiales,
dirigiéndose, ora a sus jueces, ora a la excitada multitud
congregada:
— Erráis vosotros,
investidos de cargos rectores, si suponéis que intento
socavar vuestra
autoridad irrumpiendo en vuestras funciones de legítimo
gobierno. No
ambiciono cargos, no deseo suplantar a nadie, sino llenar mis
deberes de ciudadano
del mundo.
Si sois capaces de
velar en verdad por los crotoniotas, ¿Qué hacéis para
impedir el descenso
de la moralidad, pública, el auge de la degeneración, de la
enfermedad, del
egoísmo en las clases pudientes, de la miseria en las
humildes?. Y
vosotros, intérpretes de la divinidad — continuó señalando a los
sacerdotes — ¿Qué
hacéis para ganar almas a la práctica de la virtud,
alejándolas del vicio
creciente, de la irresponsabilidad, del escepticismo y de
la mala fe?. ¿Qué
positivo bien hacéis a vuestros fieles?.
El pueblo me pide a
mí porque todos vosotros sois incapaces de
responderle.
Pitágoras se iba
convirtiendo de interpelado en interpelante. Su dominio
de la dialéctica le
permitía usar el tono adecuado de la voz, el ademán preciso
y la frase justa que
el momento requería.
Tuvo conciencia de
que era llegado el momento decisivo. Y,
dirigiéndose al
público que le escuchaba de pie, pendiente de su palabra, dijo:
— ¿Tienes algo que
aducir en contra de mi conducta, pueblo de
Crotona?.
La multitud
prorrumpió entonces en gritos y exclamaciones en favor de
Pitágoras
manifestándose de manera creciente contra los jueces.
Estos, preocupados,
deliberaron entre sí mientras el murmullo de la
multitud seguía.
Pitágoras, inmóvil,
en actitud digna y serena, esperaba el resultado de
las deliberaciones.
Por fin, el primer
magistrado se levantó y dijo con voz un tanto
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
61
insegura:
— ¿Qué remedios
propones para estos males de nuestra sociedad que
has puesto de
manifiesto?. Los aquí reunidos te invitamos amistosamente a
que lo hagas.
— Ante todo, la
conveniente educación de la juventud. No basta que los
padres cuiden tiernamente
de sus hijos en la infancia. No basta que el estado
les procure la
primera enseñanza y haga obligatorios los ejercicios del
gimnasio. No basta
que más tarde se dé a los hombres los cursos de
entrenamiento militar.
En la hora crítica de la mocedad, cuando las pasiones
aparecen y la
inteligencia creadora se despierta, cuando es más necesario el
cuidado y más difícil
la formación integral de las jóvenes generaciones, tanto
los padres como el
estado se desentienden de ellos y los abandonan, no a su
libre albedrío, que
debe ser el resultado del orden interno y externo, sino al
libertinaje, aliado
siempre de la inconciencia. Asistid como simples
ciudadanos a la plaza
pública, asomaos a los hogares y veréis los resultados.
Entonces se levantó
uno de los sacerdotes y con voz conmovida,
conciliadora y
amable, dijo:
— Reconozco en ti a
un enviado de los dioses. Pido al tribunal que
deponga al instante
sus fueros y que, como simples ciudadanos, oigamos a
este hombre que ha
venido a Crotona a enseñarnos a todos.
Acto seguido hizo uso
de la palabra el magistrado y dijo:
— Extranjero, desde
este momento te otorgamos la ciudadanía en
nuestro país. En
virtud de ello, te rogamos que expongas libremente tus ideas.
Si son dignas de
atención y ayuda, sumaremos todos nuestros esfuerzos para
llevarlas a buen
término.
Hacía rato que
Pitágoras esperaba aquella advenida coyuntura que tan
bien servía a sus
propósitos.
Entonces, con tono
dulce y a la vez enérgico y persuasivo, haciendo
gala de sus mejores
dotes de orador, habló largamente a la sumada
concurrencia.
Bajo el hechizo de su
perfecta oratoria se fueron descorriendo a la vista
interna de todos los
presentes, sus panoramas iluminados.
Les habló de la
posibilidad de erigir para el pueblo de Crotona y para
los que en él
desearan acogerse, una Escuela-Internado de la que saldrían los
mejores hombres y
mujeres de Grecia. En esta Institución ideal, se llevarían a
la práctica sus planes
pedagógicos y sus doctrinas aprendidas y cimentadas a
través de muchos años
de pruebas, de estudios, de viajes y de estancias entre
los más sabios y
selectos núcleos humanos del mundo.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
62
Díjoles que era
llegado el momento de la misión espiritual de Grecia.
Ella debía, en el
porvenir, dar las normas a todo el occidente. Los más altos y
democráticos
predicados sociales que la metrópoli y las colonias poseían,
debían enriquecerse
con la más elevada aportación espiritual ofrecida a todos
aquellos que fueran
capaces de asimilarla, practicarla y difundirla.
Era necesario crear
en Grecia una autoselección de ciudadanos, (que
constituirían la
auténtica clase rectora de la nación), agrupando a los hombres
y mujeres mejores.
La democracia no
tiene valor — dijo por fin — si no anteponemos a
todas nuestras leyes
la ley superior, la divina, y a ella no ajustamos los
preceptos prácticos
de la vida integral. Hay que formar la verdadera
aristocracia de las
almas. Sin adecuada levadura, no puede levantarse la masa
de la sociedad. Es,
pues, necesario crear esta levadura humana educando
convenientemente a la
juventud bien dotada.
Los dioses han
elegido este lugar para ensayo de esta sociedad ideal.
Por su clima, por su
ambiente, por la buena disposición de sus habitantes,
cábele a este país la
primogenitura de la elección. Sepamos todos hacer honor
a la ofrenda de la
divinidad al pueblo de Crotona.
En el auditorio,
suspenso de la palabra del maestro jonio, iba creciendo
el entusiasmo. Su
capacidad dialéctica, unida a la fuerza de su espiritualidad y
a su magnetismo
radiante, lograron cumplidamente el objetivo apetecido. Se
afincaba cada vez más
en el ánimo de todos la realidad de la obra entrevista y
sentían el ansia ferviente
de colaborar en ella.
Como inmediato
resultado a su peroración, los fondos comunales de la
ciudad abrieron sus
arcas repletas para la construcción del gran Instituto
Pitagórico.
Todos los ciudadanos,
sin distinción de clases, aportarían su esfuerzo
voluntario a aquella
empresa de beneficio común.
A los pocos días,
toda Crotona centralizaba su afán en competir el
alcance de sus
dádivas en la fábrica que se estaba cimentando, puestas sus
esperanzas en la obra
magnífica que debía anclar su ejemplo en lo hondo de
los venideros siglos.
Entre la alta comba
saliente que formaba la punta del cabo Laciniano y
la ciudad de Crotona,
se alzaba una suave colina toda cubierta de olivos y
cipreses.
Era un lugar
tranquilo y risueño, al abrigo de los vientos. Un cielo
sereno y transparente
lo cubría. Por su belleza, la tradición había consagrado
aquel lugar a las
Musas.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
63
Por ello fue cedido
para la fundación del templo y del recinto
pitagórico.
∴
Había pasado mucho tiempo
ya de aquella agitada reunión que derivó
en el formal
planteamiento de la obra, ahora concluida.
En la cima de la
colina se alzaba ya, espacioso y magnífico, con sus
elegantes líneas de
arquitectura jónica, el edificio que debía albergar a la
mejor juventud de
Crotona.
Hasta entonces,
incansablemente, con una fe y un tesón admirable que
renovaba día a día la
presencia de Pitágoras, se relevaron en el trabajo,
mancomunadamente,
técnicos y operarios constructores, artistas estatuarios y
ciudadanos que en
gran número se fueron turnando voluntariamente en el
trabajo de erección
del edificio destinado a Instituto.
Desde la playa, un
poco hacia el interior, se ascendía, a través de
umbrosas rampas
arboladas, a una plazoleta rodeada de mirtos y de rosaledas
y de cuyo alto muro
frontal brotaba una fuente de siete caños. Esta, pródiga
fuente perpetua,
alimentaba un estanque semicircular bordeado de delfines de
mármol.
Adosados a ambos
extremos del muro se hallaban dos amplios tramos
de escalinatas que
daban acceso a las altiplanicies de los jardines próximos a
la terraza que
rodeaba el edificio.
Desde este amplio
mirador de la cima se oteaba un panorama
incomparable.
En frente, el mar,
siempre tranquilo, dibujaba la dilatada curva del golfo
de Tarento.
A un lado, en el
saliente del acantilado, se levantaba el templo de Hera
Lacinia, cuyo esbelto
peristilo perfilaba el albor de sus columnas sobre el azul
profundo de las
aguas.
Al otro, en la parte
baja, junto a la playa de dorada arena, se extendía la
ciudad de Crotona,
con su puerto siempre repleto de esbeltas naves,
semejantes a aves
posadas, con sus avenidas de árboles, sus parques, sus
edificios públicos.
En torno a ella, más allá de sus arrabales, tierra adentro,
diseminadas hasta el
infinito, se divisaban multitud de villas de recreo y
alquerías, todas
rodeadas de campos de labrantío o de huertas llenas de
frutales.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
64
Constaba la fachada
del edificio pitagórico de tres cuerpos principales.
Ocupaba el centro el Templo
de las Musas que constituía una gran rotonda
rodeada de columnas.
De este cuerpo
central partían dos anchas alas de construcción
semicircular,
bordeadas de pórticos.
A través de ellos se
llegaba al interior, formado por una recia
construcción cuadrangular
destinada a aulas de estudio, a biblioteca y a
laboratorio. En la
parte posterior se encontraba el largo comedor común y las
viviendas
particulares.
A un lado y a otro de
este gran edificio que ocupaba toda la cima de la
colina, por la falda
posterior, donde se iniciaba el declive y casi ocultos por la
frondosa arboleda, se
erigían varios departamentos independientes destinados
a gimnasio, baños,
talleres y almacenes. Descendiendo un poco más, ya en la
parte baja del
montecillo y aprovechando una anfractuosidad del terreno, se
encontraban las
graderías en semicírculo del teatro y en la base llana la
orquesta con su
tímele central, el templete de la escena y las columnas
laterales sobre un
fondo de arboledas.
En todo el recinto
pitagórico crecían abundantes flores en parterres y en
grandes jarrones
erguidos sobre pedestales. Aquí y allá, diseminados entre los
árboles del bosque o
en las glorietas de los jardines, había multitud de estatuas
representativas de
dioses y héroes, de genios de la mitología que encarnaban
las fuerzas actuantes
de la naturaleza, y las efigies de grandes poetas,
legisladores y
maestros de la humanidad.
Por el sendero
bordeado de cipreses y de jóvenes tamarindos que
enlazaba la ciudad de
Crotona con el Instituto pitagórico, avanzaba Pitágoras
acompañado de un
grupo de discípulos de ambos sexos.
Era el mediodía
soleado de un día festivo. El sol se tamizaba a trechos
entre las aristas de
sombra cruzada y las ramas bajas de los arbolitos, de un
verde jocundo y
tierno, sembrando la senda de lunares temblorosos.
Avanzaba el grupo
lentamente hablando entre sí con visible animación.
Eran seis muchachos y
cuatro doncellas escogidos entre los crotoniotas más
instruidos, probados
a través de múltiples disciplinas, aleccionados bastamente
por el propio
Pitágoras que andaba a la sazón entre ellos como un compañero
más, a pesar de su
melena y su barba grises y de su sazonada madurez.
Daba el conjunto una
sensación de diafanidad y de alegría mesurada.
Llevaban todos sus
mejores atavíos de fiesta.
Las mujeres lucían
mantos ricamente orlados, sandalias doradas y
sujetaban sus
cabellos con cintas de colores en las que iban prendiendo en el
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
65
camino florecillas
silvestres.
Entre los muchachos
destacaba por su estatura elevada, por sus
ademanes vivos y por
su afán de controversia, Lisis, el predilecto de Pitágoras.
Las mujeres departían
con preferencia entre sí y guardaban silencio sólo
cuando el maestro
hablaba.
Llevaba Pitágoras en
la diestra la gran llave de entrada del Instituto, ya
completamente
terminado y dispuesto para ser habitado. Acababa de serle
entregada, tras
simple y emocionante ceremonia, por el elector de la ciudad en
nombre de las
autoridades y del pueblo.
Detúvose un momento y
con ambas manos la contempló con
satisfacción visible.
Los discípulos lo rodearon más estrechamente. Sonrió él y
dijo, como hablando
consigo mismo:
— Es curioso a veces
considerar la distancia que media entre las
costumbres
establecidas y los propósitos individuales.
— ¿A qué te refieres,
Maestro?. — le preguntó Lisis.
— Esta llave es un
doble símbolo — siguió Pitágoras en el mismo tono
y sin hacer caso
aparente de la pregunta —. Genéricamente, como llave
común, representa el resguardo
y por tanto, la afirmación de la propiedad
privada. Por otro,
como objeto específico, patentiza el traspaso de una
magnífica vivienda a
nuestra comunidad y el inicio del Instituto, nuestro hogar
futuro.
— Sin embargo, todos
nosotros hemos aportado a la obra nuestra
herencia, nuestra
fortuna individual — recalcó el discípulo.
— No olvides, Lisis,
que el recuerdo de ciertos hechos nos retorna al
pasado. Y ahora vamos
a empezar una vida nueva. Hemos de hacer renuncia
total de lo que
tenemos y de lo que somos.
— Todos estamos
dispuestos a consagrarnos a la obra y a seguirte —
intervino,
tímidamente, deseando interpretar el sentir de todos, la hermosa
Teano.
— Yo quisiera que
estuvierais todos tan enamorados de la sabiduría,
que sus dictados se
hallaran como un código perpetuo, por encima siempre de
mi persona. Los
hombres pasamos. Las verdades y la obra permanecen. Pero
tenéis que pensar que
no todo el mundo está dispuesto a someterse, por amor a
la sabiduría, a las
restricciones que supone la aceptación de las altas doctrinas
que han de presidir
nuestra conducta de aquí en adelante, durante todas las
horas del día.
— Nosotros
defenderemos al unísono la integridad de nuestro hogar y
lo haremos contra los
posibles intrusos y aprovechados — intervino el
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
66
apasionado Lisis.
— ¿No crees mejor que
nos propongamos defenderlo, ante todo, de
nosotros mismos? —
respondió Pitágoras, dirigiendo a su discípulo una de
aquellas hondas y
radiantes miradas que eran para todos ellos el mayor acicate
y el mayor estímulo
—. El principal objeto de nuestro futuro hogar, en su
significación social
y externa, es que su inviolabilidad la inspire el respeto a su
propia obra.
Llegaban al término del
sendero y ya a pleno sol, lindaban, en la base
del montecillo de las
Musas, con el seto que circundaba todo el recinto
pitagórico. Era la
entrada una simple arcada de mármol. En lo alto acababa de
hacer grabar
Pitágoras estas palabras: “No entren los profanos”.
Mostró con el dedo
levantado a sus discípulos esta inscripción y díjoles:
— He , aquí nuestra
única llave.
Luego, traspasando él
solo el leve portal, enfrentóse a sus discípulos y
añadió en forma
levemente imperativa y cortada:
— Permitidme que por
esta vez me anticipe. Aguardadme en el
bosquecillo de pinos,
junto a la playa.
Y ascendió por la
rampa principal que daba acceso a la plazoleta donde
cantaba la fuente.
Mudos e inmóviles
ante el arco del portal, obedientes al mandato, los
diez primeros discípulos
de Pitágoras se quedaron alternativamente mirando el
lema de la entrada y
la figura del maestro que se alejaba.
Sin comunicárselo
entre sí, una duda asaltó el pensamiento de todos
aquellos jóvenes: ¿Se
hallarían ellos entre los profanos?. ¿Les esperaban
nuevas pruebas y
nuevos estudios?. ¿Qué requisitos les faltaban aún para su
ingreso?.
Obedeciendo al
mandato, se dirigieron hacia el pinar cercano.
Cuando Pitágoras
abrió con la gran llave la puerta del edificio, era la
hora que los
astrólogos consagraban al sol.
Entró primero en el
templo de las Musas, encendió una pira en el ara
central y quemó en
ella unas resinas de ocultas propiedades que trajera del
templo de Caldea.
Cuando el humo
perfumado llenó la estancia, invocó en voz alta,
siguiendo el ritual
teúrgico de las purificaciones de los lugares, al espíritu de
Apolo, el dios solar
y a sus hijas las Musas protectoras de aquel paraje y por
fin, a los nuevos
lares de la Escuela.
Con un pequeño
incensario fue recorriendo todas las dependencias,
impregnando todo el
recinto de leve humo embalsamado mientras repetía las
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
67
fórmulas de
invocación y realizaba los signos de ritual.
Terminada esta
primera parte de la simple ceremonia, aspergió todas las
dependencias con agua
previamente magnetizada atrayendo el concurso de los
espíritus de los
elementos.
Investido de su poder
sacerdotal, el lugar quedaba dispuesto, tras
aquella simple
ceremonia, para la conveniente labor futura.
Cumplido este preliminar
deber, salió del edificio sin cerrar las puertas.
Descendió la colina y
se dirigió hacia el lugar donde lo esperaban sus
discípulos.
Los saludó a todos,
expansivo y jovial. Su llegada devolvió el
optimismo a los
jóvenes.
Inmediatamente avanzó
solo Pitágoras hasta la misma orilla y, ante el
testimonio de ellos,
que permanecían suspensos, arrojó con fuerza la llave del
Instituto al mar.
— En adelante — dijo,
volviéndose — todo el quo desee entrar, deberá
hallarse en posesión
de su propia llave interna. ¡Vamos!.
Y con un amplio gesto
cordial y expansivo, tendió los brazos e impulsó
a los muchachos hacia
adelante, tierra adentro.
Al poco rato,
atravesaban juntos, alegremente, el portal del Instituto
Pitagórico y
ascendían bajo la sombra de los altos cipreses que bordeaban la
senda.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
68
VII.-
LAS PRUEBAS DE INGRESO
Interrogatorio
Preliminar — Análisis Frenológico y
Fisiognómico
— El Horóscopo — Observación del Maestro
— Reacciones
en el Juego y la Danza — Comida en Común
—
Las “Cavernas de las Apariciones” — El Aula Desierta y
los
Problemas — Examen Definitivo — Comunidad de Bienes
— La
Bienvenida.
l poco tiempo de su
fundación, ya gozaba el Instituto Pitagórico
de singular
prestigio.
Un halo de misterio,
mezclado de admiración, envolvía aquel centro
docente comunal y
ejemplar.
Esta fama oponía a
todo candidato a su ingreso una especie de muro de
contención invisible.
Pero nadie ignoraba que sus puertas se hallaban abiertas
a todo aspirante
fervoroso, apto y sincero.
La primera selección
de los pitagóricos se realizaba, pues, en forma
espontánea antes de
franquear el portal que daba entrada al vasto recinto.
El lema, grabado en
su dintel: “No entren los profanos” imponía un
creciente respeto a
los curiosos.
Había trascendido al
exterior, a través de juicios diversos, una leve
proyección de las
pruebas preliminares a que se sometía al solicitante y del
difícil entrenamiento
que las sucedía. Y esto sólo, ponía a la expectativa a los
tibios y hacía
retroceder definitivamente a los apocados e ignorantes.
Aquel que, siguiendo
el imperativo interior, decidía arrostrar el periodo
probatorio,
franqueaba solo, desligado de toda compañía de parientes o
amigos, aquel poético
y a la vez severo umbral.
Ya en la cima del
montecillo de las Musas, se le invitaba a permanecer
en el amplio
vestíbulo del Instituto Pitagórico.
Allí el nuevo
candidato al ingreso era detenidamente observado e
interrogado respecto a
sus intenciones y aspiraciones. Se le pedían especiales
informes sobre sus
progenitores, sus antecedentes, su estado físico y sus
aptitudes y
condiciones de vida.
Si esta primera
exploración resultaba favorable, se le sometía ya a un
minucioso y detenido
examen científico. A su estudio quirosófico,
A
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
69
fisiognómico y
frenológico, seguía la erección de su mapa estelar de
nacimiento y la
interpretación de su horóscopo. Por lo que a esta ciencia
fundamental se refiere,
no se dejaba como esencial requisito, de consultar
también a las
estrellas en el instante preciso de efectuar el pretendiente a
pitagórico su
solicitud, ya que ello equivalía siempre a un segundo nacimiento
en el orden
espiritual.
Pitágoras aplicaba en
cierta medida a través de estas fórmulas certeras
para el conocimiento
individual, las ciencias ocultas a cuyo examen él mismo
se vio sometido en
Egipto como preliminar a las terribles pruebas que
siguieron y cuyo
vencimiento lo elevó a la dignidad suprema de iniciado.
El conocimiento
integral del individuo era muy importante para la
administración
apropiada de la índole de los ejercicios probatorios que
seguirían si era
aceptada la solicitud del joven o de la joven. Además, tendría
trascendencia y utilidad
en sus estudios, especialización y profesión
posteriores, además
de constituir en todo momento un índice valiosísimo en la
orientación interna
del candidato que en último término era lo más esencial
dentro del método
pedagógico instituido por Pitágoras.
Para que se
manifestara con toda naturalidad, estas pruebas se
realizaban en forma
progresiva. El candidato debía adquirir ante todo
confianza y hacer
amistad con aquellos con quienes entraba en contacto y con
buen número de sus futuros
compañeros, escolares probados y adiestrados ya
para esta misión.
Luego salían a pasear
por los jardines y lo invitaban a visitar el
gimnasio, cuyo
edificio, anexo al de los baños, se hallaba en el declive oriental
que miraba la ciudad,
y su ámbito, abarcaba un dilatado terreno llano,
contiguo a la falda
más suave de la colina de las Musas. Era aquél el campo de
Ares, el estadio
rectangular donde tenían lugar, durante el buen tiempo, los
juegos y ejercicios
al aire libre.
Bordeaban su
perímetro estatuas de atletas en actitudes gímnicas.
Después de desnudarlo
en el local y untarlo con aceite, se le hacían
practicar toda índole
de ejercicios de entrenamiento en común. Luego, sobre la
pista enarenada, al
aire libre, cubierto sólo con una breve túnica, realizaba con
sus compañeros las
pruebas atléticas del pentatlón, consistente en los cinco
juegos fundamentales
y reglamentarios: la carrera a pie, el lanzamiento del
disco, el lanzamiento
del venablo, el salto y la lucha.
Según la índole y el
resultado de las primeras experimentaciones, el
propio Pitágoras
observaba, sin ser visto, las facultades del candidato no sólo a
través de ejercicios
y pruebas físicos, sino de otra índole de reacciones
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
70
psíquicas.
Porque mediante los
juegos y merced a acuerdos previos, se procuraba
que el candidato
saliera vencedor. Entonces se le tributaban desmedidos
elogios para ver cómo
soportaba la prueba de la gloria y la vanidad personal.
Más tarde, como
contraste, se procuraba en otros ejercicios vencerle y
humillarle en una
forma también desmedida e injusta. Los compañeros que
antes le ensalzaran,
luego lo censuraban y escarnecían y por fin lo relegaban
temporalmente.
El contraste, los opuestos
emotivos a que estas situaciones daban lugar
en el ánimo del
neófito, eran un campo de experimentación inapreciable para
quien, como
Pitágoras, poseía un desenvuelto grado de clarividencia y un
profundo conocimiento
del alma humana. La forma de reaccionar era de por sí
un veto a su propio
ingreso o bien una etapa vencida en el orden de las
pruebas establecidas.
Si se ensoberbecía,
envalentonaba y endiosaba a través de los triunfos y
plácemes,
considerándose superior a los demás y se manifestaba despótico con
sus compañeros, o por
el contrario si se amilanaba o entristecía a consecuencia
de los fracasos, se
le comunicaba que el primer deber del pitagórico era el
sentido práctico de
la fraternidad, del autodominio, del buen temple de alma
revelados en la
sencillez y la ecuanimidad.
Si a pesar de su
fracaso en estas primeras pruebas demostraba especial
empeño en superarse y
en su deseo de ingresar, se le rogaba que volviera a su
vida habitual y
tratara de perfeccionarse en el seno de la sociedad y la familia
desenvolviendo con
voluntad las cualidades que le faltaban para ello.
Pero si se
manifestaba en todo momento sereno, impersonal y dueño de
sí mismo, indiferente
tanto al halago como al vituperio, se le sometía entonces
a pruebas de mayor
sutilidad.
Eran siempre estas
pruebas una revelación de primer orden en lo
referente a la gama
más fina y delicada de la naturaleza y sensibilidad del
griego: el arte.
Para ello se le hacía
tomar parte en dos primordiales danzas: la guerrera
y la religiosa, que
representaban los dos puntos extremos de este arte síntesis.
Era la danza en
Grecia considerada como suma de todas las otras bellas
artes y el medio más
eficaz para la manifestación de las más elevadas
cualidades del carácter
así como revelación de la sensibilidad y las facultades
creadoras. Por su
forma espectacular y coreográfica, por sus valores plásticos,
rítmicos y
expresivos, por sus posibles exquisiteces líricas, era considerada la
danza, en unión de la
poesía y la música, como el más eficaz de todos los
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
71
métodos educativos y
de perfección de la raza.
