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- 00 00 PORTADA LIBRO DE LA BIOGRAFÍA DE PITÁGORAS 

Tenemos el gusto y honor de presentarles dos biografías de Pitágoras, las cuales fueron escritas por dos autores de renombre con una gran reputación al respecto de su conocimiento, sabiduría, buena intención y honestidad.

 

Por diversos intereses de algunas familias “dueñas” del poder financiero y político en el transcurso de la historia de la humanidad, estas dos biografías fueron ocultadas al público durante mucho tiempo por motivos obvios. Por estos y otros inconvenientes, después de conseguir la autorización del copyright, hemos realizado con mucho cariño y gran satisfacción, un gran esfuerzo de recuperación de estas dos obras biográficas, especialmente con el libro de Josefina Maynadé, escaneando de su libro hoja por hoja para poder presentar su obra de manera segura, completa y bien recuperada, como para poder ofrecérsela altruistamente a todos nuestros amigos y todas aquellas personas de bien que tanto aprecian la buena lectura, la buena intención y la Verdad.

 

"La mejor defensa no es un buen ataque, simplemente es estar en el lado de la verdad y del conocimiento. Con la VERDAD por delante; ¡¡¡No existen fronteras para hacer lo CORRECTO!!!" (m.p.)

 

Decir, que dada la enorme diferencia de épocas en las que fueron escritas las dos biografías de Pitágoras y que presentamos en este lugar, lógicamente existen algunas pequeñas diferencias entre una y otra, lo cual viene a complementar y a enriquecer aún más si cabe el registro público de la vida, obra y enseñanzas de este gran filósofo, matemático y maestro espiritual.

 

Esperamos y deseamos que disfruten tanto como lo hemos disfrutado nosotros con la desconocida, pero apasionante vida de Pitágoras, el Maestro de Samos, en donde la Buena Intención y el Amor en sus muy diversas facetas, son los dos grandes protagonistas durante toda la vida de Pitágoras. ¡¡¡GRACIAS!!!

 

Mariano Peinado

FIAPBT & IADCRO España

https://www.facebook.com/FIAPBT - http://www.fiapbt.net

 

- 00 00 00 00 00 PITAGORAS ESPAÑOL  //// - 00 00 00 00 00 PITAGORAS INGLES

http://www.fiapbt.net/pitagoras.html - http://www.fiapbt.net/planeta.html     //    http://www.fiapbt.net/pythagoras.html - http://www.fiapbt.net/planet.html

 

        @ Pitàgoras y amigos. MEDITACIÓN:                  @ Pythagoras and friends. MEDITATION: 

 https://www.facebook.com/PITAGORASMEDITA       ////        https://www.facebook.com/PITAGORASMEDITA

 

1- BIOGRAFÍA DE PITÁGORAS en Vídeo, extraida del manuscrito del honorable y gran maestro don APOLONIO DE TIANA contemporáneo y de la misma edad de jesucristo.

 

Apolonio de Tiana narra, La Vida de PITÁGORAS

Vídeo en YouTube: https://youtu.be/QxYJ8fGR308 y mismo Vídeo en Facebookhttps://www.facebook.com/FIAPBT/videos/10156384272076133

En este vídeo podemos adquirir el conocimiento y disfrutar a cerca de la muy desconocida vida de PITÁGORAS, vida narrada por el contemporáneo de JESUCRISTO Don Apolonio de Tiana.

La vida, obra y enseñanzas de PITÁGORAS han sido ocultadas y manipuladas por los que ostentaban el poder en el transcurso del tiempo, ya que PITÁGORAS ofrecía a los ciudadanos de diversos lugares con toda su buena intención el CONOCIMIENTO OCULTO o HERMETICO, conocimiento que les hubiera facilitado su estilo de vida en todos los aspectos a tener en cuenta. La vida, obra y enseñanzas de PITÁGORAS también han sido ocultadas, manipuladas o tergiversadas, por evidenciar y desenmascarar públicamente la maldad, falsedad y crueldad de muchos gobernantes y de la propia elite parasitaria, cada cual en sus respectivas épocas…

 

Si disfrutas aprendiendo con la historia de la humanidad y eres un buscador de la VERDAD, ¡¡¡NO PIERDAS ESTA OPORTUNIDAD!!! 

 

Vídeo de Los VERSOS AUREOS (Aureos significa Oro en latín) ENSEÑANZAS de PITÁGORAS, en YouTube: https://youtu.be/BsCeD8nGldI y mismo Vídeo en Facebook:  https://www.facebook.com/FIAPBT/videos/10156384478311133

 

PITÁGORAS al igual que JESUCRISTO, BUDA, MAHOMA, CONFUCIO, KRISHNA, DIONISIO, ELIAS, ABRAHAM o BRAHMÁ, ZARATUSTRA, TALES de MILETO, LAO TSE, ENOC, THOT, HERMES TRISMEGISTO, APOLONIO DE TIANA, PARACELSO, SAINT GERMAIN, etc., cada cual en sus respectivas épocas y a su propia manera y estilo, revelaron El Secretode la LEY DE LA ATRACCIÓN en su época, la cual rige LAS 7 LEYES UNIVERSALES, porque el DIOS VERDADERO, la Esencia de Puro AMOR y buenas intenciones para con el prójimo, es el MISMO en todos los lugares, pero con diferentes nombres: http://youtu.be/9kt_qNDUTR4 (JESUCRISTO) - http://youtu.be/4HIH-ELL3-I (BUDA)

 

- LEY DE LA ATRACCIÓN: http://www.iadcro.com/leydelaatraccion.html

 

- LAS 7 LEYES UNIVERSALES: http://www.iadcro.com/7leyesuniversales.html

 

             

 Copia romana de unos 150 o 200 años antes de Cristo de un busto original griego de PITÁGORAS.

 

2- BIOGRAFÍA DE PITÁGORAS libro titulado “LA VIDA SERENA DE PITÁGORAS, escrito por josefina maynadé.

 

LA VIDA SERENA DE PITÁGORAS

Obra galardonada con la Medalla al Mérito de la Ciudad de París, durante el Congreso Pitagórico Internacional de 1955.

 

                    (El texto del libro se encuentra en world en la parte inferior de esta página)

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                                     http://www.fiapbt.net/libropitagoras.html

                                           http://www.iadcro.com/nicea.html

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-- Pitágoras, Leonardo Da Vinci, Albert Einstein entre otras muchas mentes sobresalientes a lo largo del transcurso de la historia, estuvieron de acuerdo de que COMER ANIMALES sería la RUINA de la HUMANIDAD y del PLANETA: http://www.fiapbt.net/pitagoras.html - http://www.fiapbt.net/planeta.html

 

-- BIOGRAFÍA DE PITÁGORAS: http://www.fiapbt.net/libropitagoras.html

 

ENGLISH

 

Pythagoras, Leonardo Da Vinci, Albert Einstein among many other outstanding minds throughout the course of history, them was agree that to EAT ANIMALS would be the RUIN of HUMANITY and the PLANET: http://www.fiapbt.net/pythagoras.html - http://www.fiapbt.net/planet.html

 

 

 

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                                    http://www.fiapbt.net/libropitagoras.html

                                          http://www.iadcro.com/nicea.html

 

           PITAGORAS

 

- 00 00 00 00 00 00  00 PITAGORAS

https://www.facebook.com/FIAPBT/photos/a.451449941132.245086.271421886132/10155762514221133/?type=3&theater

 

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Pitágoras, detalle de La escuela de Atenas, de Rafael Sanzio.

PITÁGORAS, detalle de La escuela de Atenas, de Rafael Sanzio.

 

pitagoras1[1]

                               Busto de PITÁGORAS

 

Pitagóricos celebrando el amanecer. Óleo de Fyodor Bronnikov.

            Discípulos o alumnos de PITÁGORAS, los llamados PITAGÓRICOS celebrando el amanecer. Óleo de Fyodor Bronnikov.

 

Roman copy of a Greek original from the 2nd-1st century BC

                               Busto de PITÁGORAS

 

PITÁGORAS era admirador del anciano sabio TALES DE MILETO, al cual ya estuvo visitando cuando tenía tan solo 18 o 20 años de edad.

PITÁGORAS se inspiró mucho en TALES DE MILETO y sus discípulos de toda la vida a la hora de adquirir CONOCIMEINTO y dirigir sus búsquedas. El CONOCIMIENTO que adquirió PITÁGORAS de TALES DE MILETO fue muy influyente para PITÁGORAS, a tal punto que le motivo realizar importantes y duros viajes para aquella época para ir en busca de más CONOCIMIENTO, viajes como por ejemplo a la India, Babilonia, Persia y en especial a Egipto.

 

Como nota curiosa decir, que PITAGORAS y SIDDHARTA GAUTAMA más conocido como BUDA GAUTAMA o simplemente el BUDA, fueron contemporáneos. PITÁGORAS era 20 años mayor que el BUDA y los dos vivieron en torno a los 80 años de edad.

 

PITAGORAS también fue contemporáneo de LAO-TSE, ZARATUSTRA, CONFUCIO, etc., toda una época de oro para la humanidad, especialmente para el CONOCIMIENTO y la espiritualidad.

 

BIBLIOGRAFÍA DE PITÁGORAS (Realizado por la Universidad de Granada) http://www.ugr.es/~eaznar/pitagoras.htm

 

Bajo la recomendación de TALES DE MILETO a PITÁGORAS, este viajó a Egipto para adquirir CONOCIMIENTO de iniciación con los sacerdotes de los templos egipcios a orillas del rio Nilo, justamente el mismo lugar que 500 años después igualmente iría a adquirir CONOCIMIENTO de iniciación con los sacerdotes el mismo JESUCRISTO o JESÚS DE NAZARET. El tiempo de todo este proceso que realizó JESUCRISTO en Egipto, la India y otros lugares, se encuadra dentro de los que muchos conocen como los tiempos perdidos de la vida de JESÚS DE NAZARET y que en las últimas décadas de la vida actual, gracias a los MANUSCRITOS DEL MAR MUERTO, NAG HAMADI, EVANGELIOS, etc., encontrados casualmente en cuevas, enterrados en tinajas, etc., se ha podido desvelar la VERDAD de todas estas historias, las cuales fueron ocultadas o tergiversadas en la Biblia y otros libros supuestamente sagrados por los Gobernantes vencedores de sus respectivas batallas y la Iglesia del momento de cada época actuando como cómplices y colaboradores para beneficio propio en detrimento de los ciudadanos.

 

La biblia y otros libros supuestamente sagrados, fueron escritos por personas a sueldo, me refiero a los escribas, los cuales obedeciendo órdenes de los gobernantes para especialmente MANIPULAR a la población hacia sus intereses, escribían las “Sagradas Escrituras” según les indicaban los gobernantes en mutuo acuerdo con los dirigentes de la iglesia a su propia conveniencia, creo que no es tan difícil de comprender…

 

REPORTAJE NICEA PORTADA MANUSCRITOS HAG HAMMADI

                                               http://www.iadcro.com/nicea.html 

 

Los SIONISTAS FALSOS JUDÍOS ASKENAZIS, la segunda ESTAFA más grande de toda la historia de la HUMANIDAD, la cual es la que dio origen a los dueños de los MERCADOS FINANCIEROS de la actualidad, los BANQUEROS SIONISTAS FALSOS JUDÍOS ASKENAZÍS BILDERBERG, cuyo origen comprobaremos en el enlace de a continuación como fue una simple INVENCIÓN, una ARGUCIA de a mediados del siglo VIII en KHAZARIA, no en PALESTINA ni en ISRAEL, curioso ¿Verdad? http://www.fiapbt.net/falsosjudios.html

 

Regresando a PITÁGORAS y para terminar decir, que fue en Egipto el lugar donde PITÁGORAS adquirió el mayor CONOCIMIENTO OCULTO o HERMETICO místico y espiritual que pudo encontrar, el CONOCIMIENTO promulgado por ENOC (Conocido también como HERMES TRISMEGISTO o el “DIOS” THOT, Dios de la sabiduría) de las 7 LEYES UNIVERSALES.

 

- LAS 7 LEYES UNIVERSALES: http://www.iadcro.com/7leyesuniversales.html

 

 

 

TEXTO DEL LIBRO DE JOSEFINA MAYNADÉ EN WORLD:

 

ÍNDICE TEMÁTICO

PREFACIO, página 6.

I.- INFANCIA

Sobre el Mar de Icaria — Oráculo de Delfos — Nacimiento de

Pitágoras — La Doble Fortuna — ¡Samos a la vista! — La Llegada —

Como un Eros, página 10.

II.- ADOLESCENCIA

La Morada de Mnesarco — Diálogo con el Pedagogo — Educación de

Pitágoras — Mayor Ansia de Conocimiento — La Confesión —

Preparando el Viaje, página 18.

III.- JUVENTUD

Naucratis — Cita en la Luna — Recuerdos — Aparición de la Madre —

Resurgimiento Interno — A Heliópolis, página 26.

IV.- MADUREZ

Llegada a Babilonia — Hacia el Templo — Ritual de las Danzas

Cíclicas — La Recepción — La Morada de Baal — El Santuario

Astronómico — “Tuya Será Nuestra Sabiduría...”, página 32.

V.- GRECIA

En el Mar — Remembranzas — Otra Vez Samos — Encuentro de la

Madre — Tiranía de Polícrates — El Emigrado — Creta —Esparta —

Eleusis — Atenas — Delfos — La Ruta del Sol, página 46.

VI.- EL INSTITUTO PITAGÓRICO

Sibaris — Crotona — La Primera Siembra — El juicio — Defensa de

Pitágoras — El Montecillo de las Musas — Erección del Edificio

Escuela — Los Primeros Pitagóricos, página 57.

VII.- LAS PRUEBAS DE INGRESO

Interrogatorio Preliminar — Análisis Frenológico y Fisiognómico — El

Horóscopo — Observación del Maestro — Reacciones en el Juego y la

Danza — Comida en Común — Las “Cavernas de las Apariciones” —

El Aula Desierta y los Problemas — Examen Definitivo — Comunidad

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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de Bienes — La Bienvenida, página 68.

VIII.- LA VIDA EN EL INSTITUTO PITAGÓRICO

El Himno Matinal — La Meditación y el Silencio Colectivo —

Consagración Planetaria del Día — Mañana de Estudio — Ejercicios

Físicos y Recreo — El Ágape Comunal — Labores Profesionales —

Himno a la Puesta del Sol — Loa y Profundidad de la Noche Pitagórica

— Las Celebraciones, página 77.

IX.- PRIMER GRADO — LOS ACUSMÁTICOS

La Musa Tácita — Recepción y Bienvenida — Plática del Maestro —

Valor del Silencio — Deberes del Oyente — Los “Versos Áureos” —

Período de Purificación — Las Asignaturas — Labores y Oficios — La

Amistad Entre los Pitagóricos, página 85.