Era la pírrica la
danza guerrera de los dorios, el pueblo viril por
excelencia.
Por ello era
considerada danza prototípica masculina esa ascensión a
arte y a belleza de
la técnica militar. Ella permitía transferir a la paz, al orden,
al ritmo acusado, al
valor, y al dominio personal, todas las ventajas de la
lucha.
Equipados los mozos
con lucientes cascos y escudos, el gladio en la
diestra, descalzos y
vestidos sólo con cortas túnicas de color púrpura, daban
comienzo a este
bélico ejercicio rítmico al son de las trompetas, de los
címbalos y de los
tambores. Entonces los pasos, saltos y movimientos
mimaban el orden de
la batalla. Los enlaces, los conjuntos, los choques de las
armas, justos y
medidos, hacían sonar, de acuerdo con la música de los
instrumentos, los
escudos, los cascos, las espadas en conflicto, a través de los
simulados ataques,
fijando las posiciones estratégicas preestablecidas en las
pausas.
La precisión del
conjunto, los sonidos de percusión y sus ecos junto con
los vigorosos y
esquematizados movimientos, repercutían de manera palmaria
en la psiquis de los
ejecutantes. En el fragor de aquella danza manifestaban, si
las poseían,
cualidades de táctica, de valor, de perspicacia, de sagacidad, de
dominio y de orden.
Por contraste a esta
danza fuerte, plástica y movida que requería gran
dosis de resistencia y
atención por parte dé los ejecutantes, tenía lugar la lenta
y armoniosa danza
hiporquema en honor a Apolo que presidía los juegos de
los jóvenes.
Esta danza
parsimoniosa, a la que se unían él canto y recitado de
himnos religiosos
idóneos, se ejecutaba por lo común al son de las liras.
A través de las
hieráticas hiporquemas se ponía de relieve el extremo
opuesto temperamental
de los ejecutantes, o sea, los matices de suavidad,
método y delicadeza
así como en cierto modo la disposición devocional y
sentimiento místico
que en el otro orden del desenvolvimiento superior
consideraba Pitágoras
de gran valor pedagógico.
Por ello prestaba el
maestro especial atención en observar a sus
discípulos mientras
danzaban, ya que confiaba especialmente en este arte
síntesis como valioso
auxiliar de su sistema de educación integral del
individuo.
Transcurrido el
tiempo consagrado a la danza, iban los muchachos a la
orilla del mar.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
72
De común acuerdo y
cuando menos lo esperaba, zambullían por
sorpresa al novato en
el agua y lo retenían allí un rato.
De esta prueba debía
salir también sin protestas y con ánimo sereno si
mantenía la voluntad
de triunfar.
Luego lo invitaban a
una comida en común. En el transcurso de ella, sus
aficiones y maneras
eran también consideradas. Se le interrogaba
amistosamente por lo
que hacía referencia a sus manjares predilectos, al orden
y cantidad de ellos,
a sus gustos y costumbres cotidianas en general.
A los postres, venían
las pláticas, los ensayos de oratoria, los dichos
espontáneos que a
menudo derivaban en polémicas en las que se ponía de
manifiesto la
capacidad dialéctica, de improvisación, la manera de enfocar los
temas y las
controversias, la agilidad mental, el ingenio, y las facultades
creadoras del
aspirante.
Después salían de
paseo por el jardín o por los alrededores. Era la hora
de las confesiones
íntimas, de las anécdotas, de los chismes. Era una forma
sutil de invitar al
aspirante a manifestar ciertas facetas subconscientes de su
carácter que tenían
una gran importancia para el conocimiento y el trato
posterior de cada
individuo confiado a la guía pitagórica.
El resto de la tarde
se dedicaba a visitar la biblioteca, lo que constituía
un buen medio para
poner de manifiesto las aficiones y la cultura del
aspirante.
Cuando llegaba la
hora de la comida de la tarde, se le hacía pasar al
comedor sin invitarle
esta vez a sentarse a la mesa. Entonces todos comían y
departían alegremente
haciendo caso omiso de él. A hurtadillas, los
encargados de la
prueba del novato lo observaban, tratando de, apreciar la
forma cómo
reaccionaba a aquel extraño relego y al hambre.
Ya anochecido, uno de
los discípulos mejor preparados conducía al
neófito a través de
los pinares, siguiendo la orilla del mar, hacia la parte
escarpada y rocosa de
la costa que conducía a la punta del cabo Laciniano en
cuya cima se alzaba
el gran templo de Hera, la diosa protectora de Crotona.
Este arenoso y húmedo
trayecto por la vera del mar conducía a un
paraje roqueño apenas
transitado constituido por profundas grutas naturales
abiertas en la
resquebrajadura de un saliente de la costa, casi a flor de agua.
Los habitantes del
país consideraban aquel lugar, desde lejanos tiempos,
teatro de extrañas y
espeluznantes leyendas. Creíase que habitaban aquellas
grutas genios
elementarios, monstruos marinos, náyades y oceánidas que ya
amedrentaban, ya
seducían al osado que se atrevía de noche a penetrar en sus
dominios.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
73
Este temor tradicional,
iba unido a un extraño respeto por el lugar
mencionado, ya que
era fama que tales espíritus de los elementos formaban
guardia nocturna para
proteger de intrusos la morada de la diosa y la ciudad a
ella confiada.
Aquel lugar era
comúnmente conocido por “Las Cavernas de las
Apariciones”.
El aspirante a
pitagórico era conducido al fondo de una de tales
cavernas y se le
obligaba a permanecer en ella toda la noche en vela hasta la
salida del sol,
combatiendo los asaltos del miedo y haciendo examen de
conciencia.
Si el temor, las
alucinaciones o las apariciones reales, que es fama que
de todo había, no
hacían huir despavorido al neófito en esta dura prueba, cosa
que ocurría muy a
menudo a los que habían salido triunfantes de las
anteriores, se le iba
a buscar al amanecer del día siguiente.
Sus compañeros,
entonces, le hacían contar con todo detalle sus
experiencias de la
noche, que eran escuchadas y analizadas de acuerdo con las
normas preconizadas
por el maestro.
En la mañana del
mismo día, tenía lugar la última experiencia
probatoria, la
decisiva para el ingreso.
En ayunas y sin haber
dado lugar a que se repusiera de las emociones y
fatigas de la noche,
se le encerraba en una celda solitaria y desnuda. Sólo
había en ella una
gran pizarra adosada a la pared y un ánfora de agua.
En la pizarra se
hallaban insertos unos difíciles teoremas de los
superiores grados de
la enseñanza pitagórica y algunos de sus símbolos
interpretables a
través de varios significados y que, en forma obscura,
encerraban los altos
postulados esotéricos del maestro.
Se inscribía, por
ejemplo, la siguiente sentencia:
“No ocultes el lugar
de la antorcha”.
O esta otra:
“No cantes sino con
auxilio de la lira”.
O bien:
“No te detengas en
los límites”.
En la misma pizarra se
hallaban dibujadas algunas figuras geométricas y
problemas matemáticos
expuestos allí para su acertada solución.
El neófito permanecía
encerrado en la celda durante unas horas que a él
se le antojaban
interminables y angustiosas, ya que difícilmente, en el estado
en que se hallaba,
podía formular acertadas soluciones.
Por fin, moral y
físicamente decaído y desalentado, comparecía ante un
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
74
tribunal de exámenes.
Allí debía exponer el
fruto de sus meditaciones, y se le recababa una
acertada solución a
todos aquellos abstrusos problemas. Además, y como
corolario, debía
objetivizarse a sí mismo como suma de las experiencias
físicas, morales e
intelectuales y dar a los jueces el resultado de su autoexamen.
Sus palabras eran
recibidas con jocosos comentarios y burlas de diversa
índole con el fin de
ponerlo en ridículo y de apurar hasta el extremo límite su
paciencia, su
voluntad, su tesón y la capacidad de su propósito de ingresar en
la comunidad
pitagórica.
Era la prueba del
amor propio.
Harto a menudo,
sobreexcitado por el cúmulo de las emociones pasadas,
irritado por el
hambre, el insomnio y la fatiga, no resistía el candidato aquel
aparato de trucos y
vallas puestos adrede para obtener de él los suficientes
datos para su
conocimiento y capacidades reales. Los escarnios, los
desprecios, las
frases sutiles e irónicas, los comentarios hirientes, las agudas
observaciones, le
hacían prorrumpir en explosiones de llanto o de ira,
reaccionando negativamente,
deshaciéndose en improperios e insultos contra
sus jueces. En tal
caso, el mismo candidato procedía a su expulsión
abandonando el
recinto pitagórico.
Si por el contrario
daba, muestras de estoicismo, de austeridad, de
equilibrado temple de
alma y hacía caso omiso de los juicios e insultos
adversos, dominando
la prueba del amor propio y tomando todas las anteriores
como elementos en su
favor, manteniéndose inalterable ante las burlas y los
denuestos, y daba
ejemplo de paciencia y voluntad de vencer, era felicitado
por sus compañeros y
admitido en el seno de la fraternidad.
Desde aquel momento,
todos sus bienes de herencia personal, si los
poseía, pasaban a
formar parte de la comunidad. Con ello renunciaba al más
falaz de los derechos
humanos: aquellos que no cuestan el esfuerzo ni la
aptitud de ganarlos.
Si era pobre, se le admitía en las mismas condiciones que
los otros y tenía
opción a idénticos derechos en la Escuela.
Pitágoras, que había
seguido sin ser visto o a través de fidedignos
informes todas las
incidencias del período de prueba del solicitante que había
salido vencedor en
todas ellas, dirigía entonces la palabra al nuevo pitagórico.
Ante todo le
explicaba el propósito y la finalidad ulterior de todos los
experimentos a que se
había hallado sometido y su importancia a través de los
distintos grados de
instrucción y en el desenvolvimiento integral del
individuo.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
75
Ante los ojos del
triunfador, aparecían a la sazón, iluminados por la
palabra elocuente del
maestro, los panoramas rientes y estimuladores de una
vida nueva bajo la
luz de una superior conciencia y responsabilidad humanas.
Pitágoras daba al
nuevo candidato las lecciones precisas, porque sabía
entonces en qué medida
podía confiar en su nuevo discípulo. Conocía el
alcance de su
inteligencia, el índice de su voluntad, sus capacidades más
delicadas, sus
reacciones más sutiles. Sabía qué aptitudes lo adornaban, qué
cualidades poseía en
latencia y en desarrollo, qué peligros y debilidades lo
circundaban. Sabía a
ciencia cierta, qué estudios, qué juegos, qué plan de vida
eran más convenientes
para su desenvolvimiento integral ulterior y qué
provecho podía, en
fin, sacar la Escuela y la sociedad de aquel muchacho o
muchacha que desde
aquel momento se confiaba a su superior formación.
Por todo ello, la
plática de la admisión era, no sólo para el nuevo
candidato, sino para
el auditorio de alumnos que la escuchaban, una ocasión
de ahondar en su
doctrina práctica y de aprender a conocer todas las facetas de
la naturaleza humana
a través de aquel hombre que tanto sabía del hombre
porque se hallaba
investido por la divinidad.
Si el candidato a
pitagórico era una mujer, la plática final del maestro se
realizaba con la
misma sencilla aleccionadora ceremonia y sus frases tenían
idéntico objetivo y
finalidad.
Sin embargo,
conociendo él también como nadie la fina naturaleza de la
mujer, cuya misión y
símbolo adoraba, había instituido las pruebas femeninas
en forma adecuada.
En su conjunto eran
parecidas, como estructura, a las masculinas.
Los ejercicios y
juegos gímnicos respondían en parte, debidamente
adaptados, al
concepto que del desenvolvimiento físico femenino tenían los
espartanos. Pero con
el auxilio de la música, dulcificaba, redondeándolos,
restándoles
angularidad y rigidez, los gestos.
De las danzas
femeninas eran eliminadas la pírrica o guerrera y se
substituía por la
ditirámbica o dionisíaca, danza movida y exaltada, rica en
movimientos y en
consecuciones plásticas. En ella las muchachas empuñaban
tirsos.
Pero las danzas más
característicamente femeninas eran las de origen
jonio, las de
infiltración oriental, suaves y amorosas, que contribuían en gran
medida al
desenvolvimiento de los tiernos sentimientos y los naturales
encantos de la mujer.
El vencimiento del
miedo se realizaba en ellas en forma más íntima, por
etapas y con muchos
paliativos, si bien las otras pruebas revestían a menudo
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
76
complica das gamas de
sutilidad y se intensificaba el índice de tentaciones
externas.
Sin embargo, dentro
de un orden general, las pruebas se hallaban
establecidas en forma
de educir, tanto en el hombre como en la mujer, las
condiciones atañentes
no tanto al sexo, como a la individualidad, ya que
Pitágoras, educado en
la superior escuela del ego, tenía por ideal humano el
andrógino, el ser
humano completo.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
77
VIII.-
LA VIDA EN EL INSTITUTO PITAGÓRICO
El Himno
Matinal — La Meditación y el Silencio Colectivo
—
Consagración Planetaria del Día — Mañana de Estudio —
Ejercicios
Físicos y Recreo — El Ágape Comunal — Labores
Profesionales
— Himno a la Puesta del Sol — Loa y
Profundidad
de la Noche Pitagórica — Las Celebraciones.
ada mañana era, para
los pitagóricos, una renovada ofrenda. Cada
aurora, una gema
engastada en el espíritu de los que sabían con su
conducta glorificar
el valor de la jornada.
Por eso, la primera
hora del día era dedicada al sol, el dios de la vida y
de la luz.
La oración matinal
era el primer ofertorio, el baño espiritual de belleza
y de armonía, el
saludo del día. Aquel himno invocatorio en común era,
además, el lazo que
unía en estrecha fraternidad a todos los pitagóricos.
Al amanecer se
levantaban y después de las obligadas abluciones, se
reunían en la amplia
terraza por la parte que daba al oriente.
Cuando el sol surgía,
tierno y rosado entre las matinales brumas, sus
primeros rayos
besaban por igual las copas de los árboles más altos del
montecillo de las
Musas y a los jóvenes pitagóricos.
Entonces, hombres y
mujeres entonaban a coro, acompañados de la lira
heptacorde, el himno
órfico a Apolo, el dios solar:
“Ven
a nosotros, Apolo bienaventurado, matador de
Pitón,
el monstruo de la noche, con tu lira de oro”.
“Ardiente
y puro, nos traes cada mañana la ofrenda de la
vida”.
“Tú
diriges el curso armonioso del cosmos. Tú
contemplas
el éter inmenso y la rica Tierra postrada”.
“Principio
y fin de todas las cosas, tus raíces sagradas se
hallan
en todo el universo”.
“Por
ti florece todo. Regulas el espacio a los sones de tu
oculta
lira y conduces armoniosamente por tu senda las razas
sucesivas
de los hombres...”.
C
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
78
Después de la primera
oración diurna venía la hora del general silencio.
La música y el canto
habían llenado las almas de los pitagóricos de
armoniosa y dulce
beatitud. Entonces se hallaban propicias al recogimiento.
El respeto a este precepto
era algo sagrado entre los pitagóricos, que
rendían culto al
silencio a lo largo de sus vidas.
Una inmensa paz, una
profunda quietud no turbada más que por el piar
de los pájaros
mañaneros y los murmullos de la naturaleza que despertaba, se
extendía entonces por
todo el recinto.
Cada cual tenía
libertad de cumplir este precepto de callada meditación
a su modo.
Quien se ausentaba,
solitario, entre los árboles del bosquecillo. Quien
meditaba apoyado en
la balaustrada de la terraza, cara al sol naciente. Quien
penetraba en la media
luz recogida del templo de las Musas. Algunos
preferían recluirse
en la intimidad cerrada de su propia celda.
Pero en aquella hora
de absoluta quietud y de general introversión, del
aura del recinto
pitagórico emanaba un fluido beatífico que se extendía en
torno y era como una
bendición para el resto del día.
Para estos momentos
de introversión, la ética pitagórica daba normas
que trazaban los
cursos básicos y señeros del pensamiento disciplinado.
Eran aquellas
meditaciones fuerzas conscientes, vinculadas a la tónica
universal. Ya que
cada día, debía encauzarse la meditación individual hacia la
virtud
correspondiente al astro-dios que lo presidía. Esta costumbre matinal
tan
extraordinariamente salutífera y purificadora para la psiquis de aquella
ejemplar juventud, se
imprimía también en la práctica de toda la jornada y
constituía el guión
ético de la general conducta a manera de un placentero y
perdurado acto de
sacrificio.
El silencio aquel
equivalía, pues, a una plegaria práctica y consciente
que trascendía luego
en todos los actos del pitagórico.
El día solar era
fiesta porque en él se entronizaba el ciclo septenario de
la semana. La
meditación matinal de este día se desenvolvía en torno a la
virtud expansiva,
radiante y magnética, a la voluntad actuante y su
consecuencia, el
poder y la fuerza resultantes de la armonía de todas las
facultades del
individuo.
El segundo día, el
lunar, era consagrado a la paciencia, a la dulzura, al
mayor bienestar del hogar
comunal, a la maternidad y a todas las virtudes
femeninas y pasivas.
El tercer día era el
de Ares, el dios bélico. La meditación era entonces
sobre las cualidades
de la osadía, el cultivo del valor, de la fuerza, la
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
79
eliminación de todo
miedo.
El cuarto se
consagraba a Hermes, el mensajero de los dioses y se
meditaba en los
distintos atributos de esta deidad que eran, especialmente,
todas las formas de
relación, la amistad y el buen trato, así como el
planeamiento de
estudios. También regía la vida en el más allá, puesto que era
Hermes el dios que
conducía a las almas liberadas del cuerpo por los sutiles
mundos.
El quinto día se
dedicaba a Jove y se meditaba en el valor de los
sacrificios, en la
unificación y origen de todas las religiones, en el culto
universal o del
espíritu, en la ascensión de la personalidad que separa, al ente
superior que une.
En el sexto día se
consagraba la hora de la meditación a Afrodita, la
diosa del amor, y al
desenvolvimiento de sus atributos, las cualidades de la
simpatía, de la
dulzura, del cariño manifestado, de la amabilidad y de la
cortesía en todas sus
formas. Era el día en que se prestaba mayor atención a
todas las delicadezas
en el trato y en el pensamiento.
Era el séptimo el día
de Cronos y se rendía tributo en él a alguna
máxima de sabiduría
antigua, ya que era el dios que presidía la edad de oro.
Su virtud preferente
era la continuidad, la comprensión y la perseverancia, así
como aquellas relacionadas
con toda modalidad conservadora de la existencia
bien organizada.
Cada pitagórico,
hombre o mujer, salía de esta meditación matinal
renovado
interiormente. En ese proseguido culto al silencio, iban lentamente
quemándose y
desapareciendo, como en una fragua de purificación, las
escorias de los días
anteriores. Y en las jóvenes conciencias se iba
sedimentando el oro
purísimo del espíritu.
Del silencio salía el
pitagórico fortalecido y serenado.
Los más avanzados
entre ellos oían en el silencio más claramente las
insinuaciones de su
daimon-guía, la voz de la intuición o de la íntima
divinidad.
Después de las
meditaciones venía el frugal desayuno consistente en
frutas, pan, leche y
miel.
Entonces comenzaba la
activa jornada pitagórica.
Las horas que seguían
se dedicaban a los estudios, a las asignaturas del
curso respectivo,
según las capacidades de los alumnos y la época del ingreso
en la Escuela. Arte,
religión, ciencia y filosofía se hallaban debidamente
estructurados y
dosificados para la comprensión progresiva de sus problemas
y enseñanzas, a base
de un perfeccionado plan pedagógico experimental.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
80
En los grados
primeros, la instrucción corría a cargo de los discípulos
más adelantados,
preparados expresamente por el mismo Pitágoras para el
ejercicio de la
maestría.
Esto formaba parte
del plan de desenvolvimiento de los grados
superiores, porque
ellos sabían que nunca se aprende tanto como cuando se
enseña.
Además, el ejercicio
pedagógico desenvolvía grandemente las
cualidades de la
paciencia, del ponderado equilibrio, la habilidad del método
expositivo rico
siempre en iniciativas, la oratoria simple y comprensiva y,
sobre todo, el hábito
de la concentración mental.
En los grados superiores
de la enseñanza pitagórica, era el mismo
Maestro quien daba
las lecciones.
Si corrientemente los
cursos técnicos tenían lugar en las aulas
respectivas donde se
hallaban los instrumentos y aparatos de experimentación
idóneos, cuando la
enseñanza era simplemente oral, tenían a menudo lugar las
pláticas de Pitágoras
al aire libre, ya que el maestro prefería siempre el
contacto y la
colaboración de la naturaleza.
Entonces se reunía
con sus discípulos en la terraza, bajo la sombra de
los árboles de la
colina o más lejos, entre los pinares olorosos de yodo y de
resina, a la orilla
del mar.
Era una visión
encantadora la que ofrecía aquella pléyade de jóvenes de
ambos sexos, sanos,
robustos y hermosos, vestidos con túnicas y peplos de
tonos claros, esparcidos
en torno y siguiendo con la mirada inteligente y ávida
la palabra y el gesto
armonioso del Maestro. De vez en cuando se les veía
tomar sus notas
respectivas punzando con su estilo de metal reluciente la
tablilla de blanda
cera sostenida sobre las rodillas. Tales anotaciones
constituían luego las
directrices de los deberes y temas a desarrollar por el
discípulo y eran a
menudo índices de preguntas e investigaciones y aun
motivos de polémicas
posteriores entre los mismos condiscípulos.
Terminadas las clases
de la mañana, dedicaban los pitagóricos un buen
rato a ejercicios
gimnásticos progresivos, a juegos y danzas.
Pitágoras había
instituido la costumbre de realizar todos los ejercicios
físicos con ayuda de
la música, porque creía que ella suavizaba la brusquedad
de los movimientos,
otorgaba majestad al gesto y armonizaba, a la par, el
cuerpo y el espíritu.
A los ejercicios
integrales de entrenamiento, seguían el baño y el
masaje. En el buen
tiempo, muchos preferían el ejercicio de la natación.
Luego el reposo o el
libre asueto precedían al ágape comunal, el más
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
81
variado y copioso del
día, que tenía lugar en el refectorio de la comunidad.
La comida era rica en
elementos nutritivos a pesar de no contener
ningún producto de
sacrificio animal. El pescado y la carne eran eliminados
por lo común del
alimento del pitagórico, ya que Pitágoras, como iniciado,
seguía las
directrices de la vida órfica, adaptada a la naturaleza de los griegos
de su época. Sabía el
Maestro cuánto influía en el carácter del individuo la
índole de los
alimentos que ingería y cuánto contribuía a la purificación
interior un régimen
vegetariano, que no infería dolor a ser viviente alguno y
era sólo producto
espontáneo de las dádivas de la naturaleza.
Este yantar consistía
en legumbres y verduras, huevos y ensaladas, pan
integral, aceitunas,
queso, frutas tiernas y secas y tortas de harina y miel.
Tampoco se tomaban
alcoholes. Las bebidas consistían en agua natural y
zumos de frutas frescas
del tiempo.
Antes de iniciar la
comida, distribuidos los comensales por grupos en
amplios triclinios,
por afinidades electivas, realizaban en común el ofertorio
de los manjares,
según el rito sencillo y tradicional del hogar heleno y
terminaban con una
acción de gracias.
Después de comer,
tras un breve descanso, daban comienzo a los
trabajos manuales, a
los oficios y a las labores respectivas de acuerdo con las
aptitudes y aficiones
de cada cual.
La segunda parte de
la tarde se destinaba al paseo y a las pláticas y
según los casos, a
visitas dadas o recibidas, a intercambio de opiniones y a
ensayos oratorios
sobre temas propuestos o espontáneos.
El que sentía afición
por el cultivo de alguna de las bellas artes,
trabajaba en su
respectivo taller y recibía las lecciones requeridas.
A la puesta del sol,
todos los pitagóricos se reunían de nuevo en la
terraza, en la parte
que miraba a occidente.
Y acompañando el
canto coral con la lira, despedían al sol con el himno
órfico:
“¡Oh
sol, Titán omnividente, que corres en tu carro de
fuego
al fenecer el día y resplandeces por igual al engendrar la
mañana
y al extender sobre la tierra la pacífica noche!.
“Moderador
de los tiempos, ilumina y sé espejo de los
que
te cantan, tú que diriges el curso armonioso del universo”.
A menudo, en las
noches serenas, después de la postrera frugal comida,
gustaban algunos
pitagóricos de contemplar el cielo y del estudio de los astros.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
82
En tales ocasiones, y
como fruto de las magnificencias de la contemplación
celeste, resonaban
espontáneos los himnos a la noche, al aire libre,
acompañados de la
dulce cítara, de la flauta pastoril, de los exaltados címbalos
de múltiples ecos o
de la gran arpa egipcia, de numerosas cuerdas y cuyos
acordes imitaban en
el silencio la música de las esferas.
Entre aquellos himnos
nocturnos, tenían preferencia los de Orfeo, aquel
que con su lira, la
más melodiosa entre todas, domaba a las fieras y divinizaba
a los hombres.
Uno de ellos invocaba
a los astros con estas dulces palabras:
“Astros
uránicos, descendientes de la noche de obscuro
peplo:
Vosotros, que os arremolináis en torno a su trono,
ígneos
y resplandecientes y regentáis el dominio de las Moiras,
reveladoras
de todos los destinos, mostradnos, a través de siete
rayos,
la vía divina a todos los mortales”.
Después de estas
jornadas plenas de sazón y de belleza, el descanso era
profundo en la
mansión pitagórica.
En la alta noche,
bajo la luz protectora de las estrellas, un grupo de
elegidos descansaba
de los trabajos de la jornada sobre el montecillo de las
Musas, en un rincón
de la Magna Grecia.
Pero en él tenían
puestos los ojos los genios que dirigen el movimiento
ascendente de la
humanidad. Para ellos resplandecía la morada pitagórica
como un faro de luz
sobre la tierra obscura.
Este ritmo
placentero, era a menudo alterado en la Escuela de Pitágoras.
Tenía también
instituidos sus festejos públicos y privados a través de
aniversarios y
solemnidades. Algunas de tales celebraciones eran adaptadas de
los misterios menores
de los templos cuyos espectáculos rituales conocía
Pitágoras a través de
sus viajes.
El maestro había
previamente ajustado a la psicología juvenil y
optimista y al
afilado sentido estético y racional de su raza, los más asequibles
de aquellos ritos.
Eran fiestas de arte,
de alegría y de espiritualidad, cuyo simbolismo
podía ser comprendido
e incorporado a la experiencia íntima de los
espectadores helenos,
mediante el inmenso poder de la delectación que
procuraba la visión
del espectáculo de belleza.
Los equinoccios, los
solsticios, las lunaciones y los grandes
acontecimientos
siderales ofrecidos por las conjunciones y aspectos mutuos de
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
83
los astros que
Pitágoras sabía interpretar, canalizando mediante tales ritos el
influjo que de ellos
se derivaba sobre la humanidad, eran frecuentes temas de
tales festejos.
Los más populares y
externos tenían lugar en el teatro enclavado en la
falda de la colina. A
algunos de tales espectáculos concurrían algunas
personalidades y aun
público de Crotona. A veces llegaban invitados de
ciudades vecinas.
Pero aparte de esos
espectáculos, se celebraban secretamente en el
Instituto Pitagórico
ceremonias en las que sólo podían tomar parte los
discípulos iniciados,
los herederos directos de la sabiduría del Maestro,
aquella que sólo
podía ser confiada oralmente y después de múltiples pruebas
consecutivas.
Generalmente, tales
celebraciones privadas tenían lugar en una cripta
subterránea, en la
rotonda circular del Templo de las Musas, o en el recinto
vedado del aditum o
santuario.
En el templo se
efectuaban por lo común las danzas cíclicas, ya que su
construcción y
perímetro se había levantado de acuerdo con esta función y
planeamiento.
Era admirable la
consagración de aquella selecta juventud a tales
espectáculos. Ellos
conocían no sólo la mecánica del rito, sino su oculta
finalidad. Al
sentimiento estético, a la beatitud que procuraban, se unía la fe
en su irradiación, en
su trascendencia benéfica. Oficiaban a conciencia porque
sabían que, en el
transcurso del ritual, cada uno de ellos centralizaba un
celeste influjo y lo
expandía en torno. Educados sus cuerpos y sus almas en las
leyes del ritmo,
operaban la más sublime de las magias: la de la belleza y la de
la armonía que rigen
el universo.
Pitágoras aleccionaba
convenientemente a sus discípulos para tales
esotéricas
celebraciones. La preparación física iba acompañada del
adiestramiento de los
cuerpos sutiles en ellos. Las leyes superiores del hombre
y del cosmos, las
verdades eternas de la ética trascendental, las reglas de la
sabiduría antigua, se
iban imprimiendo así, insensiblemente, sirviendo al ideal
armónico de perfección,
en las almas de aquella juventud capaz de hacer el
más elevado uso de
las doctrinas.
En las danzas
sagradas se intensificaba su natural belleza y majestad.
Diríase que en
algunos momentos, el alma de los dioses, altos agentes
cósmicos, encarnaba
en ellos. Aquellos ritos los divinizaban. Y ellos
experimentaban con
naturalidad el magno fenómeno que es siempre la
finalidad última de
todo ritual, cuando se ajusta a las corrientes vivas
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
84
universales.
De este modo, y
siguiendo un plan completo de formación integral, se
desenvolvía la vida
pitagórica.
En aquel punto
diminuto de la tierra, en la Magna Grecia, una selección
de hombres y mujeres
se preparaban para servir de injerto a la sociedad y
elevar el nivel de la
vida griega.
Ellos darían al mundo
el más alto ejemplo de elegancia y de hermosura
internas y externas.
Su organización, como toda institución humana, tendría
un fin. Pero su
influjo y su ideario, perdurarían a través de siglos y siglos.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
85
IX.-
PRIMER GRADO DE LA ENSEÑANZA
LOS
ACUSMÁTICOS
La
Musa Tácita — Recepción y Bienvenida — Plática del
Maestro
— Valor del Silencio — Deberes del Oyente — Los
“Versos
Áureos” — Período de Purificación — Las
Asignaturas
— Labores y Oficios — La Amistad Entre los
Pitagóricos.
n medio del umbral de
la sala donde recibían sus lecciones los
alumnos de primer
grado, se erguía de pie sobre un plinto, la
estatua de mármol de
la Musa Tácita.
Era ésta la efigie de
una hermosa mujer velada que, por todo atributo,
acercaba a los labios
el índice de su mano derecha.
El día del ingreso
del candidato al curso preparatorio, el mismo
Pitágoras acompañaba
al alumno a la sala donde tendría lugar su enseñanza.
Antes de franquear el
umbral, deteníase el maestro ante la estatua de la
Musa del Silencio y
dirigía las siguientes palabras a su discípulo:
— Esta imagen no se
apartará un instante de tu mente mientras dure el
período de tu
noviciado. Ella te recordará el deber que contraes desde este
momento, de guardar
el más riguroso silencio. No podrás nunca dirigir una
sola palabra a tus
compañeros ni a tus instructores durante las clases y en las
horas de trabajo. En
los ratos de asueto y descanso hablarás lo menos posible,
ciñéndote a lo
indispensable. Desde este momento rendirás, pues, culto
constante al símbolo
que esta Musa representa. Ella será la mentora de tu vida
mientras dure el
período de instrucción en el primer grado preparatorio.
Amarás el silencio
sobre todas las cosas. Observarás sin hacer nunca objeción
alguna. No
preguntarás ni responderás. Pero tratarás en tu beneficio de
concentrar la
atención en retener todo cuanto se te enseñe.
No te será concedido
el privilegio de hablar en la Escuela hasta que tu
palabra valga más que
el silencio a que te hallarás sometido como disciplina.
En tanto, tus
palabras no sean justas, armoniosas y sabias y tengan el poder de
ayudar a los demás,
te será más beneficioso callar. Observa bien este esencial
mandamiento: Callarás
hasta que tu palabra merezca ser oída. Hasta que la
emitas como una
dádiva para los dioses y para los hombres. Hasta que posea
E
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
86
su fuerza, su número
y su música. Hasta que se halle, en fin, adiestrada en el
conocimiento y en la
virtud, merced al ejercicio del silencio que esta Musa
representa y ensalza.
En tanto dure tu
período de preparación, seguirás cumpliendo tus
deberes religiosos.
Consagrarás a los dioses el fruto de tus meditaciones. Al
mismo tiempo, te irás
familiarizando con las labores, artes, ciencias y oficios,
que se hallan bajo la
advocación de las nueve musas bajo cuya protección se
halla este recinto.
Pero sobre todas tus aptitudes, desenvolverás, a través del
silencio, las
facultades de observación y retentiva. Piensa que la madre de las
Musas, Mnemosina,
representa la memoria, así como Zeus, su padre, encarna
el poder-sabiduría.
A través del
silencio, culto constante que rendirás a la décima Musa, la
Musa Tácita,
cultivarás estas dos esenciales virtudes: la concentración mental
en los temas de la
enseñanza, y la prudencia, consecuencia de la mesura.
Cuando te sea
concedido el don de hablar, hallarás tú mismo el gran beneficio
de ese
enriquecimiento. Entonces recibirás mis lecciones directas, no antes.
Con tales palabras,
se despedía el Maestro del acusmático sin haber
traspasado el umbral
del aula donde transcurriría su instrucción primaria
encargada a los más
adelantados discípulos de Pitágoras.
El alumno, con los
labios sellados, penetraba allí solo, dispuesto, ahora
que comprendía el
significado de su período de silencio, a ser un perfecto
oyente.
Si las lecciones eran
aprovechadas y si la conducta del novicio era
aprobada, al cabo de
dos años, o sea, de dos cursos completos, pasaba a
formar parte de los
discípulos internos del primer grado, período que
abarcaba, según las
aptitudes del estudiante, de dos a tres años más.
Esta segunda fase del
noviciado, aun en el grado de acusmático,
consistía en pasar al
aula de los alumnos del segundo grado, los llamados
matemáticos, aquellos
a quienes se había levantado ya el veto del silencio.
Pero en tanto no
hubiera trascendido el período preparatorio, mientras fuera
acusmático, sólo
podría entrar allí en calidad de oyente.
Mientras los discípulos
más avanzados, sus compañeros matemáticos
tenían derecho a
hablar, preguntar y expresarse, el acusmático debía seguir
manteniendo el
mandamiento del más riguroso silencio. En tal período, podía,
sin embargo,
escuchar, no sólo a sus instructores, sino también a sus
condiscípulos más
adelantados y valorar, en la práctica, el fruto recogido por
ellos durante el
primer período de su enseñanza preparatoria.
Los primeros cursos
correspondientes al grado externo comprendían,
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
87
además de todas las
asignaturas que constituían la instrucción completa e
integral del
pitagórico, aunque en su fase elemental, las normas morales dadas
por el Maestro en la
primera parte, la más exotérica y preceptual, de sus
“Versos de Oro”.
Tales “Versos” constituían la síntesis, clara y sencilla, de la
práctica de las
virtudes esenciales a todo pitagórico.
Estaban escritos
tales “Versos” en forma de lemas en lo alto de los
muros de la sala de
enseñanza. Cada día, el instructor de turno los comentaba
por partes, adaptando
su lección práctica a la comprensión de sus discípulos.
Además de esta forma
didáctica o comentada de los “Versos de Oro”,
un coro los recitaba
con acompañamiento de música, en forma cadenciosa,
para los acusmáticos.
Así, el poder de su armonía penetraba directamente en el
alma expectante de
los silenciosos que, sobre el conocido sentido ejemplar de
las máximas,
asimilaban la belleza y la dulzura de su ritmo y de su cálida
eufonía.
Los “Versos Áureos”
rezaban así:
“Honra
ante todo a los dioses inmortales
de
acuerdo con la ley. Rinde al juramento fe.
Respeta
toda creencia. Consagra a los bienaventurados
seres
de luz. Honra asimismo a todos los genios
terrestres,
dándoles el debido culto.
Honra
a tu padre, a tu madre
y a
tus parientes próximos.
Elige
entre los hombres por amigos
a
los más destacados en virtud.
Cede
siempre a sus dulces advertencias,
sigue
el ejemplo de sus actos
útiles
y honestos. Evita en cuanto puedas
repudiar
a tu amigo por mínimas faltas.
Piensa
que lo posible habita siempre
cerca
de lo necesario*.
Trata
de
vencer todas las concupiscencias.
Sé
sobrio en el comer. Vence del mismo modo
la
pereza, la lujuria y la ira.
No
te entregues nunca a actos reprobables
ante
los demás ni ante ti mismo.
* Se
refiere a la “Ley de Necesidad” que así denominaban los griegos el karma o ley
de causa y efecto.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
88
Sobre
todo, respétate. Observa la justicia
así
en tus palabras como en tus acciones.
No adquieras
la costumbre del desorden
ni
actúes sin causa ni razón.
Reflexiona
que el Hado ha dispuesto
nuestra
muerte. Que los bienes externos
son
inestables y nada seguros.
Y
que las desgracias de la vida
vienen
por voluntad divina.
Sufre
con paciencia tu suerte, sea cual fuere,
y no
te enojes nunca. Pero trata
de
remediarla sin embargo en lo que puedas.
Piensa
que el destino ahorra
muchos
males a los comprensivos
y a
los bondadosos. Discierne con cuidado
las
opiniones de los demás, buenas o malas.
No
las admitas fácilmente, ni presto las rechaces.
Cuando
adviertas engaño, serenamente escucha
y
practica la paciencia. No te dejes
seducir
jamás por palabras ni por hechos
ajenos.
No digas ni hagas nunca
cosas
que te perjudiquen. Procura realizar aquello
que
de veras conozcas. Pero esfuérzate
por
aprender, ya que al estudio
acompaña
la dicha. No descuides
jamás
la salud de tu cuerpo. Dale con regla
alimento,
bebida y ejercicio,
pero
todo en debida mesura
para
que nada te perjudique.
Acostúmbrate
a vivir limpia y sencillamente,
sin
lujos. Evita provocar la envidia.
No
realices extemporáneos dispendios
propios
de aquellos que no reflexionan.
Pero
rehúye la avaricia y la mezquindad.
Ama
el justo medio en todas las cosas.
Medita
antes de obrar, aquello
que
es más conveniente hacer.
Y no
permitas que en la noche
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
89
cierre
el sueño tus párpados,
sin
examinar juiciosamente todas
las
acciones del día. Pregúntate:
¿En
qué habré faltado?. ¿Qué dejé de realizar
que
debía haber hecho?.
Si
en este estricto examen
hallas
que obraste mal,
repréndete
severamente. En cambio,
regocíjate
de tus propios aciertos.
Practica
bien estos consejos. Medítalos.
Ámalos
con toda la fuerza de tu alma.
Que
ellos te conducirán certeramente
por
el sendero de la virtud divina”.
Esta primera parte,
la más asequible, de los “Versos de Oro” de
Pitágoras, eran
cantados una y otra vez, de modo que tanto la forma armoniosa
como los preceptos de
su contenido penetraran poco a poco en los discípulos
del primer grado.
Toda su conducta,
toda su vida, debían ajustarse a tales reglas mientras
durara el período de
su purificación bajo el imperativo del silencio.
Los “Versos de Oro”
eran a manera de un bálsamo de salud externa e
interna para el joven
pitagórico.
No sólo los actos del
acusmático, sino su apariencia, su expresión, sus
gestos, eran
observados detenidamente en el decurso del largo período que
duraba su silencio.
Creían los discípulos
avanzados, de acuerdo con las enseñanzas del
Maestro, que los
actos, así como las palabras y más aún los pensamientos,
imprimen en nuestro
cuerpo una huella inconfundible. Ellos nos modelan
lenta, pero
seguramente.
Por ello y antes que
los superiores conocimientos del pitagorismo les
pudieran ser
revelados, era preciso que el cuerpo, las emociones y la mente del
alumno, como la copa
de las consagraciones, se hallaran limpios y puros,
dignos de
transparentar las aguas de la sabiduría.
Paralelamente a la
asimilación de tales reglas de ética práctica, los
acusmáticos recibían
lecciones de artes y ciencias, dosificadas y adaptadas a
su estado de
comprensión.
La instrucción de
orden intelectual o teórica comenzaba por tres
asignaturas
fundamentales: la aritmética, la geometría y la música.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
90
Pitágoras había
declarado estas tres asignaturas como las básicas de
toda su enseñanza.
Sobre el fundamento
de estos conocimientos esenciales, se levantaba
luego el inmenso
edificio de su sistema de educación integral.
Cada una de tales
asignaturas se ampliaba y sub-dividía luego, en forma
escalonada, a medida
de la capacidad y progreso del discípulo.
El conocimiento
primario de los números o aritmética, el de las formas
simples o geometría y
el de la música o armonía, constituían no sólo el
fundamento de la
cultura externa del pitagórico, sino que eran los pilares
inconmovibles de toda
formación posterior, ya que en tales asignaturas se
estructuraba la
filosofía y el régimen de vida interna del iniciado en la
sabiduría. Ya que
todo en el universo se basaba en ellas.
De todas las bellas
artes, la más cultivada por los acusmáticos era la
gimnasia rítmica y la
danza.
La danza era la suma
de todas las demás artes. Además, creía Pitágoras
en su inmenso poder
para la elevación interna del individuo, ya que constituye
el ritual perfecto de
la belleza, cuando se ajusta a las leyes de la armonía
universal.
Al contenido plástico
de la rítmica y la danza uníase su aportación
lírica, su cultura
musical, su sentido esotérico y planetario aparte su inmenso
valor higiénico como
gran forjadora de salud, de agilidad, de esbeltez,
proporción y
hermosura. La danza, además era la maestra de la estatuaria. Ya
que el arte estática
de la plástica debía encerrar la euritmia, el equilibrio de
masas del movimiento
medido.
Pitágoras concedía un
gran valor a la formación espiritual a través del
arte. La
contemplación de la belleza crea en el individuo el hábito de todo lo
armónico que se va
impregnando y asimilando en el alma.
A través de la
cultura artística se lograba un gran avance en la
formación integral
del pitagórico. Sabía el ilustre samio que el arte era una
magia positiva.
Convenientemente administrado el cultivo de las artes bellas,
lograban, por
traspasadura, por penetración sutil, que se manifestase la propia
deidad interna. En
tal caso, era ella directamente la que operaba el progreso
del alumno
naturalmente sensible.
Este proceso era
siempre un misterio para el mismo acusmático y para
sus instructores. En
la hora de dar el fruto, solía sorprender la eficacia y los
alcances conseguidos
por este método sugerido de cultura artística.
Por ello tenían las
bellas artes un lugar preferente en la formación del
pitagórico.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
91
Respecto a las
ciencias, se prefería, ante todo, la enseñanza de las
naturales, que ponían
al discípulo en contacto con las maravillas de la madre
Tierra. A tal fin,
poseía el Instituto un museo de ciencias físicas y naturales,
así como laboratorios
de investigación y granjas de cultivo.
El mundo circundante,
con sus maravillosos y variados fenómenos, era
estudiado a través de
la geología que experimentaba en los elementos
terrestres y sus
secretos. De la zoología, que familiarizaba a los alumnos con
la naturaleza,
costumbres e intimidad de los animales. De la botánica, que les
descubría esta
inmensa hermandad vegetal que cubría la tierra en sus diversas
latitudes y climas,
por familias.
El cultivo, también,
de los productos de la tierra en huertas y jardines,
les daba a conocer
prácticamente la naturaleza de las semillas, de los frutos y
las flores así como
la utilización y elaboración de ciertos productos vegetales.
Paralelamente a tales
trabajos de colaboración común en beneficio de la
Escuela, los alumnos
y alumnas de primer grado practicaban labores manuales
propias de ambos
sexos en los talleres respectivos, de acuerdo con sus
aptitudes y
aficiones.
En tales talleres se
elaboraban las prendas de uso de los mismos
pitagóricos y los
utensilios y enseres de la Escuela y de sus viviendas, así
como toda índole de
objetos de arte y adorno.
Todos estos trabajos
en común, la forma de desenvolvimiento de los
estudios, la
mancomunidad de ideales y el roce constante, fomentaban entre
los pitagóricos la
más alta forma de amistad y confraternidad, que crecía a
medida del pulimento
y progreso de cada individuo aislado.
Especialmente en los
juegos, las danzas y el recreo, en las excursiones y
los paseos, el
vínculo amistoso se iba intensificando insensiblemente día a día.
Este descubrimiento,
la valoración de la gran dádiva del mutuo afecto, la
capacidad del amor y
del gozoso sacrificio por el compañero se convertía,
andando los años, en el
mayor estímulo, en el mayor halago de la convivencia
en la Escuela.
Esta capacidad de
amor que el ideal mismo en común les despertaba,
habría de convertirse
en el gran vínculo, en la poderosa fuerza de unión de la
fraternidad
pitagórica que sería en los siglos venideros la fórmula más eficaz
de siembra y
perduración de la doctrina.
Esta estrecha
vinculación del sentimiento amoroso y fraterno, creaba
entre los pitagóricos
un clima en el cual el gozo de toda virtud y de todo logro
individual era
compartido, el hito de cada conocimiento transmitido como una
común riqueza y la
hermosura y la elegancia de cada pitagórico, hombre o
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
92
mujer, admirados como
una dádiva de los dioses hecha para el noble orgullo
de la Institución.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
93
X.-
SEGUNDO GRADO
LOS
MATEMÁTICOS
Día
de Oro — Nacimiento de la Palabra — “Versos Áureos”
del
Grado — Bienvenida al Matemático — Suma Ética del
Silencio
— El Ciclo del Conocimiento — Símbolos Esenciales
del
Pitagorismo.
os pitagóricos
llamaban “día de oro” aquel en que Pitágoras daba
la bienvenida a los
alumnos de segundo grado.
Siempre coincidía el
fausto acontecimiento con la fiesta de un día solar.
Era fama entre los
griegos que en la jornada que encabezaba el ciclo
septenario semanal,
el sol tenía una luz y una irradiación distintas. El vínculo
entre el espíritu
solar y el humano se estrechaba entonces misteriosamente,
merced a los enlaces
de la vida humana con la vida de los astros.
Según las creencias
del pitagorismo, en tales días, faustos para todo
memorable
acontecimiento, la humanidad se halla más cerca del Padre
universal.
En verdad, aquel
celebrado día de la ascensión del acusmático a la
inmediata categoría
de matemático, nacía a la verdadera luz solar el
pitagórico, ya que
participaba en el misterio y la comunión de la palabra.
Entonces empezaba
para él el período de derecho en la Escuela.
En adelante recibiría
las lecciones directas del Maestro y podría ya
tomar parte en los trabajos
ejecutivos como en los directivos si manifestaba
aptitudes para ello.
Era costumbre que, a
la hora señalada de la recepción, todos los
discípulos que
cursaban el segundo grado, tanto varones como hembras,
fueran al encuentro
de los recién llegados a su aula para darles la enhorabuena.
Amistosa y
efusivamente los acompañaban hasta el lugar que tenían
designado en la sala,
a la sazón adornada para el acto solemne de la recepción.
Allí, un coro de
voces armoniosas cantaba para ellos, al compás de las
liras, los siguientes
“Versos de Oro”, adaptados al estadio intelectual y moral
de los matemáticos
del segundo grado de la enseñanza pitagórica:
L
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
94
“Juro
por Aquel que ha transmitido
a
nuestra alma la tétrada sagrada,
inmenso
y puro símbolo
fuente
de la naturaleza de perenne curso,
que
no actuaré nunca sin antes
invocar
la ayuda de los dioses”.
Este juramento
lírico, debían repetirlo, conjuntamente con el coro, los
recién ingresados. Así
la comunión de sus voces en el canto, era el primer
bautismo de su
palabra recién nacida y armoniosa.
El solemne y simple
recitado era como un fausto augurio y sellaba el
advenimiento del
derecho de hablar.
La prez cantada era
el compartido ofertorio, el simbolismo vivo de su
participación en la
hermandad activa, en el derecho de ejercicio de las
facultades integrales
del pitagórico.
Después del breve
coral, los nuevos matemáticos eran invitados a
guardar silencio, a
oír y a meditar en los “Versos” siguientes que los alumnos
más avanzados
cantaban:
“Cuando
hayas adquirido esta costumbre,
conocerás
la constitución de los dioses inmortales
así
como la de los hombres.
Sabrás
cuáles son sus posibilidades
así
como el medio que los contiene
y la
divina ley que los une.
Conocerás
en justicia la identidad
de
todas las cosas del universo.
Y ya
no esperarás lo que no te sea debido
porque
nada en la tierra se te podrá ocultar”.
Tales estrofas, que
oía por vez primera el pitagórico recién ingresado en
el grado segundo,
interpretaban la oculta promesa del matemático.
No era ya los
preceptos morales y las reglas de vida contenidas en los
“Versos” del primer
grado y cuya teoría y práctica había asimilado en los años
de silencio.
Estos otros “Versos”
implicaban, aunque de manera algo velada, lo que
la ciencia matemática
iría revelando en el transcurso de la nueva enseñanza,
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
95
tanto a su mente
concreta como a su cada vez más desenvuelta capacidad
abstracta, ya bajo la
guía directa de Pitágoras.
En el transcurso de
las lecciones que comenzarían, de los comentarios
mutuos y de las
pláticas del Maestro, los nuevos alumnos irían desentrañando
su sentido así
exotérico como esotérico.
Pero su repetición
cantada los haría llegar envueltos en alquimizadas y
sutiles formas de
comprensión inefable merced a la magia de la armonía. De
este modo entrarían
en su ser más hondo y se afincarían en el alma del
pitagórico y su
mensaje, su experiencia, le penetrarían suave, pero
certeramente,
incrustándose en su conciencia.
Al cesar los últimos
prolongados acordes corales, se hacía un solemne
silencio general que
el Maestro aprovechaba para impetrar de los dioses la
bendición sobre los
recién llegados.
Rodeado de sus
discípulos, de pie en la tribuna, se erguía, la figura
mayestática de
Pitágoras que, con la faz levantada y los ojos entornados,
recibía las elevadas
corrientes de las potestades invisibles que presiden
ocultamente toda
solemnidad de alto significado celebrada en su nombre.