X.- SEGUNDO GRADO — LOS MATEMÁTICOS

Día de Oro — Nacimiento de la Palabra — “Versos Áureos” del Grado

— Bienvenida al Matemático — Suma Ética del Silencio — El Ciclo

del Conocimiento — Símbolos Esenciales del Pitagorismo, página 93.

XI.- TERCER GRADO — LA TEOFANÍA

El Misticismo Pitagórico y el Hieros Logos — Axioma Hermético —

En el Templo de las Musas — Naturaleza de las Diez Deidades —

Pláticas y Coral — La Tríada de los Misterios Griegos — La Triple

Némesis — Las Tres Parcas — El Misterio de la Muerte — La

Reencarnación a Través del Mito Griego — La Anastasis, Fin de la

Iniciación — Los Trasgresores de la Ley, página 102.

XII.- CUARTO GRADO — REALIZACIÓN-ARMONÍA

Elegancia del Pitagórico — La Semilla Espiritual — La Gran Familia

— Primavera — Los Enamorados — La Ética de los Símbolos —

Secreta Vocación de Teano — Glosas Nocturnas — La Melodía Astral

— Eros Divino — Mensaje de Partenis — Amor y Compromiso,

página 117.

XIII.- ANCIANIDAD DEL FILÓSOFO FIN DEL INSTITUTO

PITAGÓRICO

Pitágoras en la Intimidad — Lisis — Las Primeras Nubes —

Representación Teatral — Expansión del Pitagorismo — Los Antiguos

Alumnos — Fin de la Asamblea — Herencia Espiritual del Maestro —

Proximidad del Peligro — La Decisión — Camino de Metaponte,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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página 128.

EPILOGO, página 139.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS, página 148.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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PREFACIO

La actual preferencia del público por la literatura biográfica es uno

de los síntomas más evidentes de nuestra desolación espiritual.

Es esta ficción o realidad de la biografía un medio rico en evasiones y

suplantamientos transitorios, ya que su lectura nos induce a vivir fuera de

nosotros mismos temporalmente. Y en ello subyace la tácita patentización de

que no estamos contentos de cómo somos y de cómo vivimos.

En la predilección por la biografía se esconde una necesidad de

afirmación propia, un ansia de desdoblarnos, de amplificarnos, y acaso, ante

todo, de enternecernos.

Necesitamos, en suma, hallar estímulo y confortación a las debilidades,

acritudes y menguas propias, viviendo temporalmente la propiedad de las

vidas ajenas. Y hacernos la ilusión, en cierto modo, de que flotamos sobre lo

gris de la nuestra y de que dejamos un surco de afirmación en la historia.

Además, el apoyarnos espiritualmente en los hitos de las personalidades

destacadas que han sido, hace que, inconscientemente, hallemos en otros

climas morales, mayor estabilidad, mayor paz y felicidad de la que nuestra

época nos puede brindar.

El arabesco que dibuja una vida sobre su tiempo nos sugestiona como el

más serio y provechoso de los juegos: el de representar hacia dentro, ante el

entendido espectador que es nuestro yo superior.

En este juego, en la diversión loable de leer y de enmascararnos con

vidas ajenas — mezcla de alimento anímico y de recreo deleitoso — se halla

el elemento compensativo y la anhelada experiencia. Confesemos que de este

bucear la vida y su por qué a través del personaje evocado, hemos jugado a

vivir los demás sin movernos de nosotros mismos.

Sin embargo, para la elección de los personajes de este nuestro

incidental vivir reflejo, de adaptación, que es la lectura biográfica, nos falta el

certero dictamen de lo que somos, conocer el pulso cierto de nuestro ritmo, el

índice, en fin, de nuestra reacción espiritual.

En materia biográfica, el personaje tónico por excelencia será siempre

el tipo armónico.

Y en una época tan somovida y desquiciadora, de tan inmenso vacío

espiritual como la nuestra, sin el estímulo viviente de auténticos hombres

 

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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representativos, aparecerá como un lenitivo la exaltación del tipo superior de

humanidad, el superhombre o arquetipo.

Pero el superhombre, como todo tipo substancial, adolece casi siempre

de hallarse a demasiada distancia de nosotros. Es difícil que podamos

identificarnos de verdad con él, seguirlo de cerca, vivirlo entrañablemente. Y

siempre, acaso por este mismo fenómeno experimentamos inconscientemente

ante él el vacío de la distancia.

Necesitamos de individuos ejemplares más a nuestra medida para que se

nos ajusten, nos interesen y beneficien. Que exista, entre ellos y nosotros, un

cable de tensión pareja, por muy distintos y disimilares que aparezcan

biografiado y lector.

Por ello hemos abordado la reviviscencia de un personaje que suma en

su vida y en su obra el valor que hemos llamado arquetípico con el humano.

En la vida de Pitágoras hay, sobre todo, ternura, o sea, esencia de

humanidad. El trazo magnífico de su larga existencia se dibuja, además, sobre

una época cuya evocación es tan rica en gratos escenarios, tan inagotable en

gérmenes de imitación y absorción, que hoy, el representarla a través de la

lectura, equivale a una dádiva inapreciable.

Siguiendo a Pitágoras desde su nacimiento o aun antes de venir a la

vida, cuando el oráculo de Delfos anunció a los padres el esplendor de su

destino, comparte el lector los más nobles valores humanos a través del

ejemplo constante de una vida completa que ornó por igual la belleza, el amor

y la sabiduría.

La existencia de Pitágoras se asienta sobre pilares inconmovibles.

Veinticinco siglos han transcurrido como un día, como un gran día en la

cuenta de la eternidad, así que entramos familiarmente en contacto con el

filósofo de Samos.

Con su afilada, clarividente vista de iniciado, nos cala, nos sonda hasta

lo más secreto. Conoce nuestra naturaleza tan bien como la de aquellos

discípulos que su mirada sagaz observaba a través de las complejas e

innumerables pruebas de ingreso a su Escuela. Y su lección nos será, como a

ellos, altamente eficaz.

Por lo que respecta a mi labor de expositora, he tratado ante todo, al

vitalizar esa gran figura del pasado, de borrar toda huella de esfuerzo, todo

síntoma de recargo erudito; que lo que constituye lo más hondo y sutil de su

invitación y el meollo de su propósito, fuera sólo sugerido.

A tal fin, me esforcé en asimilar, a través de una especie de digestión

anímica, la síntesis antigua y actual — eterna — de cuanto perdura de la

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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sabiduría pitagórica y de la vida de Pitágoras.

Durante la escritura de este libro he vivido yo misma, como un avatar

transitorio, la figura del filósofo griego. Y confieso que este proceso me ha

hecho experimentar, como nunca, la beatitud del sacerdocio de la obra

literaria.

La temporal investidura de una representación humana tan excelsa y tan

íntegra, me ha procurado a mí misma un inmenso bien.

El esfuerzo ilusionado de compartir sus realidades y sus sueños, su

finalidad de la vida humana, su inmensa cordialidad, me han hecho participar

al unísono de la gran onda emotiva que cubre a todo aquel que de verdad se

sumerge en el experimento pitagórico.

En cuanto a la fórmula biográfica, he procurado conciliar, en fin, lo

histórico con lo ambiental, sugerido por una larga familiaridad con los medios

de la antigua Grecia y del Oriente. Y he tratado de hacer amable el colorido de

las escenas que le sirven de marco desde el principio al fin, para que, más allá

de la ilusión del tiempo transcurrido, el logro pitagórico se repita ahora en

cada lector de buena voluntad.

Pitágoras ha sido el primer filósofo que vio claras las necesidades de

Occidente.

Perseguía él un ideal armónico de perfección en el que se contrapesaba

lo místico con lo racional, lo lírico con lo teórico, lo ideal con lo práctico. Su

doctrina altísima perdura y se sostiene merced a su perfecto equilibrio.

El maestro de Samos vio con una justeza no igualada, la clasificación de

las castas naturales de la humanidad en las que basó su ideal social.

Pedagógicamente, aunó a la psicología práctica de las orientaciones

profesionales, la orientación espiritual derivada del conocimiento completo de

cada individuo, creando en su torno el requerimiento constante de un medio

formativo bello y armónico.

Ante todo, se esforzó Pitágoras en rescatar, para las leyes articuladas del

espíritu, a los mejores ciudadanos. Y para educarlos integralmente, instituyó

su famoso Instituto de Crotona, en la Magna Grecia.

Allí dio consistencia y categoría a todo ensayo pedagógico posterior. En

su Escuela, inició el fundamento de todo programa de educación progresiva y

adaptada, al servicio de un amplio ideal de evolución. El fue el primero, en

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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suma, en crear, metódicamente, una auténtica aristocracia de las almas,

valiéndose de los valores a cada grado descubiertos, de los jóvenes de ambos

sexos confiados a su formación.

Esta clase selecta que constituían, por validez propia, los pitagóricos y

que tanta fama allegó en la antigüedad a su Escuela primero y a su secta

después de destruida aquélla, no tenía más que un título representativo y una

heráldica: la elegancia. Pero la elegancia, no sólo en su acepción material, sino

también espiritual. Y un lema: la sencillez y el servicio.

El título de auténtica nobleza que prestaba el pitagorismo, cuadraría de

fijo muy bien a la actual humanidad inferiorizada, desarmonizada,

desconectada de sus mejores orígenes.

Si algo tiene que resurgir de la antigua Grecia, entre tantas excelencias

olvidadas, es el concepto del desenvolvimiento integral y armónico del

individuo, alumbrado por un superior concepto de la espiritualidad y la

investigación de los misterios del universo y del hombre.

Nuestra ilusión, al escribir la presente biografía, es la de contribuir, en

alguna medida, al realzamiento del actual estado de la humanidad. Ofrecerle

un óptimo camino de ascensión hacia su noble fin. Para que algún día,

posados ya los elementos negativos que nos conturban y desvían, podamos

adoptar, en su integridad, aquel modélico plantel de hombres y mujeres

armónicos que constituyeron los pitagóricos y a su ejemplo, enaltecer nuestra

medida de ciudadanos modernos.

J. M.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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I.- INFANCIA

Sobre el Mar de Icaria — Oráculo de Delfos — Nacimiento

de Pitágoras — La Doble Fortuna — ¡Samos a la vista! — La

Llegada — Como un Eros.

a sopla el Noto! — gritó, de golpe, el timonel del navio “Simurg”,

un muchachote frigio, colorado y rubio.

En la quietud de la noche, la voz del marinero sacó a Mnesarco de su

modorra. Se encaramó sobre el gran cofre donde yacía medio recostado, el

brazo sobre la baranda, la cabeza inclinaba sobre el mar.

Volvió la vista adormilada. Las dos velas cuadradas, de un blanco

azulado a la luz de la luna, ofrecían, hinchadas y prietas, una doble corva

pareja.

El viento tibio y constante del sur impulsaba ahora ágilmente la nave

fenicia.

Mnesarco sonrió esperanzado y se levantó, desperezándose.

— ¿Mejor tiempo, por fin? — dijo, dirigiéndose al frigio, que tanteaba

en aquel momento las tensas amarras de las velas, sujetas paralelamente de un

lado a otro de la embarcación, como si pulsara las cuerdas de dos grandes

liras.

— Navegamos ya por el mar de Icaria, el de las múltiples islas —

contestó el frigio.

— Mi mar nativo — añadió Mnesarco.

— ¿Sois de Samos?.

— Sí.

— La perla del archipiélago — refrendó el marinero. Y se encaramó

audazmente sobre la barandilla de proa.

Mnesarco vio todo su cuerpo abalanzarse en el vacío, rozando con su

gorro frigio las alas tendidas del ave profética que presidía las rutas del navío.

En aquella arriesgada posición lanzó al aire vigorosamente, para que lo

oyeran los remeros de a fondo, la consigna del nuevo rumbo.

“¡Eooo!... ¡eooo!...”.

La última vocal, grave y alargada, resonó musicalmente en la noche y se

perdió en el mar.

Y

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

11

Luego reinó otra vez el silencio a bordo.

Las largas noches insomnes, la humedad sobre cubierta, habían

entumecido los miembros de Mnesarco. Miró el cielo. Sería poco más de

media noche.

Y se recostó de nuevo entre el cofre y la barandilla, después de pasear la

vista, en instintivo recuento, sobre las cajas y los bultos donde transportaba su

preciosa mercancía.

Cuando se hallaba otra vez próximo al semisueño, en aquel estado de

laxación del cuerpo y de la mente que suplían en parte la falta de total reposo,

sintió el dulce contacto de una mano sobre su hombro.

Y la voz más amada que le decía quedamente:

— ¿Duermes, Mnesarco?.

— No, mi querida Partenis. No duermo.

Y sin moverse, volvió la cabeza y miró complacido a la mujer a la luz

clara de la luna llena.

— Mientras dure el viaje, no dormiré — continuó Mnesarco. Pero tú

debes descansar tranquila al abrigo del viento, junto al niño.

— No me necesita. Está profundamente dormido. A sus pies vela la

esclava sidonia. Yo estaba hacía tiempo desvelada. Hay calor en la cabina.

— Es que ya sopla el Noto. — Después de una pausa, agregó — Pronto

llegaremos.

La mujer se irguió de cara al aire tibio de la noche. Un soplo vigoroso

echó atrás, de golpe, el purpúreo manto que cubría su cabeza y dejó al

descubierto un rostro de óvalo apretado y perfecto en el que brillaban dos

grandes ojos negros que la permanencia en el Asia misteriosa habían llenado

de languideces nostálgicas, de fijezas recónditas, como si estuvieran

acostumbrados a mirar por dentro.

Cerró la griega los párpados, y respiró profundamente.

Luego se volvió de pronto hacia su marido.

— No sé si es ilusión — dijo —, pero me parece sentir el olor de los

vergeles cercanos.

— Estamos en el mes de Targelión, pródigo en flores. Las pequeñas

Islas Egeas son como jardines flotantes sobre el mar azul que atravesamos. La

noche nos impide contemplarlas. Pero las brisas tibias del sur son buenas

transmisoras de aromas.

Partenis suspiró y dijo, animada:

— Pronto estaremos en Samos.

En aquel momento, el dueño de la embarcación, un fenicio barbudo,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

12

fornido como un cíclope, cruzó por su lado en un paseo de vigilancia

nocturna. Mnesarco se dirigió entonces al viejo navegante y le inquirió:

— ¿Cuándo arribamos a Samos, maestro?.

— Si el Noto sigue empujando así, mañana, cuando el sol se halle cerca

del cénit.

— ¡Que los dioses te escuchen y lleguemos con felicidad!.

— Mi “Simurg” es la mejor nave mercante de Sidon. Nunca me ha

hecho quedar mal.