Al cabo de un rato,
rompía el silencio dirigiendo la ponderada palabra a
sus discípulos que se
hallaban pendientes de sus labios.
— Bienvenidos seáis
en este hogar del conocimiento. Desde este
momento puedo
llamaros “Hijos del Silencio” puesto que acabáis de
trascender la
dilatada prueba de saber callar, una de las más arduas del
discipulado.
Pero esto no basta.
En los cursos que ahora os esperan, revestidos de la
dignidad de
matemáticos, esta augusta filiación tiene que granar en sabiduría.
De lo contrario, habríais
sólo obtenido el silencio estéril de las piedras.
El pitagórico debe
llegar al silencio positivo, articulando a través de él
todas las fuerzas de
su pensamiento y de su radiante magnetismo. Sólo en este
caso se recibe en el
silencio el privilegio de su acción benéfica. En sus aguas
tranquilas se halla
la purificación de la humildad y de la reverencia.
Estas virtudes serán
en adelante el firme soporte de vuestro progresivo
adelanto, de vuestro
enriquecimiento interior. Porque en ningún caso, ni en la
superación del mayor
logro, deberéis desecharlas.
No olvidéis nunca que
la elegancia completa, la que dimana a la par del
cuerpo y del
espíritu, es resultado de la serenidad, del equilibrio de todas
vuestras facultades y
potencias. Y que la serenidad es la flor secreta de la
humildad y de la
sencillez.
A través del hábito
del silencio, aprende el pitagórico a escuchar.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
96
Primero las palabras,
luego las vibraciones. Porque todo tiene un lenguaje en
la vida, aun lo que
nos parece mudo. Todo habla al que es capaz de escuchar y
comprender. Y el
lenguaje de la vida es el que sustenta mayor sabiduría. Pero
hemos de aprender a
interpretarlo. Su verbo es un canto puro, una armonía
pura, ya que la vida
es un don y un privilegio divino. Todo consiste en saber
hallar esta armonía.
Ahora empieza para
vosotros, trascendido el período de preparación, el
ciclo de
conocimiento.
No entenderíais en
este sentido trascendente, a pesar de vuestro
adiestramiento en el
silencio, si antes no conocierais.
A eso venís,
engrosando las filas de los matemáticos.
Responsabilizados ya
en lo que se refiere al valor de la palabra, deberéis
tender en todo
momento, al hablar, a oficiar con ella. No lo olvidéis.
Así que, emplearéis el
lenguaje como un afinado instrumento
armonioso. Sólo así
penetrarán vuestras palabras en el alma de los que os
escuchen. Así
crearéis con ellas música de pensamiento.
En estos años de
abstinencia hablada, habéis aprendido ante todo a
valorar y a dar categoría
al silencio. Ahora pondréis este silencio conquistado
al servicio de la
expresión interior. De este modo, palabra y silencio
recobrarán al unísono
para vosotros su más alta y noble categoría.
Sin embargo, os
aconsejo que seáis siempre parcos en hablar.
Reflexionad antes de
hacerlo. Compulsad el móvil de vuestra íntima intención.
Comprobad por
anticipado si hay armonía en lo que vais a decir.
Cultivad la dulzura
del lenguaje si queréis que sea una fuerza, si
anheláis que sea en
verdad un medio eficaz de persuasión.
Pero antes que nada,
sed verídicos. Únicamente la verdad da a la
palabra el poder de
la lira de Orfeo. La palabra del pitagórico debe ser sagrada
como un juramento
pronunciado ante el altar de un dios.
No pronunciéis jamás
palabras vanas e inútiles. Son un dispendio de
energía, una falta de
administración interna. Que todas las palabras que
pronunciéis en el día
puedan resumirse en una inédita plegaria, grata a la
íntima deidad.
Pensad siempre antes
de hablar si lo que vais a decir beneficia a alguien
o a vosotros mismos
en el real sentido de la expresión, apartando a un lado
toda forma, aun la
más sutil, de vanidad.
Yo experimento el
regocijo profundo de vuestro ingreso aquí, como
discípulos directos
míos.
Desde hoy, el
ambiente del Instituto se enriquece con el sonido de
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
97
vuestra voz. Ello
casi significa recuperaros en vuestra integridad consciente de
pitagóricos.
Tanto yo como mis
allegados discípulos, esperamos que en adelante
haréis honor a la
dignidad de matemáticos que en este momento os otorgo en
el sagrado nombre de
los dioses.
Con esta breve
peroración, quedaba admitido el alumno como escolar
del segundo grado.
Entonces adquiría la facultad de oírse a sí mismo. Al
sumar su voz a la de
sus compañeros, sentía al principio un asombro parecido
al que se experimenta
al oír la música de un instrumento desconocido.
Entonces comprendía
todo el beneficio de los años pasados en el
silencio. ¡Cuánto le
habían enseñado!. ¡Cómo saboreaba ahora el privilegio de
hablar y cómo
mesuraba sus palabras!.
Poco a poco, en este
nuevo período consagrado a la adquisición de
superiores
conocimientos, su lenguaje debía ir adquiriendo aquella fluidez y
aquel ritmo propio de
la mesura y de la prudencia que hacen de la palabra del
sabio la mayor
dádiva.
Allí iría aprendiendo
las leyes de la eufonía, la estructura y capacidad
armoniosa del
lenguaje, doble corona de la ya tan musical lengua griega.
Con el dominio y
posesión del privilegio de saber hablar y de saber
callar, asimilaba el
matemático la enseñanza fundamental del segundo grado:
la ciencia superior
de los números que sostenía todo el armazón del edificio
interno del
pitagorismo.
Del aspecto concreto
de los cálculos y reglas aritméticas, pasaba el
estudiante a las
matemáticas abstractas y de ellas a los símbolos o imágenes
filosóficas.
El conocimiento de
los números abarcaba pues, desde su expresión más
simple y exotérica,
hasta su más profundo significado: las leyes matemáticas
del universo.
En posesión ya de
ciertas claves de interpretación, se relacionaban los
números con fuerzas
cósmicas cuyo conocimiento y dominio permitían al
matemático emplear
sus conocimientos en el porvenir con fines superiores.
Ellas le permitirían conocer
al hombre en toda su vasta naturaleza, como un
microcosmos o mundo
menor, así como el complejo medio de su
desenvolvimiento y el
planeta que nos sustenta, hasta alcanzar las magnitudes
de la proyección
macrocósmica dentro de los ámbitos universales.
Allí aprendía el
matemático la correspondencia de los números con los
cuerpos geométricos,
su símbolo y su interpretación correspondiente.
Aquella estructura
lineal de las formas aprendida en el grado de
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
98
acusmático, adquiría
ahora volumen y estado. Eran ya como representaciones
de cosas vivas, de
verdades y de leyes permanentes.
— El uno es el
principio de todo — decía Pitágoras —. Es el símbolo
de Dios. El uno es el
germen del inmortal e infinito Espíritu, la causa eterna de
la que emanan todas
las cosas temporales, visibles y sensibles.
Al manifestarse este
Uno indivisible, se convierte en mónada, como una
extensión de sí
mismo. Es entonces Dios manifestado, el Padre.
Entonces el uno halla
su reflejo en el dos, los pares de opuestos, la
dualidad esencial,
símbolo del Padre y de la Madre, y aparece la díada.
Del uno y del dos
nace el tres que completa la tríada. Es la Trinidad
antropomórfica de
todas las religiones: Padre, Madre e Hijo o Espíritu Santo.
El tres es el Hijo,
el Avatar, la manifestación divina en el tiempo.
Con la tríada tenemos
el símbolo primario, el triángulo equilátero, la
forma perfecta.
La tríada representa
la continuidad de la vida.
Sucede al número tres
el cuatro, la cifra básica, del mundo objetivo,
pilar de los
elementos terrenos. Estos primeros números forman, al unirse, el
símbolo del
cuaternario.
Manifestado este
cuaternario en planos de extensión, cuando al sentido
del tiempo se une la realidad
del espacio, aparece, con el cuaternario
elemental, la primera
unidad corpórea, la forma volumétrica, el poliedro
simple, o sea, el
tetraedro.
Si sumamos los cuatro
primeros números, l + 2 + 3 + 4 obtendremos el
diez, la década
sublime, el principio y fin de todas las cosas, el uno y el cero,
el punto y la
circunferencia, cuerpo máximo y perfecto.
Del cuerpo simple —
el cuaternario — llegamos, a través de su misma
suma simbólica, a la
tetractis, el principio universal que le dio nacimiento.
El triángulo
representa las tres cualidades o atributos de la divinidad,
cuyos
correspondientes predicados ostentará como lema interno todo
pitagórico. Ved su
esquema en este triángulo:
El vértice superior
es el punto (el uno) que se convierte en mónada,
símbolo de la línea
descendente. De la mónada nace la dualidad, (el dos)
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
99
punto desdoblado en
la segunda línea, la díada.
Ambos brazos celestes
tendidos hacia abajo señalan el comienzo de la
manifestación,
necesariamente limitada, circunstanciada, formando otra línea,
(el tres) que une el
extremo de ambos brazos descendentes.
Esta última línea, la
que simboliza la continuidad, el hijo en la trinidad,
divina, es el
horizonte o plano estable, la creación.
Si consideramos el
mismo triángulo en su sentido cualitativo,
atribuiremos cada
lado, respectivamente, a la Verdad, la Bondad y la Belleza,
correspondientes al
Padre, la Madre y el Hijo.
Esa trinidad
cualitativa tiene sus predominantes en la constitución
triangular de la
misma sociedad en la forma siguiente: la Verdad preside la
ciencia, la Bondad la
religión, la Belleza el arte en sus formas puras y
aplicadas.
Y completando lo
antedicho en su sentido superior y universal,
añadiremos el simbolismo
del Triángulo Pitagórico ya en su dimensión
seupercósmica en que
la cualidad de la Verdad se traduce en Ley — ley
universal o suma de
leyes —; la Bondad en Providencia — divina — y la
Belleza en Armonía.
LEY
PROVIDENCIA
(Ciencia)
(Religión)
VERDAD
BONDAD
BELLEZA
(Arte)
ARMONÍA
De estas tres
cualidades que, en su dinamismo puro, como vibración
podríamos definir
también, respectivamente, como Energía, Sensibilidad y
Armonía, brotan las
tres grandes ramas de las esenciales actividades humanas:
la Ciencia, derivada
de la Verdad-Energía. La Religión, forma concreta del
ideal de
Bondad-Sensibilidad. Y el Arte, consecuencia de la Belleza-Armonía.
De la trinidad
pasaremos al cuaternario, representado como elemento de
volumen, como cuerpo
primario simple en el tetraedro y cuyo símbolo
terrestre es el
cuaternario.
Por otro lado, si
como hemos dicho ya, de la suma de los primeros
cuatro números que lo
componen obtendremos el 10, la década,
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
100
representaremos a ésta
con el diagrama síntesis de todas las verdades
humanas, terrestres y
divinas, llamado triángulo pitagórico de los diez puntos
inscritos, suma de
todas las sabidurías:
.
.
.
.
. .
.
. . .
La circunferencia, el
cero, el infinito, con el punto central, el uno,
principio y fin a la
vez, integran el triángulo con su triple interpretación
representada por los
nueve puntos (las nueve unidades o números simples).
La interpretación de
este símbolo puede realizarse a través de múltiples
y misteriosas claves,
que no están ahora al alcance de vuestra capacidad.
Actualmente estamos
empleando sólo la primera de ellas: la numérica o
matemática.
Siguiendo el análisis
filosófico del simbolismo de los números simples,
a partir del cuatro,
nos encontramos con que el cinco es la representación
genuina del hombre.
El hombre, en su
origen, es una pentalfa, una estrella de cinco puntas:
Es el quinario
glorificado, el ser perfecto, con los brazos tendidos en
señal de fraternidad
a todo cuanto le rodea. Esta actitud es también símbolo de
sacrificio, de acto
sagrado, ya que el que ama y siente la fraternidad, comparte
con sus hermanos la
dádiva celeste. Es el sacrificio del banquete de los dioses,
en su acepción
mística. Es partir el néctar y la ambrosía de los liberados cuya
dulzura no es más que
la suma espiritual de muchas amarguras superadas. Es,
también, el famoso
Número de Oro de los cabalistas.
Si la interpretación
de los dos brazos horizontales equivale al oriente y
occidente de la estrella
de cinco puntas o pentalfa, las dos inferiores, equivalen
a las dos piernas
humanas, en este caso separadas, indicio de marcha, de
evolución.
El número siguiente,
el seis, representa el doble triángulo enlazado. El
superior es el
positivo cuyo vértice se dirige hacia lo alto. El inferior o
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
101
negativo, posee el
vértice dirigido hacia abajo. Es la divinidad contemplando
su reflejo invertido
en las aguas de la manifestación.
El siete se transforma
en el septenario divino, símbolo a la vez del
hombre y del
universo. Es el ser humano como microcosmos, el individuo
completo, perfecto,
el andrógino, que aúna las experiencias masculinofemeninas.
Tal es el ser
evolucionado que integra ya en sí los reflejos o
cualidades
distintivas de los siete planetas, el septenario celeste. A través del
tiempo, ascendiendo
en la evolución, ha trascendido los principios inferiores,
el cuaternario de la
materia, mediante la trinidad superior o divina, que,
potencialmente, todos
somos susceptibles de alcanzar puesto que la poseemos
en estado latente.
El ocho, el doble
cuadrado, ha sido llamado el símbolo de la pureza ya
que, mediante esta
virtud, los cuatro elementos inferiores del hombre se
transfieren al
trascenderse, a su fuerza, a su elevada potencia. Es el óctuplo
poder. Es el óctuple
sendero del budismo, o sea, el siete sagrado de la
iniciación
planetaria, más la liberación, la superación de toda prueba o senda.
El nueve es la triple
trinidad, la tres veces grande deidad del cosmos.
Nuestra religión le
ha dado la forma esotérica de las nueve hijas de Zeus, las
Musas divinas, cuyo
simbolismo es mucho más profundo y abstracto del que
comúnmente se imagina
el profano.
A través de estas
enseñanzas, que, partiendo de la más concreta raíz del
conocimiento, los
números, se remontaba a las más elevadas abstracciones del
pensamiento
filosófico, las graduales teorías de Pitágoras iban abriendo
nuevos surcos de luz
en el alma de sus discípulos.
Su palabra devenía
como riego de otras pródigas aguas de sabiduría en
el fértil campo
intelectual y moral. A través de la escala de las matemáticas
llegaban de este modo
a las puertas de la Teofanía.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
102
XI.-
TERCER GRADO
LA
TEOFANÍA
El
Misticismo Pitagórico y el Hieros Logos — Axioma
Hermético
— En el Templo de las Musas — Naturaleza de
las
Diez Deidades — Pláticas y Coral — La Tríada de los
Misterios
Griegos — La Triple Némesis — Las Tres Parcas
— El
Misterio de la Muerte — La Reencarnación a Través
del
Mito Griego — La Anastasis, Fin de la Iniciación — Los
Trasgresores
de la Ley.
l pitagórico que
culminaba todas las asignaturas del segundo
grado, entraba en la
fase del desenvolvimiento de la mente
abstracta.
Como consecuencia, se
abrían para él horizontes infinitos ya que,
superados los
conocimientos básicos de los grados preparatorios, llegaba
ininterrumpidamente a
otros métodos superiores de desenvolvimiento.
Entonces su alma se
abría como una flor a la contemplación de las leyendas
explicadas a través
de las clases iniciáticas.
De hecho, empezaba
entonces para el pitagórico, con la Teofanía, el
proceso místico.
Comprendía ella la
revelación esotérica no sólo de los mitos, sino de
otras profundas
verdades de ellos derivadas. Merced a una dosificada y
progresiva ordenación
de muchas materias que constituían el fondo secreto de
los Misterios
religiosos, pudo escribir Pitágoras su famoso manuscrito
conocido como el Hieros
Logos o Palabra Sagrada.
Era este tratado a
manera de guión didáctico de sus cursos superiores.
La primera parte se
hallaba dedicada al grado teofánico.
Este precioso
manuscrito contenía todos los símbolos explicados así
como la alta
filosofía que encerraban. Multitud de leyendas religiosas
aparecían en él a la luz
traducida de la verdad iniciática. Era, en fin, la suma
de los conocimientos
asimilados por Pitágoras durante toda su vida y el
resumen de las
experiencias de sus viajes y estancias en las sedes de la oculta
sabiduría de su
época.
Siguiendo, pues, las normas
diseñadas en su Hieros Logos, estructuraba
E
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
103
Pitágoras las
progresivas lecciones a sus discípulos durante el período
teofánico y el
siguiente.
En cuanto a los temas
a tratar y a sus apropiadas circunstancias, seguía
el Maestro también, a
ejemplo de los sabios egipcios y caldeos, las
insinuaciones de las
estrellas.
De acuerdo con el
axioma de Hermes: “Como arriba, así es abajo”,
Pitágoras hacía
confluir siempre sus actos y labores, como los de sus
discípulos, dentro
del ritmo de las corrientes universales, merced a su
profundo conocimiento
del firmamento y de sus leyes operativas.
El inicio de la
Teofanía iba siempre precedido de una solemnidad
religiosa, ya que en
el fondo, inicio religioso era la fase en que entraba a la
sazón el pitagórico.
Generalmente, ese
momento culminar, ese bautismo espiritual, se
efectuaba de acuerdo
con las insinuaciones de los astros propicios, en la cripta
subterránea, en
contacto con el magnetismo terrestre y que se hallaba
excavada en las
mismas profundidades del Templo de las Musas.
Esta simple ceremonia
de ingreso al tercer grado, marcaba huellas
indelebles en el alma
del pitagórico porque tenía un carácter esencialmente
esotérico y operaba
su influjo en su naturaleza interna.
Los conocimientos
asimilados desde el ingreso en la escuela, entraban
entonces en un
período de realización. El discípulo debía operar en sí mismo a
través de aquellos
materiales pacientemente almacenados, la transformación y
la ascensión a un
estado de mayor florecimiento.
La recepción se
realizaba en el Templo de las Musas, en el cuerpo
central y circular
del edificio, en el corazón del Instituto, donde el Padre de los
dioses se encarnaba
en los símbolos esenciales de las asignaturas pitagóricas
personificadas en sus
hijas, las Musas.
Pero si ellas
representaban en lo concreto las distintas actividades de los
trabajos del
pitagórico, en lo abstracto devenían estados y facultades de un
orden que el vulgo
desconocía.
Formaban las estatuas
de mármol de las nueve diosas un triple triángulo
y se hallaban
distribuidas en torno del ámbito interior del templo, también de
forma circular,
rodeado de esbeltas columnas jónicas.
En el centro se
erguía la imagen velada de Hestia, la diosa guardiana del
fuego divino. Ante
ella, perpetuamente, ardía la pira sobre el ara propicia.
Después del himno
vespertino, cuando en la paz solemne del anochecer
se encendían en el
cielo las primeras estrellas, penetraban en el Templo y en
religioso silencio
los discípulos, hombres y mujeres, que acababan de
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
104
trascender al grado
de matemáticos.
El himno al sol
poniente resonaba aún en sus oídos. Era para ellos aquel
día la despedida
armoniosa a una fase trascendida de la disciplina pitagórica.
En la mañana
siguiente despertarían, con el dios de la luz, a la vida
teofánica.
En la semipenumbra
del Templo, las estatuas de las nueve Musas,
erguidas sobre sus
pedestales, parecían dar la bienvenida a los pitagóricos
reunidos en su
morada, acogidos en torno a sus imágenes.
Tras ellos aparecía
en el sagrado recinto Pitágoras vestido con alba
túnica y seguido de
algunos de sus discípulos más avanzados.
El Maestro se situaba
en el centro, a los pies de Hestia, la diosa velada,
frente al ara sobre
la que ardía una pira.
Entonces los
discípulos que lo acompañaban formaban estrecho círculo
en torno a la diosa
central, detrás y a ambos lados del Maestro.
De pie, erguido y
majestuoso, elevaba Pitágoras la noble faz iluminada
desde abajo por los
ígneos reflejos de la llama, concentrábase unos momentos
y daba comienzo, con
voz queda y pausada, a sus palabras de bienvenida a los
alumnos del tercer
grado.
Aquella plática era a
la par una exaltación del misterio teofánico o sea,
una exaltación del
elemento divino actuante en nuestras vidas y un programa
anticipado de las
actividades que aguardaban a los jóvenes advenidos.
— Os halláis desde
este momento — comenzaba — bajo el amparo y la
guía directa de las
diosas. Ante vosotros irán cayendo, uno tras otro, los velos
que las cubren a
vuestra comprensión. En su nombre, pues, os recibo en este
santuario. Que bajo
su divina advocación os sea propicia esta nueva etapa del
sendero.
Hestia, la guardiana
del fuego del hogar para los profanos — decía,
volviéndose y
mostrando la imagen de la diosa velada que se hallaba tras él —
será para vosotros,
desde ahora, la encarnación del espíritu del fuego cósmico,
la vida del universo
manifestada como poder maternal, providencial y
benéfico en vuestras
vidas de incipientes conocedores de sus misterios. A ella
invocaréis en
vuestras preces conscientes, ya que ella completa y resume la
década divina, con
las nueve Musas aquí presentes.
La Musa Tácita es a manera
de doble velado de Hestia. Si aquélla era el
silencio, ésta
representa la lengua de llama, el verbo puro, la palabra operante
como fuerza viva del
pensamiento.
Para vosotros,
purificados en el silencio y ejercitados en la palabra
consciente, Hestia representa
el culto que debéis a toda forma de actividad
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
105
creadora y
purificadora. Tal es el símbolo de este fuego cuya llama nos
ilumina.
Como la madre del
mundo vela sobre este fuego, debéis velar en
vosotros mismos el
símbolo de la llama eterna: la sabiduría como poder y
como elemento de
pureza.
Mis periódicas
enseñanzas os darán sólo el germen de esta facultad
creadora que está en
vosotros y que debe iluminarse por la intuición. En esta
cualidad se resume la
doble actividad que tendrá lugar en cada uno de
vosotros en el actual
estadio de vuestro desenvolvimiento. Ella representa el
punto sutil de
convergencia entre la ascensión mental a las ideas abstractas y
el descenso de la
aportación divina.
Para ello son
necesarias dos cosas: el conocimiento y la adoración
aspectos activo y
pasivo de la Teofanía.
Desde ahora os
rodean, no ya las imágenes de las Musas que veis con
vuestros ojos físicos
en este recinto, sino su espíritu, su verdad esotérica y sin
forma.
Si para la vulgaridad
de los hombres, Urania es la encarnación del cielo
que vemos, con sus
maravillosos fenómenos, sus estrellas y sus rotaciones,
para vosotros será la
ciencia que enseña los influjos de estas estrellas y de
estos fenómenos sobre
el carácter y la idiosincrasia de los hombres, sobre sus
destinos y
posibilidades de transmutación a lo superior, siguiendo su propia
tónica.
Si se tiene a Erato,
la diosa coronada de mirtos y de rosas, por la Musa
de la poesía lírica,
erótica o amorosa, para vosotros será el amor como ley de
las afinidades
electivas, de las corrientes universales de la simpatía. Ella
sellará altamente
vuestros sentimientos, llenará de amor y de dulzura vuestros
pensamientos y
vuestras palabras. Eliminará toda sombra de odio en vuestros
corazones aún en sus
más sutiles y engañosas formas y os enseñará a amar
todas las cosas y a
todos los seres hasta que sus candidos atributos florezcan
en pureza en vuestra
aura.
Si Clío es la Musa de
la historia para los profanos, para vosotros será en
adelante la gran
mentora de la evolución del hombre y de la humanidad, la
registradora de las
experiencias atesoradas de los ciclos de civilización a
través de la
filosofía de los acontecimientos colectivos.
Si se considera a
Polimnia la deidad de la persuasión y la retórica, para
vosotros será la
dadora del poder mediante el himno y el oficio religioso de la
palabra a través del
misterio inspirativo como agente del bien y de la verdad.
Será, pues, la
palabra plasmadora de los espíritus, la acción mediadora del
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
106
genio.
Si Melpómene se
considera vulgarmente la Musa de la tragedia,
vosotros la
consideraréis la alumbradora espiritual, la purificadora por la
acción del dolor como
acicate de perfeccionamiento, como algo transitorio
con que enmascara la
vida como vehículo de mayor adelanto y comprensión,
como estímulo para la
compasión ajena.
Si Euterpe es,
exotéricamente, la divina encarnación de la música y del
placer que procura,
para vosotros será la mentora de la armonía como ley del
espíritu, aquella que
dirige la música de las esferas y que al encarnarse en
nosotros, nos enseña
a vivir de acuerdo con la ley compensativa, en equilibrio
la acción y la
reacción, la causa y el efecto. Que no otra cosa es la armonía
como ética universal.
Si Calíope se
considera la musa de la poesía heroica, para vosotros será
la señora del poema
de vuestra propia conducta, elaborada en el ideal de la
escuela al sumarse al
gran canto de la vida. Merced a ella, se os hará
perceptible el
significado rítmico de todo sueño, de toda aspiración y
acontecimiento, la
vida como alta e iluminadora poesía.
Si Terpsícore preside
la danza de los cuerpos, presidirá en vosotros el
orden de vuestros pensamientos,
de vuestras emociones y de vuestros actos, la
danza de significados
cósmicos, en el juego de una acción completa y
perfecta.
Y por fin, si Talía,
la floreciente, gobierna para el común de las gentes
la comedia, para
vosotros representará el deber constante de la alegría, la
capacidad de
objetivizaros a vosotros mismos como actores en la escena de la
vida, enseñándoos a
representar gozosamente el papel que os ha asignado el
gran Autor que todo
lo crea, administra y gobierna.
Del mismo modo que ahora
se van desvelando ante vuestros ojos
internos estos dulces
atributos que son las Musas, todas las leyendas y mitos
de la religión se os
irán revelando poco a poco a medida de vuestro adelanto y
comprensión de su
esotérico significado, en los cursos que os esperan.
Y así, algún día
descubriréis en vosotros mismos la deidad secreta, el
ente divino que
subyace dormido en lo profundo de vuestro ser interno y que
tenéis que despertar.
A medida que os vayáis conociendo, esta deidad íntima
se irá manifestando.
Y en ello subyace la gran finalidad de la existencia. He
aquí el fin de la
filosofía.
Cuando os conozcáis
de verdad a vosotros mismos, conoceréis todos los
misterios del
universo.
Que el símbolo de
esta llama estimule vuestro afán en las labores que os
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
107
esperan para que la
Teofanía se realice en vosotros.
En adelante vuestra
vida externa apenas sufrirá cambio visible.
Seguiréis ampliando
vuestros conocimientos sobre ciencias y artes.
Daréis cumplimiento a
todos vuestros deberes. Cultivaréis el oficio de vuestra
preferencia. Tomaréis
parte, en la medida asignada, en la administración de la
Escuela.
Realizaréis vuestros
ejercicios físicos, morales, mentales y espirituales.
Gozaréis de las
mismas compensaciones en el juego y en el recreo.
Tendréis más libertad
de iniciativa y de acción, porque cada vez iréis
siendo más aptos para
autogobernaros. Sin embargo, habrá en vosotros una
mayor
responsabilidad, por lo mismo que os someteréis a mayor
autovigilancia.
Un consejo debo daros
como fin y remate de esta bienvenida. Sed
discretos al
comunicar vuestros conocimientos sobre las materias de este
grado a los alumnos
de las clases precedentes que no están todavía preparados
para asimilar estas
enseñanzas.
Y ahora, que los
dioses me ayuden para que yo os ayude en el curso que
comienza.
Después de esta
peroración preliminar, los recién ingresados a la
categoría de
teofánicos, siguiendo una indicación del Maestro, se acercaban
más a él. Y en torno
a la llama invocaban en silencio con el pensamiento, por
indicación del propio
Pitágoras, la presencia espiritual de las Musas.
Durante aquella
meditación, se oía una música melodiosa lejana.
Entonces, los
discípulos más avanzados que formaban la escolta del
Maestro, juntaban sus
voces para entonar a coro los “Versos Áureos”
correspondientes a la
enseñanza del nuevo grado.
“Debes
conocer que son los mismos hombres
los
que atraen sus desgracias
por
propia voluntad y elección libre.
Ignoran
que el bien nos circunda, y por ello,
no saben
ni pueden librarse del dolor.
Tal
es la suerte de la humanidad
que
avanza a obscuras, privada
de
comprensión. Los hombres son a manera
de
barquillas a merced de los vientos y las olas
siempre
opresos en sus limitaciones.
Les
son impuestas infinitas luchas
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
108
doquiera,
y ellos ignoran su por qué.
En
vez de provocarlas e incitarlas,
deberían
evadirlas mediante sacrificios.
¡Oh
Zeus inmenso, Padre de los hombres!.
Quita
la venda de sus ojos, ya que su raza
es
divina, y lleguen a discernir el error
y a
contemplar la Verdad pura, sin velos.
La
sagrada Naturaleza les revelará entonces
sus
más ocultos Misterios.
Si
ella te hace partícipe de sus secretos,
fácilmente
lograrás la perfección
y
sanando tu alma, la librará para siempre
de
toda turbación, lucha y dolor.
Abstente
de carnes, que hemos prohibido
en
las purificaciones. Libera
poco
a poco tu alma, discierne lo justo,
y
aprende el significado de las cosas.
Deja
que te conduzca siempre
la inteligencia
soberana y el soplo
de
lo superior. Y cuando, emancipado de la materia
seas
recibido en el éter puro y libre,
vencerás
como un dios a la muerte
con
la inmortalidad”.
Con el canto de estos
“Versos Áureos”, terminaba la sencilla ceremonia
del Templo de las
Musas.
A través de las
lecciones de los cursos del grado teofánico. Pitágoras iba
develando a sus
discípulos, en el debido orden y en forma cada vez más
amplia, el sentido
interpretativo de los mitos religiosos que hacían referencia a
la evolución del
alma.
Esta exégesis de los
mitos tenía lugar, casi siempre, en el propio recinto
del Templo, cuya aura
era especialmente propicia para crear el debido clima
mental y espiritual
de los alumnos.
Allí y en fechas
prefijadas siempre, aleccionaba Pitágoras a sus
discípulos. Su verbo,
madurado en la experiencia de tales temas, mostraba a
sus oyentes el
profundo contenido de su Hieros Logos e iluminaba la mente
de aquellos capaces
ya de traducir en conocimiento y experiencia propios, la
verdad revelada.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
109
En religioso
silencio, pues, escuchaban los graves muchachos y
muchachas,
conscientes del privilegio que ello suponía, la palabra magnética,
justa siempre, de
Pitágoras y trataban de asimilar su contenido y su acicate
creador.
Explicaba él a los
discípulos del tercer grado que toda la sabiduría
antigua circula por
los cauces secretos de los tres grandes Misterios griegos.
Estos tres aspectos
de la religión griega se hallan del mismo modo
encuadrados dentro de
la trinidad esotérica cuyo simbolismo y cualidades
habían estudiado los
alumnos en cursos anteriores como matemáticos.
El primero de los
Misterios de Grecia fue el de Dionisos, instituido por
Orfeo y correspondía
al Padre, primera persona de la divina trinidad. Tenía
por lema la Verdad.
Orfeo fue el primer
iniciado que llevó a Grecia las ocultas verdades
religiosas de Egipto
y de oriente y estructuró, con el culto dionisíaco, las más
austeras disciplinas
en la primitiva Tracia.
Dionisos es el
aspecto solar de la misma deidad de nuestro universo,
adorada por las
antiguas religiones bajo otros nombres, pero con idénticos
atributos. Por tanto,
es el avatar, o encarnación cíclica y divina, el mentor de la
luz interna, el gran
iniciador de los hombres, el animador de todas las
religiones que han
sido y que serán.
El segundo de los
Misterios religiosos de Grecia corresponde a la
Madre, segunda
persona de la trinidad mística, y fue instituido en Eleusis, la
ática morada de las
grandes diosas Demeter y Perséfona.
El distintivo moral
de su culto es la Bondad a través del pathos de su
dramatismo que
conduce a una exaltación de lo emotivo.
El drama de los
Misterios eleusinos se fundamenta en el proceso de la
evolución del alma
humana (Perséfona) a través de la encarnación y
desencarnación, de
las estancias sucesivas en la tierra y en los Infiernos o más
allá, siempre ansiosa
de recuperar a su madre, Demeter, el aspecto cósmico o
divino de la propia
alma humana.
El tercero de los
Misterios griegos lo hallamos en Delfos, templo de la
Fócida, la morada de
Apolo, el dios hijo, la belleza glorificada, la acción de la
luz espiritual en el
alma liberada.
Los Misterios
délficos representan la acción, la prosecución, el plano
horizontal, la manifestación
concreta. El estamento social, en suma, de la vida
griega a través de
sus anfictionías (Sabio inicio de la democracia) y de sus
nobles juegos de
emulación, nexo de unión de todos.
Al mismo tiempo, este
dios, con sus estatuidos oráculos, representa la
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
110
sucesión en el tiempo
del imperio de la divinidad en las acciones individuales
y colectivas de los
hombres.
Por otra parte, la
cualidad ética e intelectual de estos Misterios han dado
la tónica activa, la
misión espiritual de la civilización griega: la belleza. A
través del lema de la
tercera persona de la trinidad mística con su gran poder
de plasmación,
imprimirá en la historia de Grecia su máxima capacidad de
artífice del ideal
humano y político concebido por los hombres de todos los
tiempos.
Como ampliación de
estos fundamentos esenciales que encarna la
religión griega
dentro de lo que se puede llamar doctrina teofánica, hablaba
Pitágoras a sus
discípulos, preferentemente, de la interpretación de los mitos
que hacían referencia
al misterio del hombre mismo en trance de evolución.
Las más profundas
verdades pertinentes a la vida y a la muerte, así
como a sus móviles y
la acción divina en la administración sabia de los
medios conducentes a
su perfeccionamiento, se hallaban encerrados en el mito
de la triple Némesis,
uno de los más misteriosos y de los más filosóficos de la
religión griega,
cuando se interpretaba a la luz iniciática.
Pitágoras enseñaba
que, entre los iniciados, Némesis no es una deidad
vengadora, sino la
personificación de la gran ley de equilibrio que rige el
universo y administra
la vida de los hombres.
Ella es triple en sus
manifestaciones y designios. Por ello se la ha
representado en triple
forma y bajo tres nombres, siendo una misma la deidad,
como toda ley de
armonía manifestada.
Cuando la gran ley
reguladora del universo equilibra la causa con el
efecto en la creación
de las cosas y los seres, la suma es la acción perfecta, la
armonía. Este aspecto
superior de Némesis se llama Temis, la diosa de la
justicia providencial
y divina, la dadora de la paz y la felicidad.
Cuando Némesis
administra el destino de las almas en trance de
evolución, en lucha
todavía con sus propias pasiones y deficiencias, que
comparten las
elevadas aspiraciones con los bajos deseos y egoísmos, aparece
la diosa en forma
severa y benigna a la vez. Ella castiga y otorga beneficios
según los casos, da y
quita según convenga al mejoramiento, que es equilibrio
de valores en cada
alma.
Némesis dosifica las
pruebas con sabiduría infinita. Conoce la justa
fuerza y la
resistencia de cada ser. Por ello, jamás envía pruebas desmedidas
ni compensaciones no
merecidas. Es ella la gran maestra de los hombres
porque es la que otorga
el fruto, la que extrae su dulzor secreto, la que nos
abre el libro de la
experiencia y nos enseña a deletrearlo, con una paciencia
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
111
infinita, vida tras
vida, hasta que comprendemos.
Cuando Némesis opera
para los malvados, aparece en forma de deidad
maligna y
atormentadora. Entonces es Adrastea, el fatalismo, lo inevitable.
Pero cuando ella
envía a los hombres los mayores castigos, las más horrendas
desgracias, es porque
conoce las causas que a su vez las crearon, parejas a
tales consecuencias.
Entonces no hace más que administrar las fuerzas creadas
por los mismos, y
ponerlas en juego para que sean trasmutadas en bien.
Cualquiera sea la
forma en que se manifieste Némesis, siempre es justa,
porque conoce el
misterioso por qué de los destinos que envia. Para el que no
ignora la trama
oculta de la vida, los castigos aparentes de la diosa no son más
que útiles y
provechosas enseñanzas, las más apreciables lecciones en la
ciencia suprema de
vivir. Ya que siempre cosechamos al nacer nuestras
siembras anteriores.
He aquí explicado el
enigma de la diversidad de condiciones que
acompañan el
nacimiento de los hombres. Unos nacen sanos y otros enfermos;
unos poderosos y
otros esclavos; unos hermosos y otros deformes; unos
amados y otros
odiados.
Pero como no existe
la injusticia en el universo, una vez se conocen las
causas de los
parciales efectos que contemplamos, divididos en el tiempo de la
manifestación,
resulta que somos en verdad nuestros propios artífices.
Némesis es sólo la
ley imparcial. Ella administra nuestras propias riquezas
internas, nuestras
deudas y haberes, buenos o malos.
La triple diosa halla
una réplica también en el simbolismo de las tres
Parcas o Moiras, las
hermanas del destino, dadoras de la vida y de la muerte a
cada mortal que nace.
Cada una de ellas
tiene su correspondencia filosófica en la triple
Némesis. Cloto,
coronada con siete estrellas, hila la trama de cada destino.
Ella señala el
instante apropiado en que debe nacer un niño, de acuerdo con
las oportunidades que
brindan en aquel momento las estrellas al sellar la vida
naciente.
Laquesis, vestida con
rosada túnica, simboliza el período vital del alma
encarnada, la vida
física. Es la Moira dadora de la suerte mundanal, las
condiciones faustas o
infaustas de las distintas etapas de la existencia.
Atropos, es la Moira
de la muerte y también la de la resurrección. Ella
corta el hilo de cada
vida de acuerdo con los registros de la eternidad, abre el
período de espera, de
asimilación y de reposo después de la muerte, a las
almas fatigadas de
vivir en la tierra dentro de las limitaciones del cuerpo
físico, en un mundo
donde impera la necesidad. Átropos otorga el gran
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
112
lenitivo celeste, el
sueño feliz, la condición propicia en que se asimila la
experiencia del
tránsito por la tierra. Luego, acompaña a las almas en el ciclo
descendente, otra vez
a la encarnación hasta que las deja en manos de su otra
hermana, Cloto.
Cada plática de
Pitágoras abría a los alumnos del tercer grado los ojos
del conocimiento al
significado filosófico de la mitología. Al meditar sus
palabras, llegaban
por sí mismos a la conclusión lógica de que, tras las
figuraciones
fantásticas de las leyendas, se ocultaban profundísimas verdades.
A medida que el
Maestro iba descorriendo para ellos una punta del velo
que cubría su
significado, la vida humana y el espectáculo del mundo y de los
acontecimientos
cobraba para ellos un interés creciente. Y se asomaban al
devenir con ojos
maravillados, dispuestos a contemplar y a comprender.
Comprender qué era,
en síntesis, el fin último de toda filosofía. Se daban
cuenta, en suma, de
que a través de cada plática de Pitágoras se les ofrecía una
partícula del don
sagrado de la verdadera sabiduría.
— Una vida en la
carne no es más que una anilla en la larga cadena de
la evolución del alma
— les decía en una ocasión Pitágoras a sus discípulos,
ya más avanzados en
el grado teofánico, en la semipenumbra de un sereno
atardecer —. Lo diré
en forma más poética. Una vida es una rosa en la
guirnalda de las
múltiples encarnaciones del alma.
La metempsícosis es
una doctrina antigua como el mundo. Todas las
religiones, en sus
sabios orígenes, la han sustentado. Esta ley de las vidas
sucesivas da la
adecuada explicación a todas las desiguales manifestaciones de
nuestra existencia.
Ella explica, no sólo el dilatado campo del alma en que
opera la triple
Némesis como deidad ejecutora, sino el pequeño ciclo de ida y
retorno que se cierra
con la muerte de un ser y se abre con su próximo
renacimiento.
La doctrina de la
metempsícosis o reencarnación aclara el por qué la
memoria humana apenas
puede poseer ligeros atisbos de este proceso. El
cerebro físico es un
órgano circunstancial al servicio del alma y por tanto no
puede registrar de
manera concreta las experiencias que tienen lugar antes o
fuera del cuerpo, así
en el sueño real como en el período que llamamos
después de la muerte,
que equivale a un sueño más profundo.
Las grandes
desigualdades, las diferencias de condiciones y aptitudes en
que nacen y se
desenvuelven los humanos, revelan la fragmentaria experiencia
que es siempre la
corta vida humana para la larga y compleja evolución del
alma.
Necesitamos muchas
vidas, revestirnos de múltiples cuerpos, nacer y
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
113
morir y volver a
nacer muchas veces para llegar al fin último de la perfección
que es el que los
dioses nos reservan.
El proceso de cada
uno de los pequeños ciclos individuales que empieza
al morir y acaba al
renacer, se oculta tras el mito del viaje del alma
desencarnada, que
constituye uno de los más fundamentales y sugestivos
temas de la filosofía
trascendente.
La religión griega
habla veladamente, en forma alegórica, de esta
doctrina a través de
imágenes. Para desentrañar su verdadero significado hay
que procurar no
perder el hilo de la interpretación a la luz teofánica.
Al morir un
individuo, si su alma es de tipo inferior o poco
evolucionada,
despierta, después de un breve período de inconciencia, en el
Erebo, la región
sombría más densa, la más próxima al mundo Material.
Es esta una región de
sufrimientos y angustias. El alma se halla allí
prisionera de sus
propios pecados y sus vicios, atada por sus mismas cadenas.
Su más ferviente
anhelo, es, pues, salir de allí. Pero un río cenagoso rodea
aquella región de
martirios: el Aqueronte. No puede el alma atravesar su curso
hasta que el tiempo y
el sufrimiento operen la debida purificación
desarraigando del
lodo infecto al recién desencarnado y librándolo de las
partículas más
groseras de su naturaleza inferior.
Los que han vivido
una vida más pura y honesta atraviesan estas
obscuras regiones,
este plano denso de expiación en la barca de Caronte a
través de los ríos
Aqueronte y Cocito y de la laguna Estigia.
El óbolo que pagan
las almas por el traspaso no es más que el símbolo
de su opción merecida
a pasar flotando por las aguas de aflicción creadas por
sus propios elementos
inferiores.
En el curso de aquel
viaje por aguas cenagosas, deja el alma parte de su
lastre terreno. Y al
desembarcar en la región del Hades encuentra a los seres
queridos muertos
anteriormente entre los que se hallan muchos familiares y
amigos.
En el Hades la vida
se desliza de un modo muy semejante al término
medio de la vida
terrena. En este plano se desgastan y queman los residuos
emocionales de la
índole que sean. Cada cual puede crear allí su propio
ambiente. El alma va
desechando paulatinamente en el Hades sus hábitos
vulgares, sus rutinas
cotidianas y se va posesionando de la naturaleza más sutil
y permanente de su
doble.
Cuando ha agotado las
experiencias del Hades, se opera en el
desencarnado la
llamada segunda muerte. Aquel cuerpo astral también fenece
al fin por inanición
psíquica, por desintegración natural. Y, tras un período de
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
114
semi-adormecimiento,
pasa al Tártaro, región más serena y diáfana, el plano
de la mente. En él
recoge el alma el fruto asimilado de sus experiencias y de
sus estudios. Allí se
traducen en realidad sus conceptos, su razón de las cosas.
Desgajada ya de sus
deseos y emociones, vive de aquellas ideas por las que no
fluyen los vientos
inestables de lo emotivo y transitorio.
Las almas de los que
han desenvuelto en la tierra su contraparte
superior, su
naturaleza espiritual, del Tártaro pasan, después del juicio del
alma, a los Campos
Elíseos, la tierra de la perpetua felicidad.
Allí gozan las almas
de los muertos de un dilatado estado de
bienaventuranza.
Viven en una contemplativa paz entre paisajes de inenarrable
belleza.
En los Campos Elíseos
reina una primavera eterna. En medio de prados
floridos y llenos de
verdor, bajo bosques umbríos y apacibles donde cantan
pájaros de plumajes
multicolores, donde el rumor del agua de fuentes y ríos se
une al de las brisas
en una sinfonía interminable, viven las almas en un éxtasis
sin fin. Allí
acumulan reservas de beatitud que en su próximo descenso a la
tierra alimentará
cual chispazos del recuerdo celeste, sus idealismos, sus
nobles propósitos,
sus sueños de esperanza.
En aquella tierra
feliz y tibia que parece toda sembrada de piedras
preciosas, donde las
almas se sumen como en un dilatado encantamiento
amoroso en una
contemplación perpetua, se curan de todos los dolores del
mundo, de la herida
de vivir en la tierra, para sumirse en la egoencia del Ser
real y permanente.
Sólo el dulce fruto, la esencia experimental tamizada por
todos los planos
sutiles atravesados, les llega de la tierra y allí la saborean y
asimilan.
Cuando el alma
desencarnada, según sea su capacidad de adelanto y
saturación ha
asimilado la experiencia benéfica y gozosa en los Campos
Elíseos, siente la
necesidad de retornar a la tierra en busca de nuevas
experiencias.
Entonces atraviesa descendiendo,
la corriente del Leteo o río silencioso,
y transita,
incorporándoselos, aquellos elementos necesarios de cada plano en
sentido inverso, o
sea, por relación de menor a mayor densidad. Y atraviesa
nuevamente el
Tártaro, el Hades y, vadeando los ríos que los separan, vuelve a
la tierra donde las
Moiras y los espíritus de los elementos, de acuerdo con sus
deudas y haberes
anteriores, le ofrecen una nueva envoltura material en
adecuado ambiente
donde allegará las nuevas y necesarias experiencias para el
progreso del alma.
Una vez en la tierra,
no guardan las almas por lo común, de su largo
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
115
viaje por el más
allá, así como de sus vidas anteriores, más que leves
reminiscencias.
Es necesario haber
obtenido la anastasis o existencia continuada para
no perder la
conciencia ni el hilo del recuerdo. Con la anastasis, no hay
traspaso inconsciente
de un plano a otro de existencia para el discípulo.
Esta plenitud de
conciencia continuada es el mayor galardón que puede
ofrecer la dádiva de
las pruebas trascendidas en los Misterios.
Entonces, todas estas
teorías, esta exégesis de los mitos religiosos
interpretados con la
clave iniciática, se tornan experiencia viva.
Es éste y no otro, el
símbolo de todos aquellos que el mito ha
glorificado como
visitantes conscientes de los Infiernos, los que en vida han
transitado por los
planos sutiles del más allá, por los reinos de las almas
desencarnadas: Orfeo,
Heracles, Ulises y todos los grandes iniciados habían
alcanzado la
conciencia permanente y sin interrupción a través de los planos
sutiles del cosmos.
En cambio, aquellos
osados que, sin haber logrado el dominio de su
naturaleza inferior
se atrevieron, merced a algunos conocimientos y poderes
adquiridos, a lanzarse
por los vedados mundos sutiles, fueron víctimas de su
propia osadía. Es el
castigo que espera a todos cuantos transgreden las leyes
de la naturaleza,
aventurándose sin guía por las regiones del más allá.
Tal verdad expresan
las leyendas de los grandes sufrientes de los
infiernos: Tántalo,
el que padece inextinguible y devoradora sed que no puede
apagar y que
personifica al iniciado que reveló los secretos jurados de los
Misterios. Por ello
se halla condenado a la sed de sabiduría, cuyas aguas se
apartan cada vez que
intenta beber en ellas.
Sísifo es el
ambicioso de poder que sin cesar empuja, ascendiendo
trabajosamente por la
pendiente de la montaña, una piedra enorme que vuelve
a rodar siempre al
valle en cuanto llega a alcanzar la cima.
Ixión representa al
que cayó en la prueba de la sensualidad después de
adquirir el
conocimiento y la responsabilidad de la pureza. Por ello se ve
condenado a rodar,
sujeto a una rueda llameante que gira sin cesar.
Narciso es el que
cayó en la prueba del orgullo espiritual, el más sutil
peligro del que ha
entrado en la vida superior. Enamorado de su imagen, que
ve reflejada en las
aguas de la vida ilusoria, se convierte en la flor que lleva su
nombre.
Tito es el esclavo de
su falso saber, de su vanidad y egoencia
representados por el
buitre que le roe sin cesar en el tártaro o plano mental, el
hígado y las
entrañas.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
116
A base de tales
ejemplos, interpretados a la luz clara de su filosofía,
Pitágoras aleccionaba
a sus discípulos respecto de las leyes estrictas que
regían la conducta
del hombre superior a que aspiraba el pitagórico.
Las ricas imágenes de
la mitología griega, con su formidable poder
plástico y su
envoltura poética, eran un poderoso incentivo para el ansia de
saber de los alumnos
del grado teofánico.
De este modo, la
verdad que se ocultaba tras los mitos les era revelada y
la lección que
entrañaban, puesta de relieve, ejemplarizada.
Así, el logro de la
Teofanía iba cobrando cuerpo de realidad viviente a
medida que el aspecto
antropogénico de los mitos religiosos se encarnaba en
su propia y juvenil
experiencia.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
117
XII.-
CUARTO GRADO
REALIZACIÓN
- ARMONÍA
Elegancia
del Pitagórico — La Semilla Espiritual — La Gran
Familia
— Primavera — Los Enamorados — La Ética de los
Símbolos
— Secreta Vocación de Teano — Glosas Nocturnas
— La
Melodía Astral — Eros Divino — Mensaje de Partenis
—
Amor y Compromiso.
l fruto de la
Teofanía era la realización armoniosa de la plena vida
pitagórica.
El discípulo salía de
los cursos superiores con una gran madurez
espiritual. Había
trascendido ya todo el contenido teórico del pitagorismo.
El continuado
ejercicio de todas sus facultades así físicas como
volitivas, habían
desenvuelto en él aquella suprema elegancia que era la
cualidad síntesis del
pitagórico. El desenvolvimiento integral de todo su ser le
confería esa
irradiación y prestancia, esa majestad que, sobre todas sus
virtudes y
conocimientos, hacía que el mundo reconociera y admirara a los
discípulos de
Pitágoras sólo por su aspecto y apariencia.