Y se perdió en la ancha sombra que proyectaban las velas.

Mnesarco se levantó y enlazó el talle esbelto de Partenis. Y con la voz

temblorosa y emocionada de un amante reciente, dijo:

— Empieza para nosotros una nueva vida, dulce esposa mía. ¿Estás

contenta?. Aunque nunca te quejaste de tu suerte, pienso a veces que debes

experimentar la fatiga de nuestra vida inquieta de emigrantes. Las mujeres, y

sobre todo tú, que gozas, sobre todas, del dulce remanso familiar, necesitáis

echar raíces en la tierra, como los árboles.

— Sí, Mnesarco. Pero en la tierra propia, en nuestra hermosa Samos…

— Ya está cercana.

Y el hombre la atrajo a sí, con ternura.

Pasearon unidos y se acercaron a proa. La sombra de la gran ave, como

un ingente amuleto, los cubría con su sombra hurtándolos a la vista de

cualquier pasajero o tripulante que pasara.

Gozaron plenamente de aquel dilatado silencio. Juntos contemplaron el

cielo y sin decírselo, evocaron...

Por fin Mnesarco truncó el mudo diálogo de sus almas, diciendo:

— Tres veces ha florecido el laurel desde el día en que, recién

enlazados, consagramos nuestro amor a Apolo pítico. Todavía siento la

emoción del oráculo délfico como si nos fuera dictado ahora, bajo el

testimonio de estas altas estrellas: “Engendraréis con inmenso amor un hijo

que superará en belleza y sabiduría a todos los mortales. Él enseñará la verdad

a los hombres del presente y a los del futuro. Haceos dignos de él y el Hado os

premiará con una vida de felicidad y de riqueza”. ¿Recuerdas?. Todos los

sacrificios y molestias de la larga navegación, la parsimonia de los ritos y

purificaciones, la larga espera de la respuesta del dios, fueron con creces

compensados con estas proféticas palabras. El oráculo se ha ido cumpliendo

hasta ahora. Nos ha sido enviado el hijo predestinado. Nació con todos los

signos de la raza superior. Nos ha sido concedida la riqueza...

— Sí, querido mío — añadió Partenis —. Hemos vivido hasta ahora en

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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estricta obediencia al divino mensaje. Abandonamos nuestro nido de amor, el

bello retiro construido en Samos, tan lleno de sueños como de propicias

comodidades, para lanzarnos a la gran aventura, llevados sólo por la fe.

Llegamos por fin a la lejana Fenicia. Allí incrementaron los dioses nuestro

caudal. Volvemos ahora a Samos con un considerable tesoro. Educaremos

convenientemente al hijo predestinado que adorarán los hombres de hoy y de

mañana. Toda nuestra fortuna será consagrada a Pitágoras, nacido bajo el

signo solar de Apolo pítico, del que lleva la guía divina y el nombre...

— No, querida. Nuestra fortuna pertenece, ante todo, a Apolo. Recuerda

que en su mansión sagrada, juré, en gratitud, consagrarle un templo en lo alto

de la colina del hogar de mis mayores.

— Tu voluntad será siempre la mía — confirmó Partenis,

humildemente.

Callaron. Los ojos de ambos esposos, avezados ya a la lejanía nocturna,

divisaron, a la débil luz lunar, la mancha obscura de dos islitas cercanas.

El navío “Simurg” avanzaba decidido entre ambas tierras.

Los remos de la embarcación, isócronos, marcaban ahora un compás

lentísimo. Pero el esbelto navío parecía que volaba; de tan ágil, rozando

apenas el mar.

Los esposos contemplaban el ritmo de los remos paralelos surgir del

agua, dibujar una curva lenta en el aire y sumergirse con un leve chasquido,

para surgir de nuevo, chorreantes, luciendo en el aire una sarta de perlas vivas,

y volver a caer con idéntico chasquido, íntimo y frenado, en el agua quieta.

Cuando dejaron atrás las dos islas, a una contraseña del frigio, el

movimiento de los remos se aceleró y el navío redobló su marcha.

Las brisas del sur traían ahora, en forma prolongada e inconfundible,

aromas de flores. Navegaban muy cerca, sin duda, de las floridas islas del mar

de Icaria.

Partenis se animaba toda con el sutil regalo aéreo.

Mnesarco se sentó de nuevo, fatigado, sobre uno de los bultos que

formaban el montón de su mercancía. Partenis se le acercó.

— Debes estar muerto de sueño — díjole cariñosamente.

— Ya es la última noche. Debía, durante el viaje, velar sobre nuestro

equipaje. Es todo nuestro tesoro. No podemos fiarnos de la tripulación y

menos de los pasajeros. Vienen muchos mercaderes y tú conoces bien a los

fenicios... Las joyas están todas aquí — y señaló el cofre sobre el que se

hallaba, antes, recostado —. Y el polvo de oro de la Cólquida, escaso en

Samos con el cual crearé el primer taller de joyas a cincel, de especialidad

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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fenicia. Y las monedas. El marfil de África que obtuve en los almacenes de

Tiro será precioso para los amuletos y los collares de moda. Esto sólo es una

riqueza — dijo, señalando dos grandes cajas —. Con las piedras preciosas de

la India que compré al mercader persa, tengo para levantar un templo. Y es mi

mayor deseo —añadió con voz queda y enternecida, acercándose más a su

esposa — que vivas en Samos como una reina...

— No aspiro a reinar más que en tu corazón y a cumplir lo mejor que

pueda mi gran deber para con nuestro hijo.

Partenis reclinó la cabeza sobre el hombro robusto del esposo. Así

permanecieron largo tiempo, sumidos en dulces meditaciones.

En el infinito, a la derecha de la embarcación, el horizonte empezaba a

clarear. El misterio de la luz se anunciaba recatadamente sobre el gran mar en

sombra.

Pronto, estremeció el aire una voz vibrante:

“¡Anaíd!, ¡Anaíd!”.

Era el frigio, el conductor nocturno, que daba a los remeros el grito

ritual de la aurora naciente, la llamada sagrada a la Madre del mundo, la

adjutora del día.

Entonces, de abajo o de dentro, como si la nave cobrara voz propia e

íntima, llegó a los oídos de Mnesarco y de Partenis el coro de la matinal

aleluya fenicia:

“Adiós, ¡Oh Baant!, noche primitiva;

ya Kolpia, el aire todopoderoso,

nos trae a Anaíd, la Madre del día...”.

La última frase, se afiló, aguda y lenta, para enlazar con la voz solitaria

que lanzara la primera consigna al canto:

“...nos trae a Anaíd, la Madre del día...”.

“¡Anaíd!, ¡Anaíd!”. Repitió, cansinamente, el coro de los remeros.

Después, todo quedó de nuevo en silencio.

La luz crecía e iba iluminando lentamente al mundo. La nave surgía

limpia, definida, del misterio de las sombras nocturnas. Las velas recobraban

su color blanco amarillento que contrastaba, sobre el mar cada vez más azul

rizado ahora en breves y menudas ondas.

De la entrada de la cabina de pasajeros, llegó al oído de Partenis un

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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tierno llanto conocido.

Se levantó presurosa, como movida por un resorte. Pero ya la esclava

venía hacia ella llevando en brazos al pequeño Pitágoras.

Al ver éste a su madre cesó de llorar.

— Tiene hambre — dijo la fiel esclava de Sidón, ofreciendo a la madre

el niño, que ya se abalanzaba en sus brazos.

Sonrió ella al cogerlo, sentóse con su dulce carga otra vez junto al

marido, desabrochó el blanco seno y amamantó al pequeño, que sonreía ya,

feliz, sobre el halda amorosa de su madre.

Mnesarco contemplaba en silencio la escena con la beatitud de un tierno

y repetido rito.

¡Qué bello grupo formaban todos a la luz apacible de la pura aurora,

entre el cielo y el mar!.

Con el cabello rizado en dorados bucles, los grandes ojos de mirar

profundo, cargados con la experiencia de siglos, fijos extrañamente en la faz

materna, sorbía el pequeño Pitágoras con afán el seno colmado de la madre.

Terminado el dulce yantar, alzó en alto Partenis al hijo casi desnudo,

rollizo y rosado como un amorcillo.

En aquel momento el sol brotaba, como una gran fruta, del mar. El niño

clavó sus ojos en él y se abalanzó para cogerlo, los bracitos tendidos.

Rieron todos la ocurrencia del niño. Más Mnesarco miró a su hijo con

actitud solemne.

— ¡Hermoso símbolo! — dijo con gravedad —. Desde antes de nacer,

te consagramos al sol interno. ¡Séate éste mil veces propicio a lo largo de tu

vida, hijo mío!.

Como si entendiera al padre, el pequeño Pitágoras se quedó de pronto

grave, y fijó en él sus ojos claros, de raro y profundo mirar.

Luego lo cogió de nuevo la esclava y para que durmiera, invocó,

meciéndolo, a los Taconinos, los ángeles fenicios guardianes de los niños.

Y el día advino sereno y triunfal sobre el mar y sobre la tierra.

Comenzaba una jornada de promesa para los viajeros del “Simurg”.

— ¡Samos a la vista! — gritó un pasajero.

Mnesarco se levantó ágilmente y oteó el mar por la parte de proa.

Efectivamente, muy lejos, en el horizonte, se divisaba una larga

manchita malva.

— ¡Samos!, ¡Samos! — repitió, dirigiéndose a su esposa, que

conversaba con otras mujeres al otro extremo de la embarcación.

— ¡Samos! — repitió ella, con un hondo reposo en la voz. Y corrió a

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

16

contemplar la leve silueta de la patria lejana.

Se quedaron allí, bajo las alas del ave capitana, viendo cómo crecía y se

acercaba lentamente la isla bienaventurada.

El sol ascendía por un cielo sin nubes. El agua tenía este intenso tono

ultramar, levemente violado, del mar de Icaria en los días serenos.

Cuando el astro alcanzó las proximidades del cenit, la isla de Samos se

ofrecía, llenando casi todo el horizonte, a los ojos de los navegantes del

“Simurg”.

A la derecha, mirando a oriente, tendida a todo lo ancho de la bahía, la

ciudad se dibujada nítida, blanca, en forma semi-circular, como un anfiteatro

de ensueño.

El inmenso promontorio del Trogílio, rematado por su potente faro,

resguardaba de los vientos el puerto de Samos.

Hacia él se encaminó la nave.

Dio el timonel la orden de replegar las velas. A un grito, los remos de

estribor cayeron, fijos, rozando como alas el mar, dibujando en el agua estelas

paralelas, mientras los de babor ganaban, rítmicos y activos, la gran curva de

entrada, hacia el oriente, frente al acantilado.

Entonces, como si se descorriera un telón, apareció de golpe, allí

mismo, la blanca ciudad de Samos, hermosa como la luna creciente. Detrás, el

marco de verdura de una pequeña cordillera resguardaba a la ciudad de los

vientos boreales.

A la derecha, en la cima de un pequeño acro, rodeado de cipreses, se

alzaba el Heraeum, el famoso templo consagrado a Hera, la señora del

Olimpo.

Un poco más allá y ya dentro de la ciudad, destacaban claramente sus

siluetas de piedra o mármol, el senado, el teatro, el gran gimnasio. Más cerca

del mar, rematando la ancha avenida del puerto, el ágora pública trenzaba sus

pórticos recortados de sol sobre el área de los jardines.

¡Qué hermosa aparecía la urbe, abierta como un sueño, cincelada por el

oro de la playa, sobre el azul intenso del mar!.

Los pasajeros del “Simurg” se encaramaban todos sobre la barandilla

que rozaba el muelle de arribo.

Una multitud abigarrada, multicolor e inquieta, se agolpaba, dando

voces, frente a la nave fenicia. Entre ellos, se destacaban por su indumento y

prestancia un anciano y dos mujeres. Estas, agitaban en dirección de Mnesarco

y de Partenis sus chales de color.

Entonces, mientras los marineros atracaban a tierra el navío, Mnesarco

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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tomó de brazos de la esclava al niño, lo abalanzó sobre la barandilla de a

bordo y lo mantuvo así, en el aire.

Una voz de mujer sobresalió claramente sobre el griterío de la multitud:

— ¡Miradlo, parece el divino Eros!.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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II.- ADOLESCENCIA

La Morada de Mnesarco — Diálogo con el Pedagogo —

Educación de Pitágoras — Mayor Ansia de Conocimiento —

La Confesión — Preparando el Viaje.

a morada de Mnesarco se alzaba en la parte alta de la ciudad de

Samos, junto a un montecillo poblado de pinos.

Era la prima tarde de un día insólitamente caluroso.

Mnesarco prolongaba la siesta en su triclínio, en el frescor del vestíbulo

que daba al patio.

Partenis, activa siempre, cortaba las mejores flores del jardincillo que

bordeaba las columnas del peristilo. Las colocó luego, pisando leve, para no

despertar a su marido, sobre la mesa cercana a donde él descansaba, y se

dirigió luego al centro del patio para menguar el chorro del surtidor,

demasiado sonoro.

Acercósele un esclavo y le dijo, en voz baja:

— Está Hermodamas, el pedagogo.

Mnesarco lo oyó.

— Lo esperaba — dijo reclinándose sobre el codo derecho. — Que

pase.

Al poco rato, hacía su aparición en el fresco vestíbulo, el maestro de

Pitágoras.

— ¡Salud a vosotros, Mnesarco y Partenis! — dijo, mientras secaba con

una punta del manto el sudor de la frente.

— ¡Salud a ti, Hermodamas! — le respondieron ambos esposos a la vez.

— Reclínate y descansa ante todo — añadió Mnesarco. — La ascensión

a estas horas, con el calor, es agotadora. Y dirigiéndose a su mujer —

¡Partenis!. Sirve del ánfora más porosa de la cueva un vaso de fresca leche de

almendras endulzada con miel, al amigo.

Salió ella, diligente, por la puertecita del extremo del patio, y volvió al

instante con el ánfora húmeda y rojiza. Puso sobre la mesa dos vasos de cristal

de Fenicia y los colmó con la blanca bebida.

Hermodamas miraba hacer a Partenis y contemplaba con admiración a

la madre de su discípulo.

L

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

19

Parecía ella más alta con su larga túnica blanca que dejaba al

descubierto los brazos y el amplio busto.

Tenía ahora Partenis la armoniosa opulencia de la insinuada madurez

que confiere a ciertas mujeres bellas un empaque de diosas.

— ¿Está Pitágoras? — preguntó a Partenis el pedagogo.

— No, pero creo que no tardará en llegar — respondió ella.

— Puedes hablar libremente — añadió Mnesarco. — Tenía necesidad

de oír tu opinión con referencia a nuestro hijo. Sinceramente, ¿Qué opinas de

él?.