Al culminar, pues, el
grado superior teofánico, entraba de lleno en
posesión de todos sus
derechos, por lo mismo que había desenvuelto todas sus
capacidades. Entonces
el pitagórico se convertía en el ideal encarnado de la
Escuela. Ya podía con
dignidad representarla doquiera.
Si era su deseo
establecerse en un lugar lejano, sembrando la semilla del
pitagorismo fundando
núcleos de hermandades y nuevos centros docentes en
otras ciudades
inspirados en el ideal de la Escuela, como si prefería
desempeñar cargos
legislativos en la propia Crotona o si decidía permanecer
como pedagogo en el
Instituto y auxiliar directo del Maestro, el pitagórico era
arbitro de sus
decisiones. En cualquiera modalidad de vida elegida, se
convertía en un
ferviente sembrador del ideal.
Eran muchos, los más
adictos por natural afinidad al Maestro, los que
decidían continuar a
su lado. Entonces pasaban a formar parte de la gran
familia.
La superación de
todas las pruebas, la culminación de los estudios, les
otorgaba este título
inefable, el más valioso a que podía aspirar el verdadero
E
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
118
pitagórico: la íntima
convivencia con el Maestro.
Esta peculiar agrupación
de miembros, en una familia autoselectiva,
sazonaba lo más fino
e imponderable del alma del pitagórico.
En el calor de aquel
hogar único se fraguaban, en forma insensible, los
más grandes ideales
de servicio y fraternidad que era, en último término, la
finalidad máxima, la
corona de la filosofía.
Para aquellos
discípulos elevados al grado supremo de compañeros, no
tenía ya Pitágoras
reservas mentales de ninguna índole. Se conllevaba con
ellos con esta
cordialidad del amor sublimado por la amistad que llena la vida
de iluminaciones y de
encantamientos. En el hogar de Pitágoras, los días y las
horas transcurrían
plenos de las mejores dádivas: los frutos de la experiencia
espiritual que
enriquece la vida de inefables dulzuras.
Un ambiente de colaboración
entrañable, unía los actos y los
pensamientos de
aquella original familia.
La pura intimidad
hacía el ambiente cada vez más estimulador, más
grato y provechoso
para la convivencia.
Allí, cada cual daba
cumplimiento a su modo a los deberes sociales,
religiosos y
profesionales. Los bienes materiales conjuntos, perfectamente
administrados por los
alumnos ecónomos mediante una sabia explotación de la
riqueza, permitían
vivir con poco esfuerzo material a aquellos que preferían la
consagración a las cosas
del espíritu. Sin embargo, el sentido natural del deber
y el amor que los
unía a todos, constituían el mayor acicate del esfuerzo
particular, siempre
encaminado al bienestar común.
Entonces aprendía el
pitagórico a delinear su vida con entera
autonomía. Fraguado
su entendimiento a través del roce y la experiencia, se
hallaba en
condiciones de librarse a sus preferencias, dejando que la intuición
definiera su propia
conducta.
Pero se daba el caso
admirable de que nunca como entonces, el alumno
emancipado, hombre o
mujer, ejercía sobre sí mismo el deber de la
autovigilancia.
Cuando ya sabía, se sentía más que nunca dispuesto a
aprender. La
obediencia al Maestro se había trocado en una natural y sencilla
reverencia. ¡Cuánto
enseñaba el contacto diario con él y qué admirable era su
ejemplo!.
Poseía Pitágoras un
gran encanto y un poderoso magnetismo personal.
Envueltos en su aura
benéfica, los alumnos que de este modo constituían su
familia, hallaban la
máxima coyuntura de perfección ya que entonces, las
lecciones eran
prácticas y sugeridas. A veces se captaban a través de simples
juegos. Otras, en
chispazos de inefable profundidad. Y por ello se daban
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
119
cuenta de que sólo entonces
realizaban la verdadera vida pitagórica, porque
vivían la perfecta
armonía.
En las reuniones
íntimas, en los simposios, en los paseos, en toda
coyuntura de recreo y
de trabajo, brotaba en experiencia beatífica la flor de
todo lo anteriormente
aprendido. Sus diálogos eran como la esencia de la
sabiduría espontánea
y a menudo les desvelaban un estado de gran lucidez
espiritual.
En aquellos momentos
la clarividencia de Pitágoras, estimulada
ocultamente por el
ambiente, se agudizaba. Todos sabían adivinar esos
momentos de
iluminación súbita en él. Entonces lo escuchaban
religiosamente,
bebiendo con avidez el chorro purísimo de su palabra.
Entre ellos, sin
embargo, el trato mutuo ofrecía cambiantes y ricas
imágenes movidas,
propicias para formar el criterio y la experiencia alerta.
Había también
opiniones dispares y en ellas, esgrimía cada cual sus armas
dialécticas, pero
noblemente combativas, abriendo nuevos panoramas a las
ideas comunes como
correspondía a quienes habían trascendido las pruebas
del amor propio, de
la vanidad personal y del orgullo en todas sus formas.
El amor era tema
dilecto y apasionado de aquellos jóvenes, en la edad
en que la oleada de
la vida inunda todas las facultades. Entre aquellos hombres
y mujeres sanos y
cultos, llegados a la plenitud de su hermosura y de su vigor,
el roce mutuo
encendía a menudo la llama del amoroso incentivo.
Pitágoras era un gran
amante del amor. Sus ojos se enternecían ante el
espectáculo de las
parejas que formaban sus discípulos enamorados, y
complacíase en verlos
sumergidos en la beatitud de aquel incomparable
mundo de cálidos
vislumbres, con aquel temblor secreto de divinidad
inconsciente que
confiere siempre el amor.
Los miraba y le
parecía que lo mejor de su alma encarnaba en ellos en
una forma más perfecta
todavía. Sentía que, juntos, ellos amándose y él
bendiciéndolos,
formaban un círculo completo, un mundo infinito, como una
estrella nueva
encendida en la noche de las almas.
Entonces se sentía
aún más poeta de la filosofía. Sus discípulos eran
algo vitalmente suyo.
El había contribuido a modelar en belleza aquellas
almas y aquellos
cuerpos que ahora iban a consagrarse, a través del amor, a su
propia perennidad
terrena, a la magna labor de la creación, ya que se
disponían a ofrendar
en el altar de la raza cuerpos evolucionados que servirían
de vehículos
adecuados a almas que acaso vendrían a impulsar el progreso del
mundo y que formarían
las áureas cadenas de sus sucesores.
Al pensarlo, su
bendición callada se extendía con infinita ternura sobre
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
120
todos aquellos que
nacerían en el futuro del amor de sus discípulos al amparo
de su recuerdo y de
su obra, cuando su cuerpo se hubiera extinguido, y la
semilla de su ideal
se hubiera diseminado, en sucesivas cosechas de vida, por
los campos de la
humanidad.
Alguna vez dejaba
caer entre ellos entonces, en forma metafórica, a la
que era aficionado,
sus ideas sobre el amor:
— Sed como dos
cítaras en armonía encerradas en un solo estuche. No
echéis al fuego el
haz entero. Sed sobrios en caricias para que no se extinga
nunca el amor.
Practicad el rito de vuestra intimidad como los iniciados en los
Misterios. No pongáis
jamás el alimento en vaso impuro. No sigáis senderos
públicos. No llevéis
estrecho el anillo. No escribáis sobre la nieve.
Así, a través de
imágenes y de símbolos, daba a los enamorados en su
nuevo estado, como a
través de un simple juego mental, los preceptos más
altos del trato
amoroso y de la vida matrimonial. El preconizaba ante todo la
pureza en las
relaciones íntimas como deber y como preservación contra el
hastío. La alusión al
anillo testimoniaba la necesidad de conceder toda la
libertad al amado y
toda la amplitud posible a la fe amorosa jurada.
Pitágoras sentía una
gran devoción por la mujer. Veía en ella la
encarnación de la
Madre del mundo. Era como el arcano secreto y venerable
de la vida física y
de la vida espiritual. El concepto del matriarcado de la
religión egipcia, le
había otorgado aquella visión tan distinta del común de la
humanidad en su
concepto del papel de la mujer en el hogar y en la sociedad.
El sabía que sin
ella, al hombre le era muy difícil la creación mental. Y que en
el ejercicio de la
vida del espíritu ella representaba la antorcha, ya que su
constitución interna,
más sensible y completa, la hacía más apta a la intuición
y percepción de los,
mensajes del más allá.
Aquel culto abstracto
a la mujer, hallaba a menudo un cauce perfecto al
concretarse en su
predilección por Teano, la más hermosa y sabia de sus
antiguas discípulas.
Era ella como el
arquetipo de las doncellas pitagóricas. En su alma y en
su cuerpo tenían
asiento todas las perfecciones. Unía a una gran belleza, una
majestuosa elegancia.
A su talento se sumaba su virtud, su sencillez, su
extremada prudencia.
Pensaba a menudo
Pitágoras en las causas secretas que impelían a su
discípula a ladear
todo compromiso matrimonial. Ante toda insinuación de
esta índole, ofrecía
una resistencia que parecía entrañar una decidida
predilección por el
celibato.
Sin embargo, el
afilado sentido de observación de Pitágoras había
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
121
atisbado en ella este
halo de parado misterio, esta expectante expresión de
ternura indefinible,
este anclar de miradas en el vacío, este éxtasis
reconcentrado de
introversión profunda que sólo confiere el amor.
A pesar de su gran
respeto por la voluntad ajena, un día osó
interrogarla:
— ¿No has sentido
alguna vez el ansia de fundar un hogar tuyo propio,
Teano?.
Ella bajó la cabeza,
como sorprendida. Su faz se tiñó de súbito rubor.
Sólo respondió, como
si le faltara el aliento:
— Este es mi hogar...
Teano era en verdad
el alma maternal de la común vivienda pitagórica.
Ella la regía
habitualmente y consagraba a todos ese cuidado sutil y
clarividente, esta
consagración de cada minuto y de cada día.
— Es tu hogar y
siempre lo será — contestó paternalmente el filósofo.
— Más... eres joven y
bella. ¿No sientes la llamada amorosa de la primavera?.
Contempla a tus
hermanos. Han hallado su pareja ideal. El amor y el
matrimonio pueden
convertirse en la más sólida concreción del ideal
pitagórico práctico.
Y diciendo esto, le
mostraba, desde la terraza, algunas parejas que
paseaban, enlazadas,
bajo los árboles del bosquecillo.
— Sólo a tí anhelo
servir y amar — contestó ella con un extraño tesón,
como hallando la
fuerza en su propio hermetismo.
Guardaron ambos
silencio. Después de contemplarla él largo rato, díjole
en un tono más
insinuante:
— Dime: ¿Cuál es tu
verdadera vocación?.
Ella no contestó esta
vez. Pitágoras le levantó cariñosamente la faz con
ambas manos y la miró
en los ojos. Los tenía llenos de lágrimas. Cuando ella
lo miró, descubrió en
ellos una expresión que no le había sorprendido nunca.
Estaba intensamente
enamorada y Pitágoras sabía ciertamente de quién.
Ambos permanecieron
largo rato uno al lado del otro, en silencio.
Lo habían ya dicho
todo.
∴
Al cerrar la noche,
descendían la rampa del bosquecillo los más adictos
discípulos del
Maestro, los que vivían en su intimidad.
Las flores del jardín
embalsamaban todo el recinto. Una secreta marea
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
122
pujante y creadora
parecía inundarlo todo, las almas y los ambientes. Todos
eran sensibles a
aquel fenómeno inefable de la primavera.
Se dirigieron hacia
el pinar de la orilla, en grupos y por parejas. Habían
sentido el imperativo
celeste. ¡Como brillaban, aquella noche, las estrellas en
el sereno y límpido
firmamento!.
Pitágoras, pisando la
arena húmeda de la playa, contemplaba
embelesado el cielo
cuajado de astros, como si deletreara su profunda
escritura.
En aquel momento, de
un lugar un poco distante del bosquecillo,
llegaron a sus oídos
las notas melodiosas de un arpa invisible.
Pareció entonces que
el filósofo despertara de un sueño. Prestó atención
a la melodía.
Como obedientes al
imperativo de la música, los discípulos dispersos se
fueron aproximando al
Maestro, como en tácito requerimiento de su palabra.
Por fin, como si se
hallara plenamente poseído, merced a la música, del
mensaje celeste,
habló:
— ¿Oís?. Es la
melodía astral de hoy. Es el himno vital y operante de
esta noche bendita.
Debe ser Eumonia la que pulsa el arpa, la apasionada del
ritual celeste, que
nos ofrece hoy las primicias de las captaciones armoniosas
de los astros.
Siguió escuchando un
rato la dulce y extraña melodía. Luego, exaltado
paulatinamente por
los pensamientos que le sugería la música, añadió:
— Fijaos. Da el tema
la nota de la sexta cuerda de plata. Es la
predominante de ahora.
Es el sonido de Venus-Afrodita. Vedla ahí, sobre el
horizonte, reinando
sobre todas las estrellas, soberana de las mejores noches.
Y levantando la mano,
señaló con el índice, inmenso y radiante, el
lucero vespertino.
Continuó:
— Su color es el
índigo dentro de la séptuple gama cromática
planetaria. El orden
de esta melodía que oís, es un trasunto fiel y armonioso
del dibujo que los
planetas trazan en el firmamento por razón de su potencia y
afinidad. Es la frase
lírica sideral del momento. Magia pura esta música. Si
pudierais trazar con
líneas o con anagramas el simbolismo de sus miradas
mutuas, de sus
posiciones correspondientes en el firmamento, veríais que,
juntos, forman los
planetas, merced a su disposición en el espacio desde
nuestro punto de mira
terrestre, un arabesco que tiene su correspondiente
exacto en esta
sucesión de sonidos y de acordes a los que acompaña su propia
armonía de colores
como un cuadro perfecto.
El día que seamos
capaces de traducir el significado de las posiciones
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
123
astrales en la lírica
de los acontecimientos, habremos dado con la mayor
filosofía de la
historia, que también rige la ley de las predominantes siderales.
¿No sentís el encanto
poderoso de esta hora?. ¡Qué hermosa luce la
estrella del amor!.
Estamos en la hora de Venus. En el cielo es fuerte porque
se halla domiciliada.
Observad, tras ella, el signo zodiacal de la balanza sobre
el horizonte. Es el
signo venusiano positivo, símbolo de la belleza divina, que
siempre se inspira en
la justicia y el amor. Sólo los dioses pueden administrar
justicia porque sólo
ellos pueden conocer el mundo de las causas. Nosotros,
los humanos, no
podemos percibir más que sus parciales efectos.
La lira invisible seguía
trenzando en el aire nocturno, arrullada por el
coral del mar y de
las estrellas, su melodía, clave astral del momento.
Pitágoras cesó de
hablar y escuchó beatíficamente la música. Con la
boca cerrada la
siguió él también, cantando. Entonces su voz, semejante a un
susurro, sonaba en la
paz solemne como un extraño conjuro.
Pronto, un coro de
voces cerradas de diversos sonidos, siguieron el
ejemplo. Era un himno
contenido, emocionado, todo vibración concorde,
hermano en la noche
de las olas y de las brisas; hermano, en su amoroso
temblor, de las
estrellas.
Cuando cesó el coral
y la lira, se hizo un largo silencio a la orilla del
mar. Pero en el aire
parecían flotar las auras de múltiples genios evocados.
— Maestro, tú nos has
dicho muchas veces que Dios geometriza — dijo
al cabo de un rato la
voz bien timbrada de Hermipo, que tenía entre sus manos
las de su adorada
Dionea. — Dinos, ¿Qué poliedro define este inmenso
universo que
contemplamos?.
— El dodecaedro —
respondió Pitágoras. Doce son las celestes
moradas del Padre.
Del cuaternario convertido en cubo en el espacio
dimensional, fue
hecha la tierra. De la pirámide el fuego, del octaedro el aire,
del icosaedro, el
agua. Si alcanzarais a comprender toda la trascendencia de
estos símbolos, de
estos cuerpos geométricos, conoceríais la naturaleza del
mundo, del universo y
de los dioses.
Cada una de las doce
facetas del dodecaedro representa una de las doce
familias de estrellas
agrupadas en las constelaciones zodiacales. Es el camino
del sol. También el
camino del iniciado, el hombre solar, síntesis de la
evolución de la
humanidad.
Dentro de los ciclos
de correspondencias siderales, el sol transita, en el
término de un año, lo
que constituye el símbolo de las doce grandes pruebas
del iniciado, que la
mitología griega representa en el héroe Heracles o
Hércules, vencedor de
sus doce trabajos.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
124
Los egipcios
representan mediante animales sagrados los doce signos.
Nuestra tradición religiosa
mantiene algunas de aquellas representaciones
celestes: la cabra
Amaltea, el centauro Quirón, mitad hombre y mitad caballo;
el sátiro Marsias,
genio caprino; la medusa Gorgona, el león de Nemea, la
serpiente Pitón, la
hidra de Lerna o, el Vellocino de los Argonautas y tantos
otros. Todas estas
representaciones derivan de las alegorías zodiacales
antiguas.
Hay una íntima
correspondencia entre los planos del universo y nuestra
constitución humana
interna. Existe una subdivisión del zodíaco en elementos
a través de cuatro
triángulos enlazados. Estas cuadruplicidades tienen relación
con las subdivisiones
de nuestro mundo material e inmaterial. El triángulo de
tierra es nuestro
plano físico. El de agua, el Hades o astral. El de aire, el
Tártaro o mental. El
de fuego, los Campos Elíseos, fragua del alma purificada,
símbolo del amor
perfecto.
Leer la naturaleza de
los signos celestes es leer el significado oculto de
la historia de la
humanidad, la flor secreta de la evolución.
Si el iniciado,
síntesis de humanidad, encuentra en el vencimiento
sucesivo de los doce
trabajos, símbolo de los doce signos, el poder, sólo por el
amor le nacerán las
alas de la liberación que le harán dueño de los espacios
infinitos. Es el mito
de Eros y Psiquis.
Por el amor alcanza
el alma humana la inmortalidad. Por el amor de
Eros hacia Psiquis,
el alma humana, los dioses del olimpo ofrecen a ésta la
inmortal ambrosía, la
sabiduría y amor supremos.
Eros es el más
omnímodo de los dioses, porque es la ley de la simpatía,
de las afinidades
electivas que rigen los mundos y las almas. Y es, también, el
diosecillo que, al
herirnos con sus saetas mágicas, nos eleva y remonta al cielo
interior.
Bendice, ¡Oh
Venus-Afrodita, reina soberana de esta hora, madre de
Eros! a todos los amorosos
de la tierra en esta noche propicia.
Después de las
últimas palabras de Pitágoras, las parejas de los
enamorados
pitagóricos se fueron dispersando, sumergidos en la beatitud de
aquel evocado ensueño
cósmico, mundos ellos integrados a su vez, entre la
umbría azulada del
bosque de pinos o por la orilla del mar.
Teano permaneció
inmóvil al lado del filósofo, abstraído aún en la
contemplación
celeste, sumido en sus propias ideas.
Por fin, respirando
profundamente, volvió él la vista a su alrededor,
como si despertara de
un sueño.
— Me creía solo —
dijo con voz dulce, sorprendiendo la presencia de
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
125
su discípula junto a
él.
Ella, contestó,
confidencialmente:
— Quisiera que estos
momentos no terminaran nunca. Poder perdurar
esta plenitud, esta
felicidad que ahora experimento. Quisiera poderte
acompañar en tus
vuelos mentales. Pero me falta tu sabiduría...
— Eros confiere las
alas — dijo él solemnemente.
Y acompañado de su
fiel discípula, emprendió en silencio el regreso
hacia el montecillo
de las Musas.
∴
Unos días después, a
la caída de la tarde, volvía Pitágoras de Crotona
por el sendero de
cipreses y de tamarindos. Le acompañaba su fiel sirviente
Zamolxis que le
llevaba la lira y algunos útiles indispensables a su trabajo de
sanador.
Era Zamolxis un joven
tracio, liberto de la esclavitud por sus propios
merecimientos.
Entonces ofreció sus servicios a Pitágoras a cambio de
enseñanzas. Tanto se
aplicó en aprender, que pronto alcanzó la categoría de
discípulo predilecto
del Maestro.
A pesar de ello,
quiso siempre por propia voluntad y disposición
atender en forma de
servicios humildes, a la persona del Maestro. Debido a
esta disposición
natural de Zamolxis, prefería Pitágoras llevarlo siempre como
auxiliar cuando era
solicitado como sanador en Crotona o en las aldeas del
interior, cosa que
ocurría a menudo.
Aquella tarde venía
de realizar su misión curativa. Su sola presencia, su
poderoso influjo
personal, la acción de su aura poderosa, bastaban a menudo
para sanar a multitud
de enfermos. Su fama había cundido de tal modo, que el
número de pacientes
que lo solicitaban crecía día a día.
En los casos más
graves, aplicaba remedios preparados a base de las
plantas, cuyas
secretas virtudes conocía y de la ciencia medicinal astrológica.
Magnetizaba el agua
que el enfermo bebía, operaba aspersiones en el lugar,
aplicaba las manos
sobre la parte enferma. Raras veces practicaba la
revitalización por el
aliento, método usado especialmente en Asia.
Mediante la música y
la danza, y por la práctica de peculiares ritmos,
movimientos y
recitados repetidos, lograba curaciones milagrosas. Nunca
dejaba de practicar
la medicina astral, ya que él se consideraba simple
vehículo de las
fuerzas estelares. Sanar consistía sólo en hacer que el enfermo
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
126
recobrara la armonía.
O sea, que se sintonizara con la ley universal que lo
mismo rige los astros
que las células de nuestro organismo. Para ello
transmitía a todo
enfermo su magnetismo purificador, su contacto junto con el
recetario moral de su
enfermedad, para curar, ante todo, su mente,
enderezando sus
hábitos y costumbres. Curar las almas era, para Pitágoras, la
más eficaz
terapéutica.
Andando, sentía sobre
sí la eficacia de las bendiciones recibidas en su
completo ministerio
de sanador. Y sonreía con la íntima satisfacción que
procura el bien
cumplido.
El sendero dibujaba
una leve curva próxima al mar. En aquel momento
acababa de ponerse el
sol tras la boscosa colina de las musas y veía sus
árboles y la silueta
del Instituto dibujarse, límpidos, sobre el cielo encendido
de la puesta. El
horizonte, sobre el mar, se cubría de una transparente neblina
nocturna. Había una
gran paz en el sendero solitario.
Obedeciendo a un
imperativo interior, quiso remansarse unos momentos
en la soledad. Se
apoyó en el tronco de un corpulento ciprés y dejó vagar la
mirada sobre el mar
tranquilo. Zamolxis, como siempre, respetó aquella
reclusión temporal
del Maestro en sí mismo y, sin decir palabra, prosiguió
lentamente solo su
camino.
Al poco rato, emergió
por oriente, como salido de las aguas, el disco
inmenso de la luna
llena.
Inmediatamente,
Pitágoras pensó en su madre. Era el día del plenilunio,
la periódica fecha de
sus citas celestes.
Más, en aquel
instante preciso, ¿Qué poderoso mensaje atravesó los
aires para clavarse
en su corazón?. Tuvo la intuición precisa de que el alma de
su madre, recién
liberada de su cuerpo caduco, lo buscaba a través del vínculo
amoroso de la luna llena,
flotando en el aire vespertino.
No le cabía duda.
Veía en aquel instante la forma adorada de la anciana,
transparente y
alígera, interponerse entre la gran luna redonda y sus ojos,
abiertos de pronto a
la otra realidad.
Y oyó el timbre
recordado de su voz cariñosa que le decía, desde su
mundo de recuerdos:
“Hijo mío, busca a la mujer, tu compañera y
colaboradora y ámame
en ella. Yo os bendeciré...”.
Inmediatamente, voz y
figura se desvanecieron en la atmósfera azul y
plateada de la noche
temprana.
La mente enternecida
de Pitágoras prendióse entonces extrañamente en
los tempranos
recuerdos de su infancia. Y sus labios pronunciaron
maquinalmente, con
voz temblorosa y entrecortada, dos nombres:
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
127
— Partenis...
Teano...
— ¡Cuan parecidas las
veía ahora!. ¡Cuan juntas en su corazón!. ¡Cuan
ligadas a su vida!.
Al emprender de nuevo
la marcha, pareció que volvía a la realidad.
Había perdido a su
madre, y sentía el inevitable vacío de esta pérdida. Y
Teano se le antojó de
súbito demasiado alejada de su vida física. La
aventajaba demasiado
en edad. El se hallaba en los umbrales de la vejez
mientras que ella
resplandecía como una diosa en la flor de su juventud y de
su belleza.
Así pensaba cuando,
ascendiendo por la colina de las Musas, decidió
vagar un rato por los
jardines, más allá del rumor constante de las fuentes.
De pronto, llegó a
sus oídos un leve canto de mujer, acompañado de los
sones de una lira
dulcemente pulsada.
Se aproximó sin hacer
ruido a la oculta cantora. Y siguió embelesado
los versos del
conocido himno órfico a Afrodita:
“Celebrada
en mil himnos, ¡Oh tú, Afrodita!
nacida
de la espuma como una flor marina,
diosa
generadora, madre de Eros,
que
gozas con las nupcias coronadas,
otórgame
el secreto de la gracia...”.
La voz cesó
repentinamente. ¿Había percibido la anónima himnoda la
presencia del
Maestro?. Pitágoras había reconocido la voz de Teano y se
aproximaba a ella.
Al descubrirla,
sentada en uno de los bancos de mármol junto a unas
matas de jazmines
florecidos, díjole:
— ¿Por qué pides a
Afrodita el secreto de la gracia si lo derramas a
manos llenas?.
Ella se levantó
entonces y reclinó su cabeza coronada de jazmines
olorosos en el hombro
de Pitágoras, mientras murmuraba:
— Amado mío...
— ¿Consientes en ser
mi esposa? — díjole él entonces.
— No aspiro a mayor
felicidad en la vida — respondió ella con un
suspiro.
Y ambos permanecieron
un buen rato así, en el éxtasis del amor por fin
concretado,
contemplando los nuevos cauces abiertos en su existencia y en su
obra.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
128
XIII.-
ANCIANIDAD DEL FILÓSOFO
FIN
DEL INSTITUTO PITAGÓRICO
Pitágoras
en la Intimidad — Lisis — Las Primeras Nubes —
Representación
Teatral — Expansión del Pitagorismo — Los
Antiguos
Alumnos — Fin de la Asamblea — Herencia
Espiritual
del Maestro — Proximidad del Peligro — La
Decisión
— Camino de Metaponte.
prima tarde, después
de la siesta, gozaba Pitágoras, en dulce
reposo, de la
intimidad familiar.
La ancianidad había
aumentado su natural majestad. Una gran claridad
lo aureolaba. Sus
ojos grises se habían abierto más a la luz del espíritu. Sus
vastos conocimientos,
cimentados en la inmensa obra realizada, hallaban
ahora más propicios
cauces en la recluida ternura del hogar.
Ya muy raramente
tomaba parte activa en las labores y
responsabilidades de
la Escuela. Sus hijos, herederos espirituales suyos y sus
más adictos
discípulos, lo substituían.
Se hallaba a la sazón
sentado en un cómodo sillón de brazos. Su larga
cabellera cana, más
escasa y lacia, caía sobre sus hombros. Parecía más
elevada su frente y
más breve el resto de su faz. Su barba blanca se confundía
con el tono cremoso
de su túnica de lino, tejida por las manos primorosas de
Teano.
Esta, madura ya, pero
hermosa aún como una Demeter, hilaba
distraídamente a su
lado.
Damo, la hija de
ambos, en la flor de su juventud, semejaba en aquel
momento la musa de la
elocuencia. Se hallaba declamando ante sus padres,
con gran riqueza de
inflexiones de voz, y acompañaba con graciosas actitudes,
el guión del mimo que
había compuesto en honor de las próximas Eleuterias,
fiestas en las que
coincidía siempre la Asamblea general de los pitagóricos.
Lisis irrumpió en la
habitación un poco atolondradamente, con su aire
de afirmada jovialidad
que no perdía con los años.
— ¡Salud, venerable!
— dijo, con su tradicional estilo pomposo, a
Pitágoras. — ¡Salud,
hermanas! — añadió, dirigiéndose a ambas mujeres.
La mirada, un poco
vaga y soñolienta del filósofo, se iluminó
A
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
129
repentinamente al ver
de nuevo, después de varios años de ausencia, a su
amado discípulo.
— ¡Salud y
bienvenida, Lisis! — contestó con la voz ya un poco
temblorosa. — Eres el
primero en llegar. Esta vez te anticipaste a todos.
¿Traes buenas
noticias?.
— Sólo medianas.
Pitágoras guardó
silencio. Una nube de inquietud pasó por su faz serena
nublando
transitoriamente su expresión habitualmente sonriente. Lisis se dio
cuenta. Y se apresuró
a añadir:
—A un pitagórico
formado en tu fe, no puede en verdad inquietarle
nada. Pero...
advierto que estoy interrumpiendo. Te ruego me disculpes,
querida niña, si mis
intrusiones te son molestas.
— Todo lo contrario,
Lisis — se apresuró a contestar Damo, con su
dulce voz. — ¿Cómo
podrías dejar de ser, en todo momento, nuestro
colaborador?.
Pitágoras ofreció
entonces a su discípulo una silla a su lado, mientras le
informaba:
— Damo va a dirigir y
en parte a representar, la fiesta teatral. Vamos a
ver qué te parecen el
prologo y el argumento del mismo, que dedica a exaltar
el simbolismo de los
genios mitológicos de los elementos. Vuelve a empezar,
hija mía. Lisis
también juzgará.
Asintiendo con la
mejor de sus sonrisas, volvió a leer la gentil Damo,
complacientemente, la
porción enrollada del pergamino que sostenía con
ambas manos.
Unos días más tarde,
de la ciudad y del campo, a pie o en lujosos carros
engalanados, llegaban
a la parte norte de la falda de la colina de las Musas,
gentes de todas las
clases sociales luciendo policromos vestuarios de fiesta y
se iban aposentando
en las graderías del teatro pitagórico. Allí se mezclaban
aquel día
espectadores de todas las categorías. Era hermoso ver, al lado de un
senador crotoniota, a
un esclavo campesino; la vendedora de frutas del ágora,
codearse con la
esposa de un primate en fraterna camaradería. El influjo
creciente del
pitagorismo hacía de esta divisa de confraternidad social, una
especie de moda bien
acogida.
Las fiestas
Eleuterias eran, para los griegos, el umbral del otoño, puesto
que precedían los
festejos de las grandes dionisíacas, que celebraban las
prósperas cosechas.
La noche anterior
había llovido y la atmósfera había refrescado
agradablemente. Las
huertas de frutales lucían un verde de metal bruñido en el
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
130
que se incrustaban
las frutas como rutilantes piedras preciosas. Empezábanse a
recolectar los
racimos de la vid. El aire se hallaba todo impregnado de sabores
dulcísimos.
El teatro estaba
repleto de gentío cuando Damo, vestida con una simple
túnica blanca y
talar, sujeta a la cintura por un amplio ceñidor dorado,
coronada de flores su
abundante cabellera cobriza, la lira heptacorde apoyada
en la cadera
izquierda, eurítmica de gestos, apareció en la elevada escena
circundada por
columnas engalanadas de yedra.
El sol prolongaba
inmensamente con sus rosados rayos declinantes, la
sombra de las cosas.
Damo empezó a
declamar, a los acordes de la lira, el prólogo que ella
compusiera para el
mimo que se iba a representar.
Era una glosa
filosófica de las Eleuterias en relación con los genios
elementales, evocados
en las fiestas del otoño.
Si para el vulgo las
Eleuterias representaban la manumisión de los
esclavos, para los
pitagóricos era la liberación, en el hombre evolucionado, de
la contraparte
inferior de su propia personalidad, de la entidad inferior que
todos llevamos
adherida y que en las primeras etapas de nuestra formación
sirvió a nuestra
experiencia en el desenvolvimiento de las facultades
instintivas.
Los genios elementales
de la mitología griega eran símbolos vivificados
de los cuatro
elementos inferiores de la humanidad, el cuaternario simbólico
del pitagorismo.
Por ello, al
objetivizar filosóficamente el símbolo, Damo exaltaba al ser
superior, hombre o
mujer, liberado de las pasiones, concupiscencias y
limitaciones de todos
los estados subhumanos. Que no otra cosa significaban
los genios mitad
hombres, mitad animales, incorporados a los mitos más
altamente filosóficos
y a los festejos populares.
La fiesta que se iba
a representar era una exaltación del poder que
ejercía la magia de
la belleza en la superación y en el dominio de la naturaleza
subhumana.
Durante la lírica
declamación del prólogo por la hija de Pitágoras, un
coro invisible de
onomatopeyistas pitagóricos simuló admirablemente los
rumores de la
naturaleza.
Aquella valiosa
aportación coral, tan común en el teatro griego,
contribuía en gran
manera a crear un clima ambiental adecuado al carácter de
las representaciones.
La polifonía de las
onomatopeyas era casi siempre a base de tonos
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
131
sostenidos que
formaban un conjunto amorfo que servía de admirable
trasfondo a los
solistas, destacados según convenía, a la sugerencia emotiva de
la obra que se
declamaba o representaba.
La onomatopeya
imitaba, aquel día con ensayada maestría, mediante
vocalistas
especializados, los murmullos del viento en los prados y en las
selvas, con sus
pájaros cantores, los rumores del mar tempestuoso o
encalmado o los chirridos
de los animalillos del campo en las noches
apacibles.
Al finalizar la
lírica introducción de Damo, una teoría de faunos, de
agipanes y de ninfas
irrumpió, dando brincos, formando corros y cadenas, en
el amplio semicírculo
de la orquesta, corazón del teatro griego.
Al aparecer los
genios de la tierra, el coro de onomatopeyas imitó en
forma deliciosamente
matizada los rugidos de la selva y el chillido de aves
que atravesaban,
veloces, el espacio. Sobre este fondo ambiental, los
caracterizados pitagóricos
vestidos de genios mitológicos, acompañaban sus
danzas con flautas y
címbalos, con crótalos y tambores.
En medio de aquella
coreografía exaltada y frenética, apareció, solemne
y ceremoniosa en la
parte superior de la escena, sobre el peristilo del fondo, un
extraño carro
cubierto de verde musgo sobre el que se erguía una vieja encina
de corpulento tronco.
Arrastraban este extraño armatoste, rodeándolo, buen
número de oréadas,
las robustas ninfas de las montañas.
De pronto, en mitad
de la escena, se abrió el tronco de la encina y
apareció una hermosa
hamadríada, el espíritu del árbol. Ceñía el cuerpo y
piernas de la
danzarina pitagórica una apretada venda de basto tejido que
simulaba el mismo
tronco de la encina. Su cabeza y sus brazos levantados eran
como ramas erguidas,
coronadas de hojas.
Al salir la
hamadríada del tronco con menudos pasos, empezó a danzar
como si fuera un
árbol viviente. Su tronco se doblaba, sus brazos se agitaban
como batidos por el
viento. Esta plástica pura, era la exaltación del gesto
depurado y rítmico.
Aquella danza de la
hamadríada, glosa plástica de gran belleza, era una
glorificación de las
fiestas dendroforias griegas, que eran un colectivo
homenaje al árbol.
Finalizada la danza,
la hamadríada penetró de nuevo en el tronco de la
encina. Este se cerró
mecánicamente, y el corro de oréadas empujó el carro
fuera de la escena.
Al cabo de un rato
empezó el coral de onomatopeyas imitando los
rumores del agua. Era
el mar en calma o agitado por la tempestad, era el flujo
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
132
y reflujo de las olas
sobre la playa o estrellándose en los acantilados.
Enlazadas, en forma
de amplias oleadas sinuosas y sucesivas, fueron
apareciendo entonces
multitud de nereidas, los genios del mar. Iban todas
envueltas en túnicas
verdes y azules, cubiertas de algas, coronadas de
medusas, de corales o
de estrellas de mar. De sus cabelleras pendían finas
sartas de perlas.
Cogidas de las manos
o enlazando sus talles, según ensanchaban o
apretaban sus filas,
imitando el ritmo del oleaje marino, las nereidas
avanzaban o
retrocedían al compás de la danza.
Entre ellas,
abriéndole paso cuatro fornidos tritones que formaban su
escolta, cubiertos de
escamas, con enroscadas colas de pez y haciendo sonar
sus potentes caracolas
marinas, apareció, sobre una enorme concha rosada,
sentada y majestuosa,
Tetis, la reina del mar, la nodriza de las aguas de vida,
el Hades de las
almas.
La misma Damo
personificaba esta esplendente diosa. Su hermosura
natural era realzada
por una diadema de zafiros que coronaba su frente.
Los rayos del sol, ya
próximo a la puesta, atravesando oblicuamente la
escena, pusieron una
aureola de oro rosado en torno a su flotante cabellera
cobriza, mientras
rodeaban la enorme concha, dando brincos y volteretas,
varios mozuelos
disfrazados de delfines, con cabeza de pez y cubiertos de
escamas plateadas que
lucían al sol con todos los colores del iris.
Al terminar aquella
coreografía de las aguas, se puso el sol tras la
comba rocosa que moría
dentro del mar, y que formaba el cabo Laciniano.
Entonces se mezcló al
crescendo de los piares de los pájaros de los
contornos que
buscaban alegremente su sitial nocturno entre los árboles del
bosquecillo de las
Musas, la orquesta onomatopéyica de los invisibles cantores
pitagóricos. A la
sazón interpretaba los distintos rumores de los vientos, desde
la suave brisa marina
hasta el intermitente vendaval.
Acto seguido
irrumpieron a grandes saltos en el ámbito semicircular de
la orquesta, los
ágiles danzarines que personificaban los vientos veloces, el
Bóreas, el soplo
noreste y el frío Aquilón, el viento norteño. Si éste aparecía
envuelto en amplia
capa blanca como la nieve que flotaba al saltar, como su
larga cabellera cana,
Bóreas aparecía con dos largas estolas verdes atadas a los
brazos que agitaba al
compás de la aguda trompetería y de los instrumentos
graves de percusión
sobre los que bordaban los instrumentos medios sus
onduladas melodías
entre el trasfondo mate y polifónico del coro vocal.
Detrás de ellos,
apareció en escena el trío de los otros vientos suaves: el
Euro venido de
Oriente, envuelto en los rosados velos de la aurora, el Noto, el
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
133
cálido viento sur que
envolvía con leves vestimentas de tono ocre y siena
tostada, los colores
del desierto africano, y el dulce y perfumado Céfiro,
cubierto con una
corta clámide vaporosa de tono verde tierno. Al danzar, de
todo lo largo de las
piernas de este ágil danzarín se agitaban, como si fueran
alados coturnos,
cintas multicolores que daban la sensación de las brisas
primaverales de
occidente, las que hacen crecer las flores.
La danza bellísima y
alígera de los vientos duró lo que restaba de luz a
la tarde. Los mismos
danzarines, al saltar, parecían querer remontarse hasta la
menguada luz que
huía.
Al final de aquella
representación del elemento aéreo, vio el público
aparecer a lo lejos,
como si surgieran milagrosamente del horizonte todavía
enrojecido de la puesta,
dos largas teorías de lampadóforos, vestidos de rojo,
las rojas cabelleras
encrespadas, que blandían al aire de la anochecida sus
antorchas encendidas.
Aquella doble
procesión de extraños seres se dirigía al teatro, ante la
expectación del
público.
Cuando estuvieron
cerca, sonaron continuados arpegios de las cítaras de
múltiples cuerdas
sobre el lúgubre coral de los bajos profundos de los
onomatopeyistas.
Las procesiones de
lampadóforos penetraron en el teatro por ambos
lados de la escena,
iluminando las columnas de fondo, la orquesta y el público,
y fueron trenzando
solemnemente, ya cerrada la noche en el recinto del teatro,
sus evoluciones
simbólicas. Al unirse, por parejas o conjuntos, realizaban las
danzas rituales del
fuego como símbolo iniciático. Luego ascendían por las
breves escalinatas
que unían la orquesta con la escena y formaban los más
bellos conjuntos
coreográficos a la vista del público.
Por fin, cuando ya se
acortaban las antorchas, formaron los danzarines
varios círculos
concéntricos en torno al tímele central de la orquesta hasta que
todos los teores, a
la una, obedeciendo la consigna de una aguda trompeta,
depositaron los
restos de sus flameros ardientes sobre el ara.
Entonces, como final
de fiesta, una alta pira ardió, iluminando un buen
rato a todos los
espectadores que fueron abandonando a su pesar las pétreas
gradas.
∴
En la reunión final
de la magna asamblea de los pitagóricos, estuvieron
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
134
presentes todos los
antiguos alumnos de la Escuela llegados de los más
distantes lugares.
Sucesivamente,
tomaron la palabra, por razón de antigüedad, los
discípulos
desplazados que regentaban las sucursales del Instituto Pitagórico
establecidas en
diversas ciudades griegas.
Casi siempre eran las
parejas de recién casados los que elegían su
profesión futura
estableciéndose en algún lugar próximo o distante donde
fundaban y
regentaban, a ejemplo de la fundación crotoniana, nuevos centros
pedagógicos y hogares
selectos de cultura integral.
También acudían a
dichas asambleas, a título de tradición y de simple
afecto, los alumnos
que ocupaban importantes cargos, requeridos aquí y allá
para servicios
públicos ora como gobernadores, ora como miembros del
areópago o como
pedagogos de altos personajes.
La excelencia y la
nombradía del material humano que salía de la
Escuela hacían que
cada vez fueran más solicitados los pitagóricos. Doquiera
se había extendido su
fama. Desde las colonias de occidente hasta la Etruria
septentrional; desde
África hasta las Islas y costas de Asia, los pitagóricos
eran ensalzados y
reclamados en aras de la doctrina que encarnaban.
Un clima de estímulo
y de emulación, merced al núcleo selecto que
formaban los
pitagóricos, circulaba, doquiera iban, por las altas esferas de la
cultura.
Aquellas periódicas
asambleas del Instituto tenían por especial
finalidad, aparte el
interés de estrechar los vínculos fraternales entre los
antiguos
condiscípulos y recibir nuevas orientaciones y alientos de boca del
Maestro, articular y
unificar las labores de las Escuelas distantes y crear otras
nuevas de acuerdo con
las características de cada país y la idiosincrasia de sus
habitantes.
Allí se planteaban
toda índole de problemas, se exponía la obra
realizada, se
consultaba, se discutía, se nutrían de nuevas ideas los asistentes,
con el natural
estímulo del intercambio y del contacto personal.
Pitágoras, aun en su
avanzada senectud, era el mismo sabio mentor, el
centro natural de
aquella agrupación selecta, elegante, virtuosa y culta que
significaban, para el
mundo, los pitagóricos.
En aquellas
memorables Eleuterias, convocó Pitágoras especialmente a
todos sus antiguos
discípulos.
De Metaponte llegaron
Lisis y Arquipo. De Catania, en Sicilia, Dirceo,
Hermipo y su esposa
Dionea. De Himera, situada en el norte de la misma Isla,
Anadeo y Nerea. De
Agrigento, del Sur, Dioxipo y Aglaomena. De Lucania,
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
135
Ocelo. De Sibaris,
Filio Polio. De Tarento, Dirceo, su esposa Himmia y su
hermana Eunomia. De Locres,
Caulonia, Regium y otras ciudades sicilianas,
así como del norte,
de Etruria, llegaban por grupos.
Arimnesto, el hijo
mayor de Pitágoras, gran viajero, acababa de llegar
de una jira de
propaganda de la Escuela por las Islas griegas orientales.
Telauges, el hijo
menor, volvía, agregado en una misión crotoniota, del norte
de la península.
Ofrecían un magnífico
espectáculo todos aquellos condiscípulos
entusiastas, gozosos
de volverse a ver y de llevar consigo, algunos, a sus
propios hijos,
magníficos ejemplares de la viva simiente pitagórica.
Al final de la
Asamblea, después de la representación de arte teatral,
celebraron los
pitagóricos un ágape de despedida, en común.
Una vez terminada la
comida, Pitágoras se levantó para dirigir la
palabra a los comensales.
En medio de un gran silencio, dijo, con voz un poco
débil y cansina:
— Sé que se aproxima
el límite de mi misión. No quisiera con ello
limitar vuestro
entusiasmo ni vuestra fe. Los hombres y las obras pasan. Pero
los ideales, jamás. Yo,
la apariencia caduca que de mí veis ahora, significa la
obra objetiva,
transitoria. Vosotros, su continuidad de cara al futuro. Sólo
quiero haceros un
ruego. Recordadlo. Es mi único testamento. Pase lo que
pase, doquiera se
encuentre uno de vosotros, que siembre la semilla en tierra
propicia, que algún
día fructificará. El espíritu de las edades nos contempla y
espera.
Ante aquellas
contundentes y extrañas palabras, ante aquel tono insólito
que tenía algo de
velado y profético, un extraño estremecimiento corrió por
todos los presentes.
Se hizo un silencio
general que duró hasta que Pitágoras, apoyado en su
antiguo sirviente
Zamolxis, abandonó el refectorio seguido por su esposa y sus
hijos.
Cuando, un poco
después, Lisis, acompañado de su amigo inseparable,
Arquipo, pidió
permiso para entrar, en la habitación de Pitágoras, éste se
hallaba ya acostado.
Tenía por costumbre
cada día platicar un rato aquella hora con su
familia, en completa
intimidad, antes de entregarse a las preces y meditaciones
que precedían su
sueño.
Pitágoras guardaba
aquella noche un completo mutismo que nadie se
atrevía a
interrumpir.
Lisis y Arquipo se
acercaron al lecho donde yacía el filósofo. El
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
136
primero inclinóse y
tomó suavemente una mano del anciano que retuvo entre
las suyas. Y, con
conmovido acento, dijo:
— No quise estos
días, mientras duraran los actos de la Asamblea,
abordar el tema
candente de nuestro inmediato porvenir. No quise
comunicarte lo que de
nosotros se dice en la soliviantada Crotona. Creí que
ignorabas, mas...
debí comprender que a ti nada se te puede ocultar, ya que tus
previsiones no se
basan en los juicios de los hombres, sino en el de las
estrellas. Con tus solemnes
palabras de esta noche ha cundido la incertidumbre
en nuestras filas.
Todo son conjeturas en el refectorio. Abundan toda índole de
comentarios sobre un
posible estado de cosas que se avecinan. Todo el mundo
se sentía aún
confiado si tú demostrabas confianza. Más después del tono de tu
despedida...
Pitágoras no
contestaba. Su mirada parecía ausente.
Entonces, Arimnesto,
su hijo, se acercó a Lisis y le preguntó:
— ¿Estuviste en la
ciudad recientemente?.
— Pasé por allí antes
de venir — le contestó el interpelado — y recogí
el estado de la
opinión. Contaba con adictos informadores.
— ¿Qué opinas,
entonces?.
— Que Cilón, movido
por el despecho y alentado por otros fracasados
en las pruebas de la
Escuela, están fomentando de un tiempo a esta parte un
clima de
animadversión general contra nosotros. Y no reparan en medios para
lograrlo.
Telauges, el hijo
menor del Maestro, que se había aproximado a ellos,
intervino:
— Las campañas que
anima el odio no pueden hacer mella en el
corazón de los
crotoniotas.
— Es que ahora, ante
el fracaso de las calumnias y las injurias, apelan al
arma más sutil de la
política. Intentan crear con ello una corriente de opinión
que crece con el
confusionismo y el apasionamiento, propicia a la difamación
del conocido tópico
del peligro de la casta pitagórica. Ahora dicen que
tenemos ambiciones de
poder y que detentamos el gobierno. En una arenga
pública, rodeado de
sus huestes de mercenarios armados, llegó Cilón a la
máxima desfachatez y
repugnante falsía al acusarnos de que, con estas
asambleas de las
Eleuterias, intentábamos socavar el prestigio democrático de
las Anfictionías
délficas. Que pretendíamos crear e imponer, frente a aquellos
tradicionales
comicios de diputados griegos, electos por la voluntad popular,
unas jerarquías de
gobierno aristocrático.
Pitágoras escuchaba
sin decir palabra. Arimnesto dijo al cabo de un rato
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
137
de reflexión, con
acento angustiado:
— Ellos saben muy
bien que no detentamos más poder que el que
dimana de la virtud y
de la sabiduría Que nuestro anhelo único, en lo social, es
la difusión de la
cultura tal y como nos la ha enseñado nuestro padre y
Maestro. Que cuando
se llama a un pitagórico a un puesto de responsabilidad,
es por su eficiencia
y por auténtica y ganada superioridad.
— Pero Cilón es
fuerte. Está lleno de odio y de ambición. Es, además,
un primate de la
fortuna. Pertenece a una de las más destacadas familias de
Crotona. Y considera
una intolerable ofensa a su honor el haber sido
rechazado de la
Escuela — rearguyó Lisis.
— Es un hombre de
inferior condición moral — añadió Arimnesto —.
El mismo se excluyó.
— Junto a él
vociferan en contra de todos nosotros buen número de los
que no merecieron la
categoría de pitagóricos — añadió Lisis.
Teano, cuya inquietud
iba en aumento, intervino, entonces.
Aproximándose a su
anciano esposo, exclamó:
— ¿Qué puede pasar?.
¡Habla!.
Al conjuro de aquella
amada voz, pareció que volviera Pitágoras de
aquel especial estado
de ausencia anímica. Con voz segura que superaba la
emoción del momento,
dijo:
— No puede pasar más
que aquello que está escrito ya en el cielo con
cifras de luz.
— Sin embargo,
nuestro deber es prevenirnos. Se neta preparando un
asalto al Instituto —
añadió gravemente Lisis.
— Pidamos guardia al
Areópago — intervino el fiel Zamolxis.
— Opino que, como
primera medida — dijo con voz exaltada,
inclinándose más
sobre Pitágoras, Lisis — ordenes cerrar las puertas. La
defensa es legítima.