— Pues... lo que he opinado siempre. Que es un muchacho

excepcionalmente dotado. Tanto, que he llegado a tenerle pánico — y el

pedagogo rubricó la frase riendo jovialmente.

— ¿Pánico por qué? — intervino, no sin cierta inquietud, Partenis.

— Porque su inteligencia y su manera de actuar exceden ya mis

posibilidades de mentor y de instructor. Sabe más que yo.

— Desde muy pequeño manifestó anhelos e inquietudes no comunes.

Pero ahora, próximo a la hombría... — aquí interrumpióse Mnesarco y movió,

bajándola, la cabeza. Sus facciones ablandadas parecían entonces las de un

viejo. Unos bucles grises cayeron sobre su alta frente y permaneció un rato en

esta meditabunda actitud.

— Sí, pronto será un hombre — comentó, más animado por la

confirmación del padre, Hermodamas.

— No deja esto de inquietarme — añadió aquél.

Partenis guardaba silencio, contemplando el espléndido búcaro de flores

que lucía en la mesa.

— Pitágoras es un muchacho mental y físicamente sano. Pero su ansia

de saber es tan aguda y apasionada; su capacidad asimilativa tiene tales

alcances, que no creo que hoy exista cabeza en Samos capaz de enseñarle y

conducirle...

— Tú eres el mejor pedagogo de la isla.

— Me considero sin aptitud para continuar siendo su maestro.

— Sin embargo, casi es un niño. No está en la edad en que las leyes

griegas dan por terminaba la educación de un noble joven — insistió

anhelosamente, Mnesarco.

— Tiene la capacidad de razonamiento de un viejo. Parece como si

poseyera el conocimiento asimilado de varias vidas...

— Así es — asintió el padre. Y al cabo de un rato, continuó. — Es

extraño. Mi hijo, tan dúctil a la ternura, tan sensible para toda manifestación

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

20

de belleza y de armonía, posee por contraste un tesón y una voluntad tan

enormes para la investigación de las leyes de la naturaleza, desde las más

concretas a las más abstractas, que, a pesar del amor y la obediencia que

siempre nos ha demostrado, temo que el mejor día...

— ¿Qué quieres decir? — inquirió, con ansiedad, Partenis.

— Que al mejor día decidirá determinar por sí mismo su destino.

— ¿Que se marchará?.

— Posiblemente — dijo, apretando los labios, con un hondo suspiro, el

esposo.

— No puede ser, Mnesarco. Es demasiado joven…

— Por eso mismo quería hablar con Hermodamas. Me ha hecho, en el

transcurso de estos últimos días, varias insinuaciones ya el muchacho. — Y

luego de una pausa, dirigiéndose al pedagogo — ¿Qué opinas?.

— De mi parte opino — contestó éste — que debéis dejar esto a su

albedrío. Es mayor de lo que parece. Tiene la sazón de un hombre maduro. Ya

os dije, por lo que a mí respecta, que con vuestro hijo, como pedagogo, me

considero fracasado. Demasiado a menudo, no sé qué contestar a sus

preguntas sobre ética, sobre las leyes inescrutables de la física, sobre

abstracciones matemáticas, sobre geometría... Algo parecido le ocurre a su

maestro de música. Hace poco me contaba que, en la lección teórica colectiva,

lo había puesto Pitágoras en un aprieto al preguntarle la relación del sistema

cromático y de los cuartos de tono con el carácter psíquico de una melodía y

sus posibles alcances en la transformación del individuo. Por otra parte, sé que

le preocupan ciertos misterios del mito, ciertos simbolismos vedados del ritual

religioso. Ha interrogado sobre ello distintas veces al nuevo sacerdote de

Hera, el viejo tracio.

— A propósito, ¿Sabes si pertenece a la hermandad de los órficos? — le

interrumpió Mnesarco.

— Creo que sí.

— Ahora me explico — siguió el padre de Pitágoras dirigiéndose a su

esposa — por qué, de un tiempo a esta parte, desdeña comer la carne de los

sacrificios y renuncia a las libaciones...

Partenis asintió con la cabeza.

— Si no fuera por nuestra antigua amistad — prosiguió Hermodamas

— hace mucho tiempo que os hubiera rogado que retirarais a Pitágoras de mi

clase.

— ¿Entonces? — osó preguntar, en tono en cierto modo desolado,

Mnesarco —. ¿Qué hacemos con el muchacho?.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

21

— Mandadlo a estudiar a la Escuela de Mileto.

Dijo esto el pedagogo en tono decidido, como si su mente hubiera

concretado ya con anterioridad la frase.

— ¿A Mileto? — intervino, sorprendida del consejo, Partenis.

Los dos hombres guardaron silencio. Después de una embarazosa

pausa, Hermodamas continuó, como para justificarse:

— Todas las tardes, desde que llegó a la isla Hierónimo, el orador

milesio, he visto a vuestro hijo en el ágora, bajo el pórtico de Hermes donde se

reúnen, a la caída de la tarde, los más cultos ciudadanos de Samos. Va a oír las

elocuentes pláticas del discípulo del famoso Tales. Desde que Ferécides de

Siros le inculcó la creencia en la transmigración de las almas, acude allí en

busca de mayores confirmaciones. Toma parte en los debates como si fuera un

hombre experimentado. Ayer tarde Pitágoras tomó la palabra y llevó la

iniciativa, al lado de Ferécides, respecto de la vida en el más allá. Parecía que

sentara cátedra. Todo el mundo estaba asombrado.

— Me ha hablado varias veces de su curiosidad por oír de los propios

labios del sabio de Mileto la nueva y revolucionaria doctrina del macrocosmos

y del microcosmos que define leyes que ha vedado siempre la religión.

Partenis dijo, como si hablara consigo misma:

— El mundo está lleno de peligros para un muchacho tan joven y

hermoso como Pitágoras.

— Es verdad — confirmó Mnesarco.

— Respecto de esto — afirmó Hermodamas — tened ambos la

seguridad de que sabrá guardarse.

— Sin embargo, debemos tratar de desviar de momento, hasta su

mayoría de edad, estos prematuros arrebatos... — Y, cambiando súbitamente

de tono, haciéndose más confidencial, agregó levantándose Mnesarco — ¿Y si

intentáramos entre todos, despertarle el afán de la gloria en los juegos?. ¿Si

lográramos estimularlo para que detentara la victoria en el Gimnasio con

miras a la próxima selección que enviará la isla a Olimpia?. Es especialmente

diestro en el salto y en el lanzamiento del disco. Sobresale también en la danza

y es el más hermoso efebo de Samos.

— Pitágoras va más allá de todo esto — dijo con resolución el

pedagogo —. Es un alma vieja. El hado ha perfilado sin duda de manera muy

incisa la dirección de su vida. No hay que obstinarse demasiado en guiarle,

creedme. Sabe muy bien a dónde va.

— Sin embargo, sabes que ama apasionadamente el juego — objetó

todavía el padre.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

22

— Conoce su utilidad en la formación del hombre integral, eso es todo.

— Podríamos... — insinuó tímidamente aún, Mnesarco.

— ¡Bien hallado en esta casa, Hermodamas! — gritó en aquel

momento, desde el umbral del pórtico, una voz juvenil, de grato y sonoro

timbre.

— ¡Pitágoras! — exclamó el padre, como reprochando al hijo,

instintivamente, la inoportunidad de su presencia.

Pero la vista del hijo lo desarmó al instante y su rostro, momentos antes

sombrío, se abrió con una ancha sonrisa iluminada.

Pitágoras avanzó resueltamente hacia el patio en cuyo piso marmóreo

tejían las enredaderas del techo sus bordados de sombra y sol. Se dirigió a su

madre, que había permanecido muda a su entrada, y la besó en la frente.

Partenis oprimió entonces, entre sus manos, a la altura de la suya, la faz

del hijo y la sorbió toda en silencio con su anhelante mirada.

Era Pitágoras un mozo alto y esbelto. Su musculatura incipiente, tenía

aún la morbidez un poco femenina del andrógino. Era su semblante expresivo

y de proporciones perfectas, como la madre. Sus cabellos bronceados y en

desorden caían sobre su alta frente meditativa. Sus hermosos ojos parecían

más claros por la reverberación de las blancas baldosas soleadas.

Venía sofocado y sudoroso. Su piel tostada y encendida entonaba

vistosamente con la gama cálida, de un rosa calcinado, de su corta túnica.

Trenzaba las cintas de sus sandalias hasta media pantorrilla. Parecía, en aquel

momento el joven dios de la vida exuberante.

Con una complaciente sonrisa, se abandonaba Pitágoras a la sobria

efusión en manos de la madre.

— ¿Dónde estuviste? — díjole ella.

— En el gimnasio — contestó Pitágoras. Y, deshaciéndose de la dulce

presión de los brazos maternos, dirigióse a Hermodamas. — A propósito,

¿Conoces la noticia?. Ecteón ha vuelto vencedor, en el pentatlo, de los juegos

olímpicos.

— Precisamente — añadió, apresuradamente, Mnesarco — estábamos

hablando de tu aptitud para detentar la victoria en la olimpiada próxima. Si te

prepararas desde ahora con empeño...

Pitágoras guardó silencio. Hermodamas sonrió. La madre intervino,

animando la embarazosa pausa:

— ¿Jugaste a la pelota?. Hoy es fiesta...

— No. Estuve con mis compañeros celebrando el triunfo de Ecteón en

los jardines del Gimnasio. Nos contó las aventuras del viaje, el espectáculo

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

23

maravilloso de los juegos y certámenes.

— Me lo contarás con detenimiento otro día. Es tarde y hay un trecho

considerable de aquí a mi casa.

Y diciendo eso, Hermodamas se despidió de la familia.

Después que salieron Mnesarco, Partenis y Pitágoras del refectorio

interior otra vez al patio, el sol descendía tras el bosquecillo de pinos que

coronaba el leve promontorio inmediato, propiedad también del rico mercader

de Samos.

Cumpliendo, a su llegada de Fenicia, la promesa que hiciera al dios en

gratitud por los altos pronósticos del oráculo, se alzaba en la cima del altozano

un esbelto templete, imitación mínima del gran santuario de Delfos,

consagrado a Apolo.

Pitágoras atravesó la puertecita trasera del patio que daba a una vasta

huerta de frutales y paseó un rato bajo los árboles cargados. Soplaba,

suavísimo, refrigerante, el céfiro de occidente. Oíanse a lo lejos los cantos

cansinos de los trabajadores que regresaban de las faenas del campo. Cruzaban

el encendido cielo los pájaros piando fuerte en busca de sus nidos.

De pronto, paróse Pitágoras y puso oído atento. Entre aquel cúmulo de

rumores vespertinos, creyó percibir el levísimo sonido armonioso del arpa

eólica que, construida por sus propias manos, se ofrecía oblicuamente en el

bosque a la suave pulsación del viento.

Sonrió triunfalmente. Era el primer día que, desde su misma casa, oía

las dulces melodías.

Corrió hacia sus padres, ilusionado como un niño, para comunicarles la

nueva. Acudieron éstos. Y juntos, aguzando el oído, fueron ascendiendo

lentamente en silencio por la ladera izquierda del bosquecillo.

El sol doraba aún, en la cima, la copa de los pinos más altos y el

arquitrabe del templo.

Ahora llegaban, clara y distintamente a sus oídos, los acordes mágicos

de la lira aérea. Parecía pulsada por invisibles dedos sabios, conocedores de

melodías cósmicas vedadas a los mortales.

Se detuvieron. Los vagos acordes trémulos y suspirantes les llegaban

como un don celeste. Escuchaban la música como si rezaran.

De pronto, Pitágoras interrumpió el silencio. Su oído educado percibió

algo que le hizo fruncir el ceño. Dijo:

— Falta templar aún las cuerdas medias. Vamos.

Ascendieron, casi hasta la cumbre, donde se hallaba instalada el arpa

sonora. Construida toda pacientemente por el mismo Pitágoras con el tronco

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

24

de un pino seco, propicio a las más dulces resonancias, se hallaba enclavada

en el breve fuste de un fragmento de columna.

Templó a su sabor Pitágoras las cuerdas y afirmó la dirección adecuada

del instrumento. Al poco rato sopló más fuerte la brisa vespertina. Llenábase

el bosque de sombras. Sólo en el horizonte las últimas claridades del día

ponían su abertura de luz dorada sobre el paisaje.

En medio de la honda quietud de la hora solemne, inició el arpa el

tembloroso estremecimiento de sus más divinos acordes. Todo parecía

traspasado de música. Diríase que imperaba allí la armonía como deidad

única.

La presencia del augusto misterio sobrecogió por igual a los tres

visitantes. Tenían la conciencia tácita de su inefable comunión con el espíritu

armonioso del universo. Guardaron silencio, extrañamente emocionados, cara

a las últimas lumbres del sol trasmontado.

Súbitamente, como si sintiera a flor de labios el imperativo de su

destino, dijo Pitágoras:

— Padres, debo marcharme de Samos. No os interpongáis entre la

voluntad del hado que me guía y mi vida. Dadme facilidades. La isla no puede

ofrecer ya nada a mis ansias de conocimiento. Cuando la luna, ahora creciente,

aparezca redonda en el firmamento, el orador milesio Hierocles embarcará

otra vez rumbo a su patria. Permitidme, padres, que le acompañe. La Escuela

de Mileto es hoy el más culto centro intelectual de toda la Jonia. Para oír la

palabra de Tales, acuden allí gentes de todo el mundo. Cuando haya asimilado

sus enseñanzas, partiré para Egipto.

Después de una breve y embarazosa pausa, habló tímidamente el padre:

— ¿Lo has pensado bien, hijo mío?.

Sentía sin embargo Mnesarco en aquel momento la fuerza del destino

sobre su desarmada resistencia, y no dijo más.

— Sí, padre — contestó Pitágoras adivinando el estado interno de su

progenitor.

Miró entonces Pitágoras a su madre. Recatadamente, para ocultar su

emoción, bajó ella la vista velada, pero guardó silencio.

— Necesito, — siguió, animadamente, el muchacho — necesito que me

ayudes, padre. Por tu amistad con Polícrates puedes conseguirme una

recomendación para el faraón Amasis. El sumo sacerdote del Haraeum, que

estuvo en Egipto, me ha prometido una misiva para los sacerdotes de

Heliópolis. Sólo me falta ahora vuestra bendición...

— Todo lo tendrás, hijo — respondió con voz insegura, pero resignada,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

25

Mnesarco.

Empezaba a cerrar la noche. Para romper el agobio sentimental del

momento, descendió Pitágoras ágilmente por el declive del altozano, en

derechura a su morada, y se perdió entre los pinares en sombra.

Lentamente le siguieron Partenis y Mnesarco.

Miró éste a su esposa, la serenidad recobrada. Enlazó los hombros de

ella con su robusto brazo, y le dijo cálida y amorosamente:

— Su vida no nos pertenece. Recuerda. Nos fue dada en custodia para

que la brindáramos, en su día, al mundo. ¡Que Apolo, el dios de la sabiduría y

de la luz, guíe siempre sus pasos!.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

26

III.- JUVENTUD

Naucratis — Cita en la Luna — Recuerdos — Aparición de

la Madre — Resurgimiento Interno — A Heliópolis.

uando después de las grandes lluvias, las limosas aguas del Nilo

vertían al mar su anchuroso caudal rojizo, Naucratis, la ciudad

griega de Egipto, más ceñida a su suelo, más reducido el ámbito de sus vastos

esteros de sequía, pero segura tras el soporte de su alto dique oriental, ofrecía

un espectáculo único de belleza incomparable.

Pasada la época de las tormentas, la atmósfera aparecía seca, como

barrida. El aire nítido bruñía y transparentaba, acercándola y haciéndola como

translúcida, toda perspectiva. Y la ciudad surgía de la gran boca canópea del

Delta, pulida como una joya.

Desde muy lejos, entonces, se precisaban, sobre un cielo violáceo de tan

azul, los mínimos detalles de la ciudad.

La vida de Naucratis se centraba en su puerto. Sus vastos fondeaderos

eran entonces más propicios a la navegación de aguas profundas. En sus

dársenas se apretaban las naves multicolores procedentes de lejanos países. Y

a lo largo del gran canal navegable de la desembocadura, se veían llegar, de

allende el río, de tierras adentro, en tropel, multitud de menudas

embarcaciones llevadas por la corriente del río, conducidas por un solo

batelero de piel rojiza como el agua.

Esta pequeña flota llevaba a Naucratis, para su exportación, los

productos, cada vez más solicitados, del país de los faraones. Las pieles, los

troncos de los abundantes sicómoros, las maderas olorosas y el marfil de

Nubia. Las turquesas, las plumas de avestruz, el papiro, los tejidos, los útiles

manufacturados en el medio y en el bajo Egipto.

Era Naucratis la moderna y reciente colonia griega del Delta, dotada por

las preeminentes ciudades jónicas e instituida gracias al beneplácito y

generosidad de Amasis, el faraón. Mimaba él con especial predilección la

próspera colonia griega enclavada en su suelo, porque el rey de Egipto llevaba

en las venas, por línea materna, sangre griega.

Otorgó a la ciudad fueros propios y libróla de impuestos. Dio facilidad a

toda índole de transacciones, y la miraba crecer y hermosearse no sólo con la

C

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

27

benignidad del padrinazgo, sino con el interés de la consanguinidad.

Desde comienzos de su largo y próspero reinado, las relaciones

comerciales y culturales entre la Grecia metropolitana, las colonias y Egipto,

beneficiaron inmensamente no sólo a ambos países, sino a todo el mundo

civilizado tanto de oriente como de occidente.

Cada vez que la luna alcanzaba su pleno, ascendía Pitágoras, como si

cumpliera un periódico y tácito ritual, las amplias gradas del Templo de

Hermes, situado al este de la urbe, en su parte más alta, junto a la cortadura

del dique.

Apoyado en la baranda que rodeaba el sacro recinto, cara al mar,

esperaba, solo y en silencio, el advenimiento de la noche y la ascensión de la

luna llena.

Era el tiempo convenido para el espiritual mensaje entre él y su madre.

Era la noche cíclica que le debía a ella.

Antes de salir de Samos, juraron ambos unir sus pensamientos

contemplando el astro nocturno. Nunca faltó a la cita.

Esta especie de periódico y perdurado idilio reconfortaba, en su soledad,

el alma de Pitágoras.

Aquel día se anticipó a la celeste reunión. La noche no había cerrado

aún. ¿Contribuía acaso a esta premura suya la proximidad de la primavera?.

Pitágoras sabía que siempre, los acontecimientos decisivos de su vida

tenían lugar en aquel período del año. Vino al mundo en la primera luna de la

estación florida. La misma le condujo a Samos, de niño. Ella le abrió más

tarde las puertas de la culta Mileto y por fin lo condujo a Naucratis cuando, ya

hombre y en posesión de todos los conocimientos asequibles en las islas de la

Jonia, decidiera ir a Egipto en busca de la más honda sabiduría que guardaba.

Alto y recio, imponente y hermoso como un dios, flotante al viento

marino su manto entreabierto, agitados los bucles de su cabello sobre la frente

meditativa tostada por el sol africano, contemplaba Pitágoras la dilatada franja

rosada que dibujaba, en la lejanía, la unión de las rojas aguas del Nilo con el

azul del mar.

El río arrastraba aún, de las últimas inundaciones, diversos objetos por

su caudal crecido. Casi rozando la recia pared del dique, pasaban, a la sazón,

sobre una verde balsa de algas flotantes, unos blancos nenúfares

desarraigados.

¿De dónde vendrían aquellas flores?. Pitágoras las miró pasar, candidas

y lentas, con la mirada enternecida como se contemplan los cadáveres de los

niños. Las siguió hasta que se perdieron en la penumbra de la lejanía.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

28

Poco a poco se fueron cerrando todas las perspectivas. Cortinas de

sombra verde, violada, azul, cubrieron por todos lados el mar y la tierra.

Muy lejos creyó divisar, un momento aún, hacia el norte, como un

punto de luz incierta, la claridad de las flores sobre el mar.

Pensó Pitágoras que ellas, como su pensamiento, llevaban la dirección

de la isla amada. ¿Llegarían a sus orillas?.

Su viva imaginación de griego y de jonio entrevió entonces como si las

flores llegaran a la playa de Samos, a los pies de su madre que también

esperaba, como él, que emergiera en el firmamento la luna llena para depositar

en el astro la confidencia de su amor al hijo ausente.

Por fin cerró la noche y reina de un cielo cuajado de estrellas, apareció

la redonda luna. Entonces pensó más intensamente en ella.

Aquella noche de primavera sentía la extraña e imperiosa necesidad de

hacerle a través del astro en el que confluían sus amorosas miradas, la

confesión completa de su larga ausencia. Esta vez le rendiría la noche entera.

¿Recibiría ella, velante en su isla, la confidencia del hijo?.

Pitágoras revivió, paso a paso, el pasado, desde que abandonara,

adolescente aún, sus paternos lares.

Vióse, sereno en la despedida, junto al embarcadero de Samos, ardiente

la mirada por la avidez de conocimiento. Vióse luego como absorbido por el

vórtice razonador que era entonces la Escuela de Mileto. Rememoró las

enseñanzas del viejo Tales, sus teorías sobre la evolución de la materia y las

leyes del infinito, sus lecciones de física. Vio al lado del maestro al joven

Anaximandro sustentar revolucionarias teorías sobre la constitución del

cosmos, sobre la ciencia de la naturaleza humana y divina.

Vio la multitud de sus condiscípulos, atraídos al Instituto milesio para

enriquecer sus conocimientos. En aquella interfusión de lenguas y de razas,

vióse a sí mismo asimilar con voracidad, junto a los teoremas de la ingeniería

práctica y las ciencias naturales, las normas de legislación y buen gobierno.

Allí aprendió el estilo de la mejor dialéctica. Cultivó la oratoria y la sofística

al uso. Adquirió todas las astucias de la controversia y todos los resortes del

convencimiento. Aprendió lenguas. Perfeccionó técnicas.

En su larga estancia en Mileto, tuvo varias veces noticias de sus padres.

Y él les enviaba con frecuencia las suyas.

Cuando ya Mileto no colmaba su capacidad de asimilación, el ansia de

mayores conocimientos le decidió a seguir la línea trazada en su juventud.

Decidió ir a Egipto.

Se vio entonces surcar el mar hondo y sin islas, y arribar un buen día a

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

29

la blanca meta de sus sueños: Naucratis.

Desde su llegada hasta entonces, se sucedieron largas sequías y

estaciones lluviosas. Nada más supo de sus padres.

Merced a la recomendación de Polícrates, Pitágoras fue recibido en

Naucratis como un destacado personaje.

Era aquél un momento interesante de la historia de la ciudad. El genio

griego acaparaba y absorbía cada vez más el tráfico comercial a las otras urbes

egipcias del Delta y sus proximidades. Al mismo tiempo, detentaba la

primacía del intelecto en las ciencias y en las artes. Se multiplicaban los

centros de enseñanza y los templos. Se enriquecían su biblioteca y su museo.

Se departía acaloradamente en el gimnasio y en la plaza pública, en las

mansiones privadas y en los jardines, en la biblioteca y en los templos, sobre

toda índole de temas, desde la transacción comercial a la ética más pura.

Desde el último producto manufacturado, hasta el más allá de la muerte.

Con la llegada de Pitágoras, la Escuela de Mileto tuvo en Naucratis

mayor preeminencia y representación. Con sus conocimientos técnicos sugirió

atrevidas obras de ingeniería y de embellecimiento de la ciudad. Aprendió

pronto no sólo la lengua y la escritura egipcias, sino la arábica y algunas del

lejano oriente. Se entendía con los negros comerciantes nubios y con los

transeúntes del desierto líbico. Merced a su conocimiento de los dialectos

griegos, el jónico, el oelio, el aqueo y el dórico, amén del fenicio que aprendió

de niño de boca de su nodriza sidonia, Pitágoras era el mejor y más solicitado

intérprete de Naucratis.

A su puerto llegaban cada vez en mayor número, esbeltas naves de

todas las latitudes, navegantes de lejanos periplos. La riqueza y el lujo crecían

en la ciudad.

Aquel lugar floreciente, atrajo poco a poco del centro y sur de Egipto, la

población más culta y poderosa. Muchos sacerdotes iban a ella para asimilar el

espíritu moderno de los griegos y su civilización. Pero no dejaba por ello de

inquietar a su casta poderosa el auge creciente de aquella colonia exótica en el

viejo país tradicional de la sabiduría y de la fe. Varias veces hicieron llegar

sus quejas al faraón.

Pero Amasis, de espíritu ágil y gran estadista, era el primero en

considerar el beneficio de aquel injerto de civilización progresista en la vieja

tierra de los reyes divinos y era tolerante con los griegos.

En el decurso de su confidencia. Pitágoras se vanagloriaba

inconscientemente, ante la madre, de su destacada aportación al crecimiento

de Naucratis. El era allí el pedagogo más solicitado, el orador más brillante, el

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

30

intérprete y el traductor más consultado. El organizaba los mejores

espectáculos líricos de poesía, de danza y de música. Era el impulsor de los

juegos, el animador de las controversias públicas y privadas...

Y, satisfecho, sonreía a la luna, la faz alzada a su radiante cenit.

Entonces tuvo un fugaz atisbo de clarividencia guiadora.

Encuadrada por el marco de plata del astro nocturno, vio aparecer un

instante el busto de su madre.

Su hermosa faz ya levemente ajada, ornada de cabellos grises, inclinóse

hacia él bajo el manto obscuro que la cubría, y le dijo, sonriente: “¿Lograste la

sabiduría que viniste a buscar aquí, hijo mío?”.

La visión desapareció. Pero su significado prendió inmediatamente en el

alma expectante de Pitágoras.

Cerró los ojos, la cabeza levantada aún, y meditó largamente así sobre

las tiernas palabras de la aparición.

Y díjose a sí mismo: “En efecto, ¿Qué viniste a buscar a Egipto, la fama

o la sabiduría?”.

Su alma vio claro el imperativo de su misión. Entonces, tuvo un lapso

de hondo enternecimiento. Todo lo que había logrado a la faz del mundo, todo

lo que era su varonil hermosura, su destacada personalidad, su brillante

prestigio, desaparecieron, se borraron de golpe, como absorbidos por su

evocado ideal interno.

Se sintió indefenso como un niño, humilde ante la inmensidad del

destino que lo reclamaba, solo en la nueva noche abierta ante su alma...

En voz baja, clamante y temblorosa, dijo a la luna, como justificándose:

“Madre mía: Yo intenté varias veces, desde mi llegada, ser admitido en

el seno de los Misterios. Me fue denegado siempre. Los sacerdotes no me

abrieron las puertas de sus santuarios. Ayúdame tú, ahora, a requerir la dádiva

de su sabiduría...”.

Oyó Pitágoras sus propias palabras como si vinieran de muy lejos, del

fondo insondable de sí mismo. Como si se abrieran como flores a la luz

confidente de la noche.

Entonces le invadió una gran paz. Una paz inmensa que borró de su ego

hasta el último contorno de su pasada personalidad.

Respiró hondamente y por un instante, tuvo la conciencia de su

identificación con el universo.

Después, como si despertara, puso en tensión todos sus miembros

ateridos por el frescor de la noche y la larga inmovilidad. Anduvo a grandes

pasos rodeando la linde del sagrado recinto solitario.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

31

Cuando descendía las amplias gradas del Hermeión, empezaba a clarear

el cielo de oriente.

Desde entonces, fiel a una íntima promesa, Pitágoras se fue retrayendo

de la vida pública.

Paulatinamente se confinaba. Pasaba la mayor parte del día en la

biblioteca, en su morada o en el templo. Renunció a cargos y a honores. Y se

consagró al estudio de los libros sagrados y a la meditación.

Hallándose un día enfrascado en sus pensamientos, le transmitieron el

aviso que un emisario del faraón deseaba verlo.

Lo recibió con una gran serenidad, como si lo esperara. Le entregó una

misiva de Amasis. Abrió el sellado rollo de papiro, y leyó:

“Por fin me ha sido comunicado que el gran hierofante accede a

admitirte como novicio en la escuela sacerdotal de Heliópolis. Emprende el

viaje”.

Atendiendo la orden, salió Pitágoras de Naucratis el mismo día.

Cuando llegó a la Ciudad del Sol, famosa en todo el mundo por la

sabiduría de su cuerpo sacerdotal, fue conducido en seguida por una amplia

avenida de esfinges, a presencia de Eunufis, el sumo sacerdote, un anciano de

alba veste talar, barba lacia y obscura tez de pómulos salientes.

Al hallarse ante su presencia, Pitágoras hizo ademán humilde de

postrarse. Pero el hierofante le detuvo, poniendo ambas manos en sus

hombros. Entonces, acercándose más a él, le miró fijamente el centro de

ambos ojos. Y con voz lenta y grave, le dijo:

— Te hallas en disposición de ser admitido. Teníamos puestos los ojos

en ti desde tu llegada a la vieja tierra de Osiris. Prepárate, sin embargo. Te

esperan largas y durísimas pruebas. Si triunfas, te será concedida la suprema

investidura de Iniciado e ingresarás en la fraternidad de los Hijos del Sol.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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IV.- MADUREZ

Llegada a Babilonia — Hacia el Templo — Ritual de las

Danzas Cíclicas — La Recepción — La Morada de Baal — El

Santuario Astronómico — “Tuya Será Nuestra Sabiduría...”.

e las calles adyacentes a la arteria principal de la inmensa urbe

babilónica, acudía en tropel una enorme multitud que avanzaba,

apiñada, por la ancha avenida bordeada de arcadas que flanqueaba el río.