Pitágoras se reclinó
entonces ágilmente en el lecho y por su expresión
parecía recobrar por
momentos las antiguas energías. Dirigiéndose a su
antiguo discípulo,
dijo:
— ¿Cerrar nuestras
puertas, dices? — Y después de una pausa, añadió,
en un tono evocador y
calmado —. ¿Recuerdas el día aquel en que formabais
mi primera escolta de
honor?. ¡Cuan confiados me seguíais!. Íbamos a
inaugurar nuestra
comunal morada, esta morada que nos acababa de ofrecer la
ciudad. Tú sabes
donde deposité la llave. Entonces se abrieron sus puertas y
mientras el mar la
guarde, permanecerán abiertas. No seríamos dignos del
ideal que
representamos si por el temor de perder los bienes materiales,
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
138
traicionáramos
nuestra divisa y nuestra fe. Hay quien guarda siempre lo digno
de ser guardado. Nada
se realiza sin la voluntad divina.
Después de estas
palabras, todos los presentes guardaron un respetuoso
silencio.
Telauges lo rompió al
fin, diciendo a su padre, en actitud de súplica:
— Padre mío, piensa
en tu esposa y en tu hija, mi madre y hermana. No
debemos exigir de
ellas la misma actitud que nosotros podemos imponernos.
Nuestro deber es
alejarlas del peligro. Mañana temprano saldrá nuestro carro
camino de Metaponte.
Teano, movida de
súbito arrebato, se abrazó entonces a su esposo,
diciéndole, con voz
conmovida:
— Cualquiera que sea
el peligro que se cierna sobre nosotros, no me
separaré de ti. Si
llegara el caso, moriremos como hemos vivido: juntos.
Arimnesto intervino
entonces.
— Padre — dijo, con
voz pausada —. Tu avanzada edad te excluye de
posibles decisiones
al frente de la Escuela. Te propongo que acompañes a
Metaponte a nuestras
mujeres donde tienen su morada Lisis y Arquipo.
Telauges y yo os
substituiremos. Nuestra primera medida será desplazar de la
Escuela a las
restantes mujeres. Todas deben ser alejadas en esta hora de
peligro.
Pitágoras se sumió en
un profundo hermetismo. Por fin habló:
— Hijos míos, ya que
todos lo sois de mi carne o de mi alma; con mi
testamento moral, ha
cesado en realidad mi actuación externa en la Escuela
que fundé por mandato
de los dioses. Ellos son los que me invitan ahora, a
través de vuestra
mediación, a terminar mis días en Metaponte. Mi deber es
obedecer.
∴
Cuando, al día
siguiente, a la hora del alba, salieron los pitagóricos a la
terraza del Instituto
a entonar el himno matinal, vieron a lo lejos, en la
carretera del
interior, la polvareda de un carruaje que se alejaba.
En él iban, con Lisis
y Arquipo, Pitágoras, Teano, Damo y Zamolxis.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
139
EPÍLOGO
Cuántas primaveras
habían rendido la ofrenda renovada de sus
flores sobre las
taladas columnas del que fue Templo de las Musas,
como si fueran aras?.
Del asalto armado y
del incendio del Instituto Pitagórico por las huestes
de Cilón, no quedaron
en pie más que algunos muñones de mármol labrado,
agarrados a la
tierra, y algunas estatuas mutiladas que, con sus perennes
sonrisas, aun acogían
amablemente a los periódicos visitantes que llegaban allí
en peregrinación
desde todos los lugares del mundo conocido.
Entre las losas
cuarteadas de la gran terraza brotaba el césped dibujando
caprichosos mosaicos
de esmeralda.
Los olivos y los
limoneros de la colina que ardieron hasta sus raíces,
habían vuelto a
crecer, a retoñar y a dar frutos.
La naturaleza coadyuvaba
con los hombres y mujeres que, peregrinos
del ideal que alzó a
sus cimas históricas la misión de Grecia, le rendían el
constante testimonio
de su resurrección.
∴
Dos jóvenes de noble
aspecto paseaban en los primeros días del mes de
boedromión bajo los
árboles del un tiempo famoso montecillo de las Musas.
Uno de ellos paróse
de repente y levantando la vista hacia sus copas
frondosas, dijo a su
compañero:
— ¿Serían así de
altos cuando el abuelo de mi abuelo, Anadeo,
confesaba en este
bosque su amor a la rubia Nerea, mi ilustre tatarabuela, bajo
la mirada embelesada
del primero y más grande de los filósofos griegos?.
— Posiblemente,
Antógenes — respondió el otro —. Los árboles se han
esforzado, antes que
los hombres, en reparar los daños de la incalificable
agresión que acabó
con el más ejemplar de los centros de cultura de la
historia. — Después
de una pausa, añadió, suspirando profundamente —: ¡Si
así volvieran a
crecer las piedras!.
— ¡Y con ellas
reviviera aquel esforzado palenque de los primeros
pitagóricos!. ¡Qué
gran forjador de selecciones humanas fue Pitágoras!. —
¿
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
140
añadió el primero.
— Verdad es,
Antógenes.
Ambos jóvenes
acabaron de escalar, lentamente, la leve loma.
En la cima se extendía
el ancho calvero de las ruinas del que fue un día
ya lejano, famoso
Instituto Pitagórico.
Las constantes
estaciones benignas habían ido tejiendo a voluntad allí,
año tras año, un
creciente y enmarañado jardín natural.
Entre las yedras y
los rosales trepadores, las adelfas alzaban sus grandes
búcaros aislados,
blancos, verdes, rosados, malva. Los matojos de mirto, los
jazmines y las
madreselvas parecían querer disimular con sus cobertores
perfumados, los
estragos de la maldad y la ignorancia de los hombres.
Pero a pesar de aquel
abundoso desagravio de las flores, los visitantes
que llegaban acusaban
siempre, con su expresión y su silencio, el dolor
irreparable de la
antigua pérdida.
Entre las ruinas
paseaban, a la sazón, buen número de visitantes. Por su
aspecto e
indumentaria, se adivinaba que muchos eran extranjeros. Acaso
habían emprendido de
lejanas tierras o allende el mar de Grecia su largo
peregrinaje, sólo por
pisar el venerable solar, ya convertido en símbolo.
Nadie sabía por qué,
al llegar al área del edificio, iodo el mundo
hablaba en voz baja,
como si se hallara en un templo.
¿Era un imperativo
del recuerdo vivo, una fórmula de homenaje o una
vaga súplica de vivos
presentimientos de la gloria que fue?.
— ¡Mira! — dijo en
voz baja Antógenes a su compañero Nicias —.
Aquellos que vienen
por allí son pitagóricos.
— Sí, nadie puede
dudarlo — contestó el otro —. Su porte, su elegancia
natural, delatan la
doctrina que sustentan. Tan distinguidos son ellos como
ellas. Les acompaña un
anciano. ¡Qué venerable aspecto tiene!.
— Debe ser un
filósofo.
Ambos compañeros
siguieron paseando un rato sin decir palabra.
Por fin, dijo,
parándose de pronto, Antógenes:
— ¿Adviertes cuántos
visitantes vienen hoy?. Fíjate a lo largo de la
carretera de la costa
y de las del interior.
Efectivamente. El
número de visitantes era excepcionalmente numeroso
aquel día.
— Pero, ¡no habíamos
caído en la cuenta de que hoy es el primer día de
Eleuterias! — exclamó
Nicias, dando una palmadita en el hombro de su
compañero.
— Es verdad —
contestó éste —. ¿Cómo se nos había olvidado?. Hoy
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
141
será esto centro de
reunión espontánea de los núcleos dispersos de los
creyentes
pitagóricos.
— Siempre he creído
que la verdadera fuerza de la comunidad, incluso
su influjo en lo
social, su persistencia, consiste en este imponderable elemento
religioso de tipo
superior y ecléctico que constituye el meollo de la doctrina
pitagórica — afirmó
Nicias.
— Por esto no morirá
nunca — refrendó Antógenes.
— A las primeras
persecuciones de sus afiliados, a la anulación de su
institución legal y
funcional, el pitagorismo se sustentó de su mejor contenido
espiritual — continuó
el otro —. Se convirtió en una especie de fe
racionalista, la más
pura y acendrada de todas las fes. Pitágoras explicó todos
los problemas de la
existencia humana y divina y los misterios del mundo y
del universo a la luz
meridiana del intelecto. Hizo todo lo posible para aclarar
las brumas de la
leyenda sin cortar las alas de su poesía, ya que siempre
fundamentó sus
enseñanzas en la virtud del bien, de lo verdadero y de lo bello.
Si Grecia ha
resurgido del lapso de decadencia que siguió a la destrucción del
Instituto Pitagórico,
y si su ejemplo en la historia del futuro logra perdurar,
será merced a este
equilibrio, a esta lógica y a esta amplitud de su filosofía.
— Así lo creo
también, querido Nicias. Platón no sería Platón ni
hubiera alumbrado su
Academia tan alta y fecunda dialéctica, si no hubiera
obtenido este noble
griego, a pesar de ser iniciado en los Misterios de Eleusis,
el famoso manuscrito
de Pitágoras, el HIEROS LOGOS por mediación de
Arquitas, el
tarentino, así como las orientaciones de otro pitagórico, Filolao.
— ¿No quedó el
manuscrito en poder de Damo, a la muerte de su
padre? — preguntó
Nicias.
— Parece ser que fue
su hija la depositaría de su doctrina secreta. Así
me lo contaba de niño
mi abuela que lo aprendió de niña de labios de la suya
— contestó Antógenes
—. Al principio de la destrucción de la Escuela pasó
esta admirable mujer,
Damo, por multitud de persecuciones y duras
privaciones. Y a
pesar de las cuantiosas ofertas que se le hicieron repetidas
veces, no quiso nunca
desprenderse del espiritual legado de su padre. Creo que
el mejor y más recio
tronco emanado de la Escuela inicial, salió de los núcleos
selectos que instruyó
Damo en el decurso de su larga vida ejemplar y
laboriosa. Merced a
aquel guión codiciado, pudo seguir difundiendo en toda
su pureza, la sabiduría
pitagórica.
— Creo observar desde
aquí — interrumpió Nicias — que el anciano
que vimos ascender en
compañía del primer grupo que ha llegado, está
sirviendo de guía
áulico a los jóvenes. Mira con qué interés le escuchan.
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
142
Ahora está señalando
al otro lado de la colina el teatro, lo único que quedó en
pie de la
incalificable destrucción. Antes vi que les hablaba desde el área
central del templo.
— ¿Vamos a sumarnos al
grupo? — propuso Antógenes —. Estoy
observando que muchos
se les han adherido.
— ¡Vamos! — asintió
Nicias.
Y ambos compañeros se
mezclaron al grupo de forasteros. Poco a poco
lograron aproximarse
al anciano.
Era éste de mediana
estatura, un poco grueso, de mirada
extraordinariamente
inteligente y vivaz bajo la alta frente calva. Una barba
corla y rizada dejaba
al descubierto su tórax potente, de orador y hombre sano.
— Este plinto — decía
— servía de base a la efigie de la Musa Tácita,
patrona de los acusmáticos.
El período de riguroso silencio que Pitágoras
hacía observar a sus
discípulos, era la más eficaz de las disciplinas internas.
Sin él no hubiera
podido decir, luego, Isócrates: “Admiramos hoy más a un
pitagórico cuando
calla que a los hombres más elocuentes cuando hablan”.
Anduvo unos pasos y
se detuvo en una zona bordeada de losas en las
que todavía se
dibujaban unas formas geométricas simbólicas:
— Esta era el aula de
los matemáticos — añadió el anciano —. Todo el
fundamento de la
filosofía que Aristóteles sustentaba en sus libres cátedras
peripatéticas de los
pórticos del Liceo, todo su vasto enciclopedismo, no
existirían sin el
conocimiento de los números y de las leyes matemáticas que
rigen el universo y
que enseñó Pitágoras. Y menos aún hubiera definido sin
ellas el Estagirita
su profunda metafísica.
— Pero en las
doctrinas aristotélicas, a pesar de su concatenación y su
depurado análisis —
dijo con voz tímida y un tanto atiplada uno de los jóvenes
que formaban el grupo
— no se advierte la pujanza espiritual del ideal
pitagórico, lo que
podríamos llamar el milagro de la fe, aquel elemento
maravilloso que,
aunque contribuya a veces en cierto modo al
desdibujamiento de la
personalidad del que lo encarna desde el punto de vista
del mundo, constituye
sin embargo el mayor aliciente para la investigación
trascendental.
— Ciertamente —
subrayó el anciano —. Entre los más famosos
filósofos
posteriores, este elemento lo hayamos especialmente patentizado a
través de los
comentarios a las doctrinas pitagóricas de Demócrito de Abdera,
el tracio. Este
filósofo es el que mejor ha dado a conocer a través de su
“Diacosmos”,
las más profundas verdades sobre el hombre como ente
completo y el
universo como cósmica entidad. Como Hipócrates divulgó los
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
143
secretos pitagóricos
de la medicina y las propiedades curativas de las plantas,
que el Maestro
aprendió en oriente. También en una forma más lírica, aunque
menos científica,
Empédocles, alumno de Telauges, el hijo menor de
Pitágoras. Ambos
filósofos poseían, como Pitágoras, poderes y facultades
superhumanas.
Hablaban, no sólo por doctas referencias del Maestro de
ciertos hechos, sino
por propia confirmación. Ellos visitaron también en vida
el Hades, según
testificaron, a semejanza de algunos héroes legendarios
griegos y recordaban
sus vidas pasadas. Antes de Pitágoras, nadie se atrevía a
comunicar, fuera del
sigilo de las comunidades de iniciados, tales recuerdos y
reminiscencias. Del
diálogo de Timeo, el pitagórico, así como del de Fedón y
Cratilo con Platón, y
de múltiples alusiones socráticas, se infiere la teoría
filosófica de las
vidas sucesivas.
(Según
Diógenes Laercio, el alma debe pasar por el “ciclo de
necesidad”,
que entre los griegos equivalía al karma de los orientales. En la
época
de los Argonautas fue Pitágoras Etálidas; hijo de Hermes, o sea,
iniciado
y logró el recuerdo del alma, la anastasis o conciencia continuada.
—
Inmediatamente encarnó como Euforbos y fue herido por Menelao en el
sitio
de Troya y murió. En esa vida aseguraba haber sido antes Etálidas y
hablaba
de la teoría de la reencarnación y de todo el plan de la evolución
del
ser desde los reinos inferiores. Luego encarnó en Hermótimo e hizo un
peregrinaje
al famoso templo de Apolo en Branquida en las costas asiáticas
del
mar, en la Jonia, un poco al sur de Mileto, aunque Ovidio dice que fue
en
el Templo de Juno en Argos (“Metamorfosis”) y Tertuliano en el de
Apolo
en Delfos y allí descubrió el escudo que llevaba siendo Euforbos y
que
Menelao colgó en el templo como ofrenda. Mead afirma: En el próximo
nacimiento
fue Pirro, un pescador delio que seguía reteniendo la memoria
de
los nacimientos pasados. Finalmente fue Pitágoras).
(Jerónimo
(“Apol. ad Rufinum”) da otra tradición que enumera las
anteriores
encarnaciones del filósofo samio en esta forma: Euforbo —
Callides
Hermótimo — Pirro — Pitágoras).
(Porfirio,
como Laercio y Aulo Gelio (aunque estos últimos le
agregan:
Pyrandro, Callidas de Alce, ésta; la más bella mujer de ligera
virtud.
Euforbo, hijo de Panto. Pirro, cretense; y luego, dicen fue un cierto
Elio,
de nombre y lugar ignorados).
(Juliano,
el Emperador aseguraba que Pitágoras había sido Alejandro
Magno.
Y Proclo, afirmaba haber sido en una vida pasada, Nicómaco, el
pitagórico).
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
144
— También dicen que
poseía Pitágoras el don de la ubicuidad, puesto
que, según varios
testimonios, lo vieron simultáneamente en cierta ocasión en
Metaponte y en
Crotona — intervino una de las elegantes pitagóricas que
formaban el grupo de
forasteros.
—En cierta ocasión,
hallándose en Metaponte, proyectó su doble en
Crotona donde
apareció al mismo tiempo tan radiante, que es fama que los
crotoniotas lo
tomaron por el mismo Apolo hiperbóreo — explicó el anciano.
— Puede ser que la
reacción sentimental que operó en las masas la
destrucción del
Instituto y la persecución de los pitagóricos, que siguió de
inmediato a aquel
infausto acontecimiento, contribuyera a bordar con los oros
de la leyenda,
ciertos hechos ya de suyo maravillosos de la vida del Maestro y
que en mucho
contribuyen a aureolarlo — intervino con voz grave y
parsimoniosa un
hombre ya maduro que se había sumado al grupo.
— Pero las teorías,
las causas filosóficas de aquellos hechos posibles e
insólitos, los
poseemos de su mano y por el directo testimonio de sus mejores
discípulos — le
respondió el joven pitagórico de voz un tanto atiplada, que se
hallaba a su lado.
Precedidos por el
anciano guía, el grupo se dirigió entonces hacia el sur.
Antógenes y Nicias
los siguieron.
— Allí tenían lugar
en las noches serenas, las pláticas del Maestro —
dijo el filósofo
señalando con el índice el pinar de la orilla, cuyas altas copas
recortaban sus pomos
duros e inmóviles sobre el azul intenso del mar —. Bajo
aquel boscaje,
resonaron sus sabias palabras sobre la ciencia de los astros y la
música de las
esferas. Algunas de aquellas magnas teorías las podemos hallar
en los escritos del
gran pitagórico Aristógeno de Tarento. Su obra “Elementos
de
Armonía” es el primer tratado de música conocido en nuestros tiempos, así
como sus comentarios
sobre las leyes trascendentales de la armonía
constituyen la mejor
y más estructurada guía de las enseñanzas pitagóricas.
Pero al que quiera
profundizar en este elevado tema, le recomiendo que
emprenda el viaje a
Samos. En el templo de Hera hallará la famosa plancha de
cobre sobre la que se
halla grabado el canon musical. Parece que el propio
Arimnesto, el hijo de
Pitágoras, fue el que, en uno de sus viajes, hizo ofrenda
a la diosa de este
valiosísimo legado de su padre.
Después de estas
palabras, los pitagóricos empezaron a descender por
las melladas gradas
de la colina, camino del pinar. Antógenes y Nicias
quedaron entonces solos,
contemplando el hermoso panorama del mar y de la
costa junto a la
derruida balaustrada de la terraza que miraba al sur.
Una amistosa manotada
a su espalda, hizo volver a Antógenes de su
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
145
ensimismamiento.
Ambos amigos se volvieron instintivamente. Era el pariente
del primero, el
senador crotoniota Charias.
— Siempre coincidimos
aquí en las faustas celebraciones, ¿eh? — dijo
éste riendo.
— ¿Faustas? — objetó,
sin tiempo de articular su pensamiento,
Antógenes.
— ¡Pues claro,
hombre! — contestóle optimista el senador —. Yo soy
ante todo, un
pitagórico de fe. Fíjate en el creciente número de visitantes esta
vez. ¿No testifica
ello el rotundo triunfo del ideal pitagórico?. De mi parte he
rendido a la memoria
del Maestro el fruto, por fin coronado, de mi esfuerzo.
He logrado que el
Senado de Crotona apruebe mi proyecto de fundación de
escuelas gratuitas
para todos los niños y niñas, sin distinción de clases,
costeadas por el
erario público. En ellas se pondrán en práctica muchos
métodos pedagógicos
del pitagorismo.
Y al decir esto, el
senador volvió a reír, lleno de visible satisfacción.
— ¡Enhorabuena! —
exclamaron a una ambos amigos. Y Nicias
agregó: — Te has
convertido, por lo visto, en émulo de Zamolxis, antiguo
esclavo, el servidor
liberto de Pitágoras que dio en su vejez sabias leyes a su
tierra tracia.
— Y de Zaleuco, que
las dio a los locrios y fue gran impulsor de la
cultura de las
jóvenes generaciones. Y de Carondas, el gobernador de Turio,
— añadió Antógenes.
Los tres siguieron
paseando, al azar, deteniéndose a menudo a tenor de
sus charlas
sostenidas ahora en voz baja, entre la vasta concurrencia que
deambulaba por el
solar pitagórico.
Pasaron junto a una distinguida
dama alta y ya madura, que se hallaba
rodeada de sus tres
hijos. En aquel momento, oyeron que les decía:
— Pitágoras se salvó
porque unos días antes del asalto e incendio del
Instituto se había
refugiado en Metaponte con algunos de sus familiares y
discípulos. Pero
otros, que no pudieron huir a última hora, perecieron en el
desastre.
— ¿Y fue feliz,
después del incendio de su morada? — preguntó su hijo
mediano, un niño de
pelo rizado y rubio como un Cupido.
La madre sonrió al
oírlo. Y contestó:
— Pitágoras fue
siempre feliz. Llevaba la felicidad como condición en
su propia naturaleza,
porque no se hallaba apegado a nada material. Aceptaba
de buena gana todo
cuanto le enviaban los dioses. Murió ya muy viejecito,
rodeado de amor, de
paz y del general respeto de los metapontinos. Allí están
Josefina
Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
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sus restos, que todos
veneran y que no les han podido disputar los crotoniotas.
— Ya que no supieron
defender su obra en vida, tampoco merecen
honrar su muerte — contestó,
en forma sentenciosa el hijo mayor, un
muchacho recio, de
mirada audaz.
— ¡Madre! — exclamó
entonces el pequeño —. ¿Es cierto que en el
bosque sagrado de
Tarento pacía, sin hacer daño a nadie, un gran toro que
domesticó Pitágoras?.
— Eso dicen, hijo
mío. Pitágoras amaba a los animales porque los
consideraba sus
hermanos menores en la evolución. Cuéntase de él que logró
domar, con la lira y
el canto, a semejanza de Orfeo, a una temible osa dauria
con la que sostenía
diálogos mentales y a la que convenció, cierta vez que se
hallaba hambrienta,
de que volviera pacíficamente a la selva. También es fama
que los pájaros,
incluso las águilas y las gaviotas, se posaban sobre su hombro
confiadas y que él
las acariciaba.
Los ojos abiertos y asombrados
de los tres muchachos resplandecían
cuando el delicioso
grupito enmudeció en aras de sus recientes evocaciones.
Al despedirse el
senador de los dos compañeros, lo hizo en voz muy
baja porque cerca de
ellos, una anciana enseñaba a un grupo de niños a recitar
los “Versos Áureos”
de Pitágoras que ellos iban repitiendo, con visible
emoción.
Después, Nicias y
Antógenes se aproximaron a dos hermosas
muchachas que
acababan de escalar la leve colina y depositaban una guirnalda
de rosas blancas
sobre el plinto de la Musa Tácita.
Antógenes les dirigió
la palabra:
— ¿Sois pitagóricas?.
— Sí, por convicción
y por ascendencia — respondió una de ellas.
— Como yo — siguió
Antógenes.
Nicias agregó
entonces:
— Por lo visto,
sentís especial adoración por la Musa del Silencio. Y a
fe mía, que esto
honra siempre mucho a la mujer...
— Tenemos una mal
ganada fama de charlatanas, por lo visto — dijo la
otra amiga.
Y los cuatro rieron.
Una de las muchachas
cobró de pronto un repentino aire de gravedad, y
dijo:
— ¿No hizo Pitágoras,
por advocación a la Musa, de la mujer pitagórica
un ejemplo de
discreción?. Sacrificar a la diosa del Silencio es renovar el
precepto y la
práctica.
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Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
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— Teano fue la más
discreta de las griegas — añadió la otra —. Cuando
le preguntaron en
cierta ocasión cuál era el principal papel de la esposa, dijo,
glosando la
discreción y el silencio de la mujer: “Ser el manto del esposo”.
Antógenes, que
contemplaba con singular admiración a la que había
pronunciado aquellas
palabras, derivó entonces la conversación hacia el tema
del amor:
— Pitágoras elevó a
la mujer a la más digna categoría social. Nadie la
dignificó como él. Le
dio, con la belleza integral, la inteligencia y la virtud. Él
creó el tipo de la
mujer-filósofa, el más alto modelo de la auténtica femineidad
cuyas más nobles
representaciones fueron su esposa y su hija. Contra el
concepto, antes
limitado y estrecho del matrimonio, ante lo endeble del lazo
de la fidelidad
conyugal, Teano hizo famosa aquella frase: “De las relaciones
con su marido, la
mujer sale siempre purificada. De los brazos de otro,
nunca”. Esta frase ha
hecho gran mella, sin duda alguna, en el enderezamiento
de nuestras
costumbres.
Sumergidos en el
interés de este tema, no se habían dado cuenta los
jóvenes de que el sol
se había puesto hacía rato en el horizonte y de que los
visitantes habían ido
abandonando, uno tras otro, el solar de sus veneraciones.
Entonces, formando
dos bellas parejas, los dos compañeros y las dos
amigas descendieron
lentamente por el más sombrío declive de la colina, hacia
la parte de oriente,
camino de la ciudad, y se perdieron entre los árboles del
bosquecillo de las
Musas.
F
I N
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Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras
148
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS DE:
PORFIRIO
JÁMBLICO
PLUTARCO
PLATÓN
ARISTÓTELES
HERODOTO
LAERCIO
TAYLOR
DACIER
BURCKHARDT
BLAVATSKY
CARRASCO
SCHURÉ
MACÉ
LEADBEATER
DURUY
ENCICLOPEDIA
CLÁSICA
ENCICLOPEDIA
BÍBLICA
DICCIONARIO
ENCICLOPÉDICO DE MONTANER Y SIMÓN
GLOSARIO TEOSÓFICO