Aquella prisa obedecía a las repetidas llamadas sonoras de los grandes

discos metálicos heridos por las mazas de los sacerdotes y que se hallaban

suspendidos en la terraza más alta del templo de Baal.

Entre aquella multitud apresurada, llamaba la atención por su andar

reposado y por su sobresaliente estatura, un hombre maduro de majestuoso

porte. Una larga capa de color cobrizo pendía de sus anchos hombros a todo lo

largo de su figura. Su diestra sostenía un alto cayado de peregrino. Los bucles

de sus cabellos en desorden se teñían de plata en los bordes de las sienes y se

unían a la corta barba rizada formando marco a su faz serena, de varonil

hermosura.

Contemplaba a la sazón, lleno de curiosidad, aquella multitud creciente

que se adelantaba a su paso y que parecía arrastrada por una fuerza cósmica

como el caudal de un río después de las tormentas.

Insensiblemente, como rezagado a la orilla por aquella ingente corriente

humana, se encontró a un lado de la ancha vía, bajo las arcadas que remataban

el muro del gran canal del Eufrates.

Se detuvo entonces el peregrino y se asomó al río profundo y

murmurante. Y pensó en el imperativo común de la ley que arrastraba del

mismo modo aquellas aguas y la multitud hacia la búsqueda de un objetivo

común: el templo o el mar, símbolos de la inmensidad. Pero en tanto que las

aguas descendían buscando el líquido nivel igualitario y cósmico, la gran

corriente humana seguía inconscientemente la gravitación contraria: el

ascenso, la ley perenne de la evolución en cuya altura se halla la morada

última donde espera la propia divinidad.

Siguió luego sin apresuramiento la dirección de la riada humana.

Su hábito de viajero, su gran capacidad de observador, de catador de

D

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

33

escenas y de paisajes, le hacía detenerse de vez en cuando a contemplar las

ponderadas y suntuosas bellezas de Babilonia.

Atravesó el gran puente de piedra sobre el río, prosiguiendo la dirección

del gentío.

El puente daba acceso, en derechura, a un gran paseo ascendente a cuyo

extremo se erguía la maravilla del templo de Baal, la suprema deidad de los

caldeos.

A un lado y a otro de la amplia vía aparecían los principales edificios

públicos y privados y muy cerca del templo, el palacio real.

Se hallaba éste ornado por uno de los más bellos jardines colgantes cuya

nombradía hiciera famosa a Babilonia. Lo que fuera un tiempo iniciativa y

capricho de su reina Semíramis, había cundido especialmente en aquella parte

principal de la aristocrática ciudad.

Gustaba el viajero de contemplar aquellas originales maravillas.

Constituían una nota de color deslumbradora aquellas inmensas terrazas

superpuestas de ladrillo rojo bordeadas de flores y de las que pendían

verdaderas cortinas volantes de finas enredaderas.

Cuando más abstraído se hallaba en su contemplación, oyó a su lado

una voz que le decía en pura lengua ática:

— Es un espectáculo único, ¿No es cierto?. Apostaría a que eres griego.

¿Me equivoco?.

El extranjero se volvió al que así le interpelaba. Era un hombre de

mediana estatura e indefinida edad, más bien viejo, de cara rasurada y cabeza

completamente calva, pero de cuerpo aun erguido y vigoroso. Su boca

desdentada sonreía a la sazón y sus ojillos redondos y vivarachos se fijaban en

la mirada clara, ancha y magnética del peregrino.

— Efectivamente — contestó éste por fin, con voz grave y templada. —

Soy de Samos.

— Sin embargo, este indumento...

— Acabo de llegar a Babilonia del lejano oriente. Visité la India.

— ¡Por Dionisos!. ¡Excelente viajero!. En cuanto te distinguí entre la

multitud, me ladeé también para seguir tus pasos. Tenía el convencimiento de

que éramos compatriotas. Yo soy megarense, avecindado desde mi juventud

en Atenas. Soy senador vitalicio. Me llamo Hidamas. He venido a Babilonia

como consejero del enviado diplomático. Estuve aquí en otra ocasión, hace

muchos años. Conozco bien la ciudad. Si me necesitas como guía...

Agradó al forastero la llaneza y verborrea del anciano. Sonrió a su vez y

díjole un tanto irónicamente:

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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— En verdad, no puedes negar el injerto de ateniense. Estimo el

ofrecimiento. Yo soy Pitágoras, hijo de Mnesarco.

— ¿Vas acaso al templo?. Hoy hay solemnidad. Los magos han

anunciado para esta hora la entrada del sol en el solsticio de verano.

— No sabía. Pero iba precisamente al templo. Llevo una recomendación

para el maestro de coros. Fue discípulo mío de música y danza en Naucratis,

hace ya muchos años. Después, la gran emigración de Egipto, motivada por la

invasión de las tropas de Cambises nos juntó de nuevo en un pequeño puerto

de Fenicia. Seguimos entonces dos rutas distintas. El volvió a su patria,

Babilonia. Yo emprendí mi proyectado viaje a oriente.

Ascendían ambos con lentitud y seguían conversando como si fueran

antiguos conocidos.

Pitágoras parábase a trechos para contemplar el espectáculo de aquellos

pródigos vergeles encaramados en las terrazas de tantos edificios.

— Acertaste en llegar en estas fechas — dijo el anciano. Y señalando

una de aquellas espléndidas floraciones. — Dentro de poco, el sol ardiente las

abrasará. El calor de la canícula es insoportable en Babilonia.

Llegados al extremo de la gran avenida, contempló Pitágoras ya cerca la

mole inmensa, triangular y escalonada, del templo de Baal.

Este edificio sobresaliente y único, no ostentaba en sus fachadas el color

uniforme y rojizo de ladrillo cocido al sol, de todas las demás edificaciones de

Babilonia. Por el contrario, cada planta de la inmensa fábrica, en número de

siete, ostentaba un brillante color distinto y remataba su más alto y reducido

piso una gran cúpula de oro bruñido.

Atravesaron la plaza principal y se hallaron ante una fachada de estrías

verticales de estuco verdoso. Dos grandes leones de diorita, alados y con

cabeza humana, guardaban el ancho portal.

La gente se apiñaba a la entrada del templo.

Los dos griegos se sumaron a aquella abigarrada multitud y lentamente,

fueron impulsados hacia el interior a través del corto pasillo de los anchos

muros.

Se encontraban en una amplia nave, bañada por una luz cenital verdosa

que se derramaba a través de una gran cúpula incrustada de transparentes

jaspes. El gran cuadrilátero de la sala sostenida por columnas, quedaba en una

dulce y misteriosa penumbra. Cubrían los muros infinidad de tapices bordados

con símbolos e imágenes mitad hombres y mitad animales.

La multitud se apretaba, de pie, en los ángulos y a todo lo largo de los

recios muros. El silencio era general. Acababa de comenzar el oficio.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

35

Merced a su destacada estatura, pudo observar Pitágoras todos los

detalles del ritual caldeo.

En torno a una pira central alimentada con maderas aromáticas, se

alineaban cinco sacerdotes tocados con altos birretes cupulares de metal.

Llevaba cada uno una túnica de color distinto con vistosos emblemas a franjas

transversales de alamares y pedrerías que rutilaban al reflejo de la llama

central.

Formando un ancho círculo alrededor de ellos, se iban situando seis

sacerdotes y seis sacerdotisas, alternadamente. Iban éstos por igual con la

cabeza destocada, ceñida sólo por una corona cincelada con distintos signos y

cubiertos por una túnica de grueso tejido gris salpicado de estrellas de plata.

Rodeaba su cuello, sobrepasando los hombros, un ancho pectoral metálico

labrado con extraños símbolos. Cada uno de estos doce sacerdotes ostentaba

en la diestra una enseña de forma diferente.

Cada uno de los que formaban el círculo externo ocupó su lugar en

torno a una gran rueda dibujada en el suelo por losas amarillas. De la

circunferencia partían radios, triángulos y cuadrados superpuestos de distinto

color.

Una vez situados, permanecieron los oficiantes inmóviles.

Al cabo de un rato, vio Pitágoras abrirse dos largos tapices del fondo del

recinto y aparecer, revestido con toda la pompa de las enseñas del ritual

caldeo, el gran pontífice, el sumo sacerdote que encarnaba el cuerpo de Baal.

Detrás de él apareció una joven sacerdotisa cubierta de blanca veste talar, la

rubia cabellera suelta, sujeta por una brillante diadema en forma de media

luna. Con las dos manos tendidas sostenía una redonda pátera de metal

plateado con perfumes sagrados.

Siguió a la aparición un gran estremecimiento de la multitud. Pitágoras

percibió, como un impacto, la corriente psíquica, mezcla de temor y de

reverencia, que estremecía a los asistentes.

El gran mago fuese en derechura hacia el centro de la sala. Aproximóse

a la pira llameante que iluminó su grave rostro y tomando con la mano

izquierda una porción del polvo de la pátera de la sacerdotisa, espolvoreó el

fuego. Una gran llama se alzó, majestuosa, en medio de una fina niebla

perfumada que se fue dispersando en el ambiente.

En voz baja pronunció entonces el gran sacerdote unas palabras de

poder. Era la invocación primera al espíritu del sol, el ordenador oculto de la

ceremonia.

La multitud rezaba y las ondas de su murmullo llegaban a los oídos de

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

36

Pitágoras como el rumor de una inmensa fronda.

De pronto, estremeció todo el ámbito interior del templo una intensa

señal sonora. Era un golpe seco, rotundo, pero que tenía la virtud, al vibrar y

prolongarse, de dividir su eco en múltiples y suaves resonancias que producían

al oído una sensación insólita.

En voz muy baja, dijo a Pitágoras, acercándosele, el megarense:

— Es el instante preciso del solsticio.

Entonces vio cómo el gran mago tendía su diestra que sujetaba el

mango de un pequeño tirso de pomo redondo y dorado, y tocaba con él la

avivada llama. Luego, solemnemente, sin moverse del lugar central, fuese

volviendo en todas las direcciones haciendo ademán de asperjar a los

sacerdotes y a la multitud congregada, dando al aire repetidos golpes en torno

con su tirso.

Luego, él y la sacerdotisa ocuparon un lugar entre los cinco sacerdotes

que formaban la cadena del primer círculo en torno al fuego.

Transcurrieron unos momentos de riguroso silencio. Al poco rato se

inició una música de acordes prolongados, como si procediera de diferentes

tubos de cristal. Aquellos extraños sonidos tenían la virtud de vibrar de tan

peculiar manera que a cada oyente le parecían emitidos a su vera y como

brotados del aire mismo que lo rodeaba. Era imposible localizar su

procedencia. Diríase que producía aquellas armonías un poder sobrenatural.

Pitágoras cerró los ojos beatíficamente, como para asimilar mejor el

mensaje de los espíritus que transmiten la música.

Cuando los volvió a abrir, vio al sumo sacerdote que, salido del círculo

interno, se dirigía a la periferia de la gran circunferencia, hacia una de las

sacerdotisas de hábito gris tachonado de estrellas.

Se paró junto a ella y con la bola de un tirso golpeó suavemente la

enseña de metal que sostenía ella en su diestra y que simbolizaba un cangrejo.

Luego golpeó del mismo modo el pectoral plateado que ostentaba la enseña

del mismo animal.

A aquella señal, representativa de la entrada del sol en el signo solsticial

de Cáncer, el gran círculo constituido por doce sacerdotes de ambos sexos se

puso en movimiento, siguiendo la franja amarilla del suelo.

El gran mago, con su rubia barba rizada y su veste bordada de oro

permaneció un momento ante la sacerdotisa y pronunció unas palabras lentas,

como un canto. Era la melopea de invocación al espíritu de la estación que se

iniciaba, implorando sus beneficios.

Después, solemnemente, dio unos pasos y se dirigió hacia la encendida

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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pira.

Los sacerdotes del círculo interior fueron irrumpiendo entonces, por

orden, en el espacio circular y, obedientes a la órbita prefijada por el planeta

que cada cual representaba, y al compás de su música propia, que ellos

clasificaban dentro de la gran armonía que llenaba el espacio, iniciaron una

bellísima y complicada coreografía. Era aquélla una de las más bellas y

famosas danzas cíclicas del ritual astrológico caldeo.

Evolucionando dentro del círculo zodiacal, cada sacerdote-estrella

fingía un curso y un movimiento distinto dentro de la trayectoria del año

sideral. Giraban y se movían armoniosamente. De vez en cuando uno se

estacionaba, daba unos pasos atrás, y reemprendía la marcha con un ritmo

plástico y musical admirable.

Cuando, en el decurso de aquella sagrada danza, rozábanse los

sacerdotes, chocaban sus emblemas y fundían con el sonido el mutuo

magnetismo.

Entre todos aquellos hermosos sacerdotes danzantes, destacaba la

agilidad y la gracia de la rubia sacerdotisa, encarnación de la blanca Isthar, la

luna venerada, la esposa del sol.

Era siempre aquella sacerdotisa una magnífica danzarina. Poseía un

largo entrenamiento artístico-religioso y se entregaba en cuerpo y alma a su

bella liturgia. Trenzaba en el aire los más encantadores movimientos de brazos

y piernas y era un gozo para los espectadores seguirla y verla evolucionar en

medio de la lenta danza conjunta. Giraba velozmente, contando el número de

sus rotaciones, medía sus saltos y trenzaba en el aire las más graciosas

posturas.

Cuando los sacerdotes del círculo externo retornaban a sus iniciales

lugares, la danza cíclica había terminado.

Para los profanos en los misterios, era aquella ceremonia un espectáculo

indescifrable. Pero gozaban de su belleza. Les penetraba el mensaje de la

armonía y se beneficiaban de su magia. Terminado el ritual, sentían saturado

su espíritu de la grandiosidad y magnificencia de los misterios del infinito.

Después de la danza cíclica, mientras se extinguía la llama de la pira,

comenzaba la plática final del gran mago pontífice. Entonces exhortaba a la

virtud distintiva del acontecimiento sideral que se celebraba, a sus prácticas

religiosas e higiénicas. Finalmente invocaba sobre la multitud el influjo de los

espíritus planetarios y daba a los circunstantes su bendición solar.

La multitud fue abandonando, poco a poco, el templo. Pitágoras se

despidió de su amable acompañante y aguardó a que todo el público saliera,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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arrimado a un ángulo de la sala.

Cuando el recinto quedó vacío, se encaminó hacia uno de los ayudantes

del templo en el momento en que se disponían a cerrar su gran portal y le rogó

que le condujera a presencia del maestro de coros.

El joven lo miró detenidamente. Seducido por la majestad y el imperio

que emanaba del extranjero, le hizo seña de que lo siguiera.

Franquearon la puerta del fondo de la gran nave, atravesaron dos

cámaras sucesivas donde se guardaban los objetos del culto y penetraron en

una sala con bancos de madera adosados en la pared. El ayudante de

ceremonias rogó a Pitágoras que esperara allí y él desapareció por una puerta

contigua.

Pasó un buen rato cuando aquella puerta se abrió de nuevo apareciendo

en el umbral un hombre bajo, nervudo y vigoroso, de carne dura y ceñida, de

salientes músculos. Llevaba la ropa talar a franjas transversales con símbolos

bordados, propia de los sacerdotes caldeos.

Miró un rato con seriedad a Pitágoras. Al reconocer a su antiguo

maestro, que se levantaba y avanzaba hacia él en aquel momento con los

brazos tendidos, su semblante cambió de expresión. Una franca sonrisa lo

iluminó y dio un paso hacia el visitante griego. Los dos hombres se abrazaron.

Cruzaron unas palabras en perfecto dialecto jónico. Pitágoras pedía ser

presentado al colegio sacerdotal.

El maestro de coros frunció el ceño. Luego mirándolo otra vez

reflexionó un rato. Por fin le dijo, decidido:

— Acompáñame.

Anduvieron juntos a través de obscuros pasadizos. Atravesaron un patio

y se hallaron frente a una dependencia anexa al cuerpo principal del edificio.

— Aquí mora la comunidad de ancianos que regenta el templo. Aguarda

un rato.

Mientras esperaba, contempló Pitágoras detenidamente las imágenes en

bajorrelieve policromado grabadas en los zócalos de ladrillo del patio.

Representaban una procesión de hombres y mujeres con vestiduras

litúrgicas llevando los objetos de ritual. Y se entretuvo en establecer las

concomitancias de aquellas representaciones y de aquellos instrumentos

culturales con los egipcios y los hindúes, cuyo simbolismo le era familiar.

El maestro de coros, entrando otra vez, lo sacó de sus introversiones. Le

invitó a que lo siguiera.

Pronto se encontraron ambos en presencia de un grupo de ancianos

magos sentados en sendos sitiales en torno a una mesa de cedro, con

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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incrustaciones de metal. Pitágoras se quedó suspenso, de pie ante ellos. ¡Cuan

venerables le parecieron todos!. Sus vestes blancas, sujetas por cinturones de

discos dorados, se confundían con sus cabellos y sus barbas sedosas.

Todos los ancianos volvieron la vista hacia el intruso y lo examinaron

en silencio.

— Acércate, extranjero. ¿Qué quieres de nosotros? — preguntó a

Pitágoras, levantándose de su sitial, el anciano de mayor prestancia, el

Hierofante Zar-Aadas.

— Vengo en busca de sabiduría — contestó humildemente Pitágoras.

— Anhelo conocer los misterios del ritual caldeo. Sólo a eso vine a Babilonia.

— ¿Qué merecimientos aduces para lograr tan alto don? — inquirió el

mismo anciano clavando con más penetración en él la magnética mirada.

— Toda una vida de ansiosa búsqueda — respondió decidido, aquél. Y

prosiguió — Nací y me eduqué en Grecia. Pasé a Mileto y a Egipto. Estudié

en los colegios sacerdotales de Heliópolis, de Menfis y de Dióspolis. Visité la

antigua India. A orillas del sagrado Ganges, oí la palabra del iluminado

príncipe Sidharta, llamado el Buda. Atravesé el Nepal. Navegué por el Indus y

conocí los misterios de la tradición brahmánica. Anduve luego por toda la

Persia y aprendí a venerar el puro fuego bajo la forma divina de Ormuz. De

allí vine peregrinando a Babilonia para conocer el secreto ritual de los astros...

Los ancianos sacerdotes escuchaban atentamente el breve relato de

Pitágoras y lo contemplaban con creciente interés.

Zar-Aadas, el venerable anciano que le dirigiera la palabra insistió,

después de un momento de reflexión:

— ¿Puedes justificar ante todos nosotros el fruto real de lo conseguido

en tus peregrinaciones?.

Entonces Pitágoras, sin decir palabra, serena y decididamente, dejó caer

con un leve movimiento de los hombros la capa que lo cubría, abrióse la

túnica con ambas manos, y mostró, colgada sobre su ancho pecho desnudo, la

cruz ansata de oro, la enseña de los iniciados egipcios.

Al verla, todos los ancianos sacerdotes se levantaron de su sitial y se

acercaron a Pitágoras inclinándose ante él reverentemente.

Y el más noble de los ancianos le dijo con voz solemne:

— Hermano, ningún secreto del rito te puede estar vedado. En adelante,

este templo será tu morada. Contigo compartiremos el pan, el estudio, el

recreo y el trabajo. Tuya será nuestra sabiduría.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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En la madrugada del día siguiente, después de tomar su ablución

purificadora, Pitágoras meditaba en la celda apacible que le había sido

designada en la comunidad de sacerdotes del templo de Baal.

Alguien llamó suavemente a su puerta. Abrió. Ante él se hallaba su

antiguo discípulo y amigo.

— Tengo orden de los ancianos — díjole — de hacerte los honores de

la mansión del dios. ¿Quieres seguirme?.

Pitágoras se dispuso, de buena gana, al matinal recorrido. Y siguió

complacido a su guía por las distintas dependencias del templo.

Atravesaron el patio, ya conocido de Pitágoras, los corredores y

estancias de la víspera y llegaron a la amplia sala de ceremoniales, toda

bañada de suave luz verdosa.

— Esta gran nave abarca toda la planta baja del edificio. Es, como si

dijéramos, el lugar de concreción, de cristalización de la doctrina secreta de la

religión caldea. Por ello, hablando en vuestra lengua y según la clasificación

griega, se halla bajo la advocación de Cronos, el planeta Saturno. Sin él,

ninguna ceremonia sería posible. Es el gran realizador. Este planeta da el tono

musical medio de la escala septenaria y el color correspondiente a la tierra, el

mundo de realización, también para nosotros, los encarnados. La música que

oíste ayer y que emanaba de siete tubos medidos según el número de cada

entidad planetaria, estaba acordada al diapasón de este planeta. La magia del

sonido es una de las grandes palancas para el levantamiento espiritual de las

almas y es aquí adecuadamente empleada. En cuanto al color verde que aquí

predomina consagrado al mismo planeta, tiene concomitancias con el tono

cromático de nuestra tierra contemplada a distancia, desde el espacio.

Después, Pitágoras y su acompañante ascendieron por una obscura

escalera interior, al piso inmediato.

En el edificio enorme de siete cuerpos superpuestos y escalonados que

era el templo de Baal, aquel estadio que se hallaba al ascender, representaba el

segundo peldaño de la séptuple gigantesca escala.

Una gran terraza rodeaba el muro cuadrangular, esculpido de metopas

con bajo-relieves entre verticales estrías de ladrillo cubierto de estuco rojo.

Los corredores y salas interiores se hallaban también decorados y tapizados a

base del mismo color.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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Estos son los dominios de vuestro Ares, el planeta Marte que preside las

guerras, las luchas, las conquistas, los esfuerzos, los impulsos, los deseos.

Aquí tienen lugar las pruebas de carácter marciano a que se somete al neófito,

aspirante a nuestros misterios. Algún día comprobarás el mecanismo interno y

externo de tales pruebas adaptadas a esta raza y a su misión. Si el piso inferior

representa lo denso, lo material, éste simboliza el mundo emocional o astral.

De allí ascendieron juntos al piso inmediato superior, cuya área era

proporcionalmente más reducida por el perímetro circundante de la segunda

terraza que lo rodeaba.

El tono dominante era el amarillo. A la luz matinal, las paredes, de

revestimiento cerámico, ofrecían una grata y alegre reverberación a la vista. El

interior era extraordinariamente luminoso. Los claros muebles de madera de

limonero y olivo se hallaban incrustados de metal dorado y de piedras

semejantes al ámbar y al topacio. Había, a lo largo de la habitación central,

unas largas mesas rodeadas de sillares. Las paredes se hallaban cubiertas de

altos armarios a la sazón cerrados.

— Este tercer estadio — comenzó el guía de Pitágoras — se halla

consagrado a Hermes, el planeta Mercurio, el que rige los dominios de lo

mental. Este departamento se halla destinado a biblioteca y sala de lectura.

Todo cuanto se refiere al estudio y la investigación, a la enseñanza oral y al

desarrollo del intelecto de los neófitos, se centraliza aquí. En estos profusos

armarios, llenos de estanterías hallarás, si te interesa consultarlos, los famosos

“Oráculos Caldeos”, la auténtica tradición cosmogónica; el “Libro de los

Números”, mentor de todo nuestro ritual astrolátrico y la suprema teofanía de

los genios planetarios según las siete claves de comprensión... Además, podrás

releer si lo deseas, en el decurso de tu estancia entre nosotros, en lengua

caldaica, los cuarenta y dos libros de Toth-Hermes, la profunda liturgia

egipcia, la herencia de los viejos atlantes. En estas estanterías se hallan los

libros sagrados de todas las religiones antiguas y modernas.

A invitación del maestro de coros, subieron ambos el siguiente tramo de

la escalera central.

Se hallaban ahora en el piso azul.

— Este departamento se halla bajo la advocación de vuestro Zeus

menor, el espíritu planetario de Júpiter. El influjo de este lugar opera sobre lo

intuitivo o mente superior del individuo. Es también el estadio del amor en su

sentido religioso, de la simpatía, de la fraternidad. Desde aquí operan los

sacerdotes sanadores, en las horas propicias, sus curas mentales. Aquí tienen

lugar las comunicaciones telepáticas a distancia.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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Es también lugar consagrado a lo devocional, a la contemplación

interior para el que así lo prefiera. Aquí halla el adepto su dimensión

verdadera, su extensión en sus semejantes, la unión con el todo.

El piso inmediato superior, la quinta estancia en elevación, era de color

índigo.

Desde la terraza, a primeras horas de aquella mañana fresca y pura,

tenían las paredes el mismo color del cielo.

— Esta es la mansión del arte y de la belleza consagrada a Afrodita,

vuestra personificación del planeta Venus — dijo el maestro de coros. Y

sonriendo, añadió con visible satisfacción. — Son mis dominios. Aquí

ensayamos las danzas, los corales, la poesía, el canto y la música vinculadas a

los rituales de la planta inferior. En mi especialización, mucho debo a tus

antiguas lecciones. Tu recuerdo, tus consejos de entonces han acudido a mi

mente muchas veces. Tu presencia aquí, tu colaboración, puede sernos muy

útil. Tu condición de griego te hace especialmente sensible al mensaje de lo

bello y de lo armónico.

Constituía el piso una sola aula espaciosa, tapizada con el mismo

delicado tono azul índigo sobre fondo blanco, representando alegorías de

ángeles músicos y de genios que volaban y danzaban. Aquello parecía un

cielo. Una gran alfombra cuyo dibujo era una vasta circunferencia dividida

también en doce radios con un círculo interior central, llenaba todo el suelo

del salón. Arrimados a la pared había varios instrumentos músicos: arpas,

tiorbas, sistros, címbalos, trompetas, tamboriles, campanillas y trígonos

diversos, así como discos sonoros de varios metales y medidas.

Ascendieron otro tramo de la interior escalera.

Se hallaban ahora en la penúltima estancia, la más reducida de las seis

plantas cuadrangulares.

Era toda blanca, con un leve matiz violado.

— Es la mansión de Artemisa, la Luna, nuestra diosa Isthar, la mujer

sagrada vestida de luz, la madre del mundo, la esposa de Baal. Aquí se

descubre al neófito una punta de los siete velos que cubren el cuerpo de la

sabiduría. Aquí se enseña a desprenderse de la envoltura física a voluntad.

Aquí se estudia el mecanismo de los sueños. En estas estancias se efectúa el

tránsito del plano material a los mundos invisibles. Isthar es la mediadora. Ella

mantiene con su saber el lazo plateado que une el cuerpo con el alma. Se

practican también los rituales metapsíquicos, las metamorfosis en la

transparente materia estelar, luminosa y blanca que ella preside. El cuerpo en

que actúan los iniciados es la barca en que ella navega. Este es, en suma, el

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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laboratorio de los mundos sutiles.

Subieron el último tramo de la escalera.

Desde aquella elevada terraza, la más estrecha de todas, oteábase en

derredor la lejanía como a vista de pájaro.

Cerrando la dilatada perspectiva por oriente, divisábase, más allá de las

verdes riberas del Tigris, la inmensa codillera lejana del Kurdistán. Por el otro

lado, el aire transparente y fluido dilataba hasta el infinito la llanura desértica

de Arabia. En torno, rodeada por su fuerte y famosa muralla, la inmensa

ciudad de Babilonia.

A la plena luz del sol, las infinitas edificaciones de ladrillo daban a la

urbe, desde aquella altura, una uniformidad rosada, como si tuviera naturaleza

de flor. El río Eufrates, ceñido por el canal que partía la ciudad, dibujaba su

contorno obscuro, viril, y rumoroso.

Más allá del enorme cinturón amurallado de la ciudad, el río, más claro

y luminoso, se ensanchaba libre, entre prados verdes.

A la altura de los dos hombres no había más que la última dependencia

del sagrado recinto.

Era un templete redondo, rodeado de columnas fingidas y coronado por

una cúpula semiesférica de oro.

— Hemos llegado por fin al alto manantial de donde brota toda la vida

del templo y el mecanismo oculto de su ritual sagrado. Esta es la morada de

Baal, el sol, la vida de nuestro universo. Desde esta cúspide se ensancha al

descender el flujo vital que de él mana pasando por sus séptuples

manifestaciones o reflejos, para desembocar en el mar del mundo — díjole a

Pitágoras el guía. Y abocándose a la barandilla de la última terraza, señaló a

sus pies la mole cada vez más ancha del templo, hasta su base máxima.

Era el templete solar de muros estucados con un tono ocre brillante.

Sobre el dintel aparecía un gran disco alado. Ante la puerta, como un guardián

permanente, se hallaba la estatua dorada de un gran león alado con cabeza

humana barbada, tocada por un alto birrete de bordones circulares.

— Es el símbolo del iniciado de Baal — continuó el guía, señalando la

extraña figura. — El cuerpo de bestia representa la constelación del león, la

sede celeste del sol. Es, también, símbolo del poder y la fuerza del iniciado.

Las alas son propias del ave sagrada, el ave de la vida y de la inmortalidad, tan

exaltada también por los egipcios, y los orientales. La tau, la cruz primitiva,

cuya representación se pierde en la noche de los tiempos, en su más primaria

manifestación.

Entraron. Una música misteriosa, procedente, de una orquesta invisible,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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llenaba el ámbito aquel. Sin embargo, el santuario de Baal se hallaba vacío.

Pitágoras no vio en él más que una amplia mesa redonda de alabastro en el

centro, incrustada de símbolos en piedras de color y cruzada de líneas

geométricas.

Las paredes eran lisas, de un vivo color amarillo dorado. En su parte

superior se abrían numerosos ventanales que seguían la alta comba que

remataba la construcción y llegaban hasta el nacimiento de la cúpula central.

Viendo que Pitágoras los contemplaba en torno, díjole el guía:

— Son observatorios celestes. Con la ayuda de poderosos telescopios se

puede observar desde aquí, de noche, todos los fenómenos del firmamento.

Aunque rara vez hay que recurrir a esta índole de investigaciones, ya que los

magos poseen otros sentidos desvelados que les permiten observar más clara y

directamente, con la ayuda de cálculos matemáticos precisos, las evoluciones

de los astros y todos los fenómenos celestes. Pero lo maravilloso de este

recinto es esto — y el maestro de coros levantó el índice derecho señalando la

concavidad interior de la cúpula que les servía de techo.

Pitágoras levantó la cabeza y vio de momento una hondura azul

tachonada de puntos luminosos.

— Sigue observando — le advirtió el guía. Entonces, resguardando con

sus manos junto a los ojos el reflejo luminoso de los ventanales, contempló un

espectáculo maravilloso. Pequeñas esferas en relieve de distinto tamaño y

color ocupaban un lugar distintivo en el gran hueco estrellado. Pero lo curioso

era que del movimiento de aquellas miniaturas de los cuerpos celestes

provenía la armoniosa música cuyo origen no localizara al entrar, pero que tan

dulcemente hiriera sus oídos.

— Es la maravilla del templo de Baal — dijo al suspenso y mudo

Pitágoras el maestro de coros. — Es el universo en pequeño. Cada uno de esos

globos que ves tiene su ritmo y marcha propia. Cada astro, según su naturaleza

y su órbita, da su correspondiente nota musical y su peculiar melodía al pulsar

las cuerdas invisibles y sonoras del firmamento. Este mecanismo tan curioso,

debido a nuestros sabios sacerdotes ingenieros, es como un mínimo anticipo

de la coreografía y la música de las esferas que en sus éxtasis puede oír el

iniciado en toda su indescriptible realidad. Pero notarás algo que llamará tu

atención de culto observador. Si nuestra religión esotérica considera el sol

como centro de nuestro universo, y así consta en nuestro ritual y en nuestra

secreta teofanía, aquí ocupa el lugar central y fijo el astro que habitamos. Mira

el mapa celeste de proyección — continuó, señalando ahora la circunferencia

representada en la mesa de centro de alabastro —. El geocentrismo es

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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necesario para la práctica operante de toda teurgia astrológica que es la que

nosotros empleamos. No se puede actuar espiritualmente en tal sentido sobre

ningún individuo si no se conoce su filiación astral, la posición exacta de los

astros en el instante de nacer en este mundo. Entonces el individuo en cuestión

se convierte en el centro del universo. Lo mismo ocurre al estudiar los

fenómenos históricos o geológicos. Para escrutar los arcanos del porvenir, se

hacen aquí, sobre esta mesa, los horóscopos, a base de piezas movibles

superpuestas en este completo diseño zodiacal con planos y medidas. Las

posiciones planetarias exactas las da este mecanismo asombroso de la

cúpula...

Pitágoras contemplaba aquella obra de ciencia o de magia con reverente

silencio. Su alma veía entonces con más claridad las iluminadas perspectivas

de sus estudios entre los magos astrólogos del templo de Baal. Sus ojos

afanosos brillaban contemplando simultáneamente los signos de la mesa y la

estrellada cavidad azul de la cúpula.

El maestro de coros dijo, satisfecho, después de una larga pausa:

— La morada material del dios solar ya no guarda secretos para ti.

Pitágoras pensó entonces, lleno de esperanza, en las últimas palabras del

anciano sacerdote: “Tuya será nuestra sabiduría”.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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V.- GRECIA

En el Mar — Remembranzas — Otra Vez Samos —

Encuentro de la Madre — Tiranía de Polícrates — El

Emigrado — Creta —Esparta — Eleusis — Atenas — Delfos

— La Ruta del Sol.

esde la desembocadura del Meandro, costeando el litoral asiático,

se abarcaba, con todos sus pormenores, el perímetro de la Isla de

Samos desde el sur.

En la parte oriental, muy cercana a la costa del continente, aparecía la

mancha blanca de la ciudad como una media luna recostada a orillas del mar.

Cuando la nave, más arrimada a la tierra continental rozaba con su

quilla las sirtes del río, el alto y avanzado promontorio de Micale, con su gran

templo de Poseidón, patrimonio de toda la federación jónica, parecía

constituir, por su proximidad, parte de la Isla.

De pie, apoyado en el mástil central, sobre el albo fondo de la vela

inflada, Pitágoras creyó un instante rememorar, desde lo más lejano e

impreciso de sus recuerdos, aquella misma visión.

¿Era un vago atisbo de su temprano viaje a la tierra de sus mayores

cuando por primera vez contemplara desde el mar la isla en brazos de su

nodriza o de su madre?.

En plena madurez, sazonado de conocimiento y de experiencias,

retornaba ahora al hogar paterno.

Su pensamiento se anclaba retrospectivamente en las causas ocultas de

su retorno a las tierras de Grecia. Veía mentalmente a toda la comunidad de

los sacerdotes de Baal congregada para despedirle. Y le parecía oír aún el eco

profundo de la voz profética del gran anciano: “He leído tu horóscopo. Los

astros anuncian el comienzo de tu gran misión en el mundo. Bajo tu guía y tus

enseñanzas, esperan a Grecia muy altos destinos. Sigue, tanto en lo interno

como en lo externo, la ruta del sol. En el gran templo de Tiro, en tierra fenicia,

nuestros hermanos te develarán otro fragmento del misterio que cubre a Isis-

Astarté, la diosa velada, la sabia naturaleza. Luego tu genio te conducirá. Aún

puedes aprender de tierras helenas. Hay semillas allí que fructificarán en el

decurso de tu obra futura. Ve, hijo mío. En todo momento te acompañará

D

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

47

nuestra bendición”.

¡La bendición de los magos le acompañaba!...

De pronto, sintió incrementada su confianza. ¿Qué sino le aguardaba

allí, en la isla que le vio nacer, la de sus primeros recuerdos?.

Después de sus largos viajes, de sus prolongadas estancias en tierra

extranjera, sentíase unido y a la vez ajeno a todo lo personal y externo. El

fenómeno de vivir no tenía para él significado más que como ofrenda a la ley

divina que regía la evolución. Era ya el hijo, el hermano del universo.

Sin embargo, el súbito atisbo de aquel temprano recuerdo de su niñez le

devolvió, en cierto modo, su personalidad anterior.

¿Qué sería de sus padres, de sus parientes y amigos, de sus primeros

maestros?.

Recordó entonces, con extraordinaria lucidez, la imagen de su madre tal

como la viera en la aparición de aquella noche inolvidable de Naucratis.

Luego cerró los ojos y no pensó en nada. Prefería obedecer, como el

viento que hinchaba la vela, a las remotas causas del bien que guía nuestra

existencia. El también, como la nave, era llevado...

Entonces le invadió una ternura honda, sin imágenes, serena e infinita.

Y se afincaba en aquel transfondo, sólidamente cimentado, de su vigorosa

personalidad.

Samos se iba aproximando. La blanca ciudad se reflejaba ya

nítidamente, como miniatura de sí misma, en el agua quieta, en torno a la

bahía azul.

Cuando la nave fenicia replegó velas, próxima al puerto, distinguió

Pitágoras claramente, en la cima del bosquecillo familiar, la fina silueta del

pequeño templo que su padre elevó a Apolo en recuerdo de su viaje a Delfos,

antes de que él naciera.

Nadie sabía su llegada. A nadie reconoció al desembarcar entre la

muchedumbre que se apiñaba en el muelle. Todos lo miraban como a un

extranjero.

Tomó la avenida principal del Agora. Paseó un rato por los pórticos que

velaran sus primeras inquietudes y bajo cuyas arcadas resonó el eco de su

palabra temprana. Luego ascendió por una calle en rampa que conducía a los

aledaños de la parte occidental de la ciudad donde se hallaba emplazada la

morada paterna.

La fachada familiar apareció por fin, algo deteriorada ya, casi oculta por

los cipreses crecidos y las nuevas acacias.

Llamó a la puerta. Una joven esclava le abrió. — ¿Vive aquí Mnesarco,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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el mercader de joyas? — díjole Pitágoras.

— Extranjero, Mnesarco hace años que murió. Pero está su esposa

Partenis y una hermana suya.

Tenía ese presentimiento. Dominó su emoción al instante. Sin embargo,

su voz temblaba levemente cuando dijo a la esclava:

— Dile a Partenis que está aquí Pitágoras.

Al oír este nombre la muchacha lanzó una exclamación y desapareció

hacia el interior de la casa.

Pitágoras entró tras ella. Atravesó la sala del umbral, el comedor

conocido y al abrir la puerta encristalada que daba al vestíbulo del patio, vio

que corría hacia él, insegura y tambaleante, una anciana con los brazos,

tendidos.

— ¡Madre! — exclamó Pitágoras, adelantando unos pasos. Madre e hijo

se unieron en un gran abrazo.

Partenis ahogaba el llanto, sin decir palabra. Su cuerpo, menguado por

los años, parecía más leve e insignificante, pegado a la recia corpulencia del

hijo maduro.

A las voces de la joven esclava, fueron acudiendo la hermana de su

madre, un poco más joven que ella, los esclavos, los vecinos.

Pitágoras, en posesión de un gran dominio de sí mismo, apartó

suavemente a su madre y la contempló un instante. Fue reconstruyendo

ávidamente aquel semblante marchito, pero todavía noble y hermoso.

A través del velo de las lágrimas recordó, bajo la gran mata del pelo

cano, aquellos hermosos ojos, siempre presentes a su imaginación a cada luna

llena. Nunca había dejado de evocarlos, a lo largo de su peregrinación, con

tierna fidelidad.

Partenis le habló entonces con una dulce y lejana vocecita de niña:

— Hijo mío, sabía que volverías... Sólo yo lo sabía. Nunca dudé de que

volverías. Cuando mi esperanza decaía, el coloquio silente de la luna llena me

renovaba cada vez la fe. Vivía con la esperanza de volverte a ver. No quería

morir sin estrecharte, de nuevo, en mis brazos...

Pitágoras se instaló en su antigua morada llenando el deprimido

ambiente de nueva alegría. Sentía hacia su madre el deber de aquella especie

de renovada infantilidad. Día a día, la veía rejuvenecerse bajo su mirada.

— Precipitaron la muerte de tu padre dos amarguras — le decía su

madre —. Tu ausencia y la creciente tiranía de Polícrates.

Supo que su primer maestro, Hermodamas, vivía aún, viejo ya, solo y

enfermo, perseguido por el tiránico régimen. Lo fue a visitar.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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— Siento una inmensa alegría de volverte a ver, Pitágoras — le dijo el

pedagogo, con voz débil y opaca. — Pero no debiste volver. Hoy no gobierna

la isla un legislador griego, sino un sátrapa asiático. Polícrates se ha

convertido, por su ambición, en el más cruel de los tiranos. Imperan ahora la

inmoralidad y el vicio entre las clases pudientes y la miseria más espantosa

entre los humildes. El terror ata todas las lenguas. La cultura decae. ¿Qué vas

a hacer en un país donde no hay justicia, ni clemencia, ni libertad?. Hacia

occidente, camino del sol, todavía Grecia conserva sus tradiciones libres...

Aquellas palabras le parecieron a Pitágoras una confirmación del

dictado que le conducía. Parecían un eco de las últimas palabras del anciano

sacerdote de Baal.

Realmente, un hombre de la categoría de Pitágoras, investido

conscientemente de una misión, no podía morar mucho tiempo en una isla

opresa.

Una noche tuvo un sueño decisivo. Soñó que él era un ave blanca. Se

vio planear en el aire, como impulsado por un poder invisible hacia el oeste,

siguiendo al sol. Vióse dejando tras sí la isla de Samos, cada vez más pequeña

desde su creciente altura. En su raudo vuelo sobre un mar de menudas islas,

vióse rozar la tierra ancha del Ida en Creta; luego la península del Peloponeso,

atravesar el istmo de Corinto, bordear el golfo y lanzarse como una flecha por

el mar Jónico en derechura a un ancho golfo de tierras lejanas e ignotas. Una

voz le decía entonces: “Aquí está tu nido”. Y despertó.

Trató de coordinar el significado de aquel sueño. Y decidió seguir la

insinuación del hado.

Antes, empero, quiso llevar a cabo un último intento. Fue a ver a

Polícrates, el viejo tirano. Su semblante se había endurecido como si fuera de

piedra. Lo recibió indiferente. Pitágoras puso en juego ante él su gran poder de

energía y convencimiento para llevarle otra vez por la senda del buen

gobernante, amado de sus súbditos. En un momento de vislumbre, frecuente

en él, le predijo al tirano su trágico fin.

Pero se dio cuenta de la falta de responsabilidad en aquel hombre

representativo y en los que lo rodeaban. El engranaje de aquel pequeño estado,

antes feliz y floreciente, estaba enmohecido. Nada podía hacer.

Le advirtieron de que se preparaban posibles reacciones en su daño.

La idea de la partida se le ofreció entonces como única conjetura.

Inmediatamente pensó en su madre. ¿Qué decisión tomaría?. Su destino,

en aquel momento, le parecía estrechamente vinculado al de ella. Y le habló

así:

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

50

— Deberíamos emigrar, madre. Deberíamos liquidarlo todo, abandonar

esta isla y buscar más propicia morada por las tierras libres de occidente.

— Hijo mío, — repuso con calma Partenis. — ¿Dónde iré yo con mis

años?. Sé que no es este lugar adecuado para ti. No podrías moverte ni actuar

sin convertirte en blanco del odio de los que mandan. Si tu misión es alejarte,

sólo te pido una cosa: que mi amor no te retenga un día...

La anciana pronunció aquellas palabras haciendo un inmenso esfuerzo.

Pitágoras lo comprendió. Y decidió abandonar el hogar y el país

imperceptiblemente, en silencio.

La ocasión no se hizo esperar. Una nave mercante, propiedad de un

antiguo amigo de su padre, zarpaba dentro de poco con mercadería destinada a

Creta. No le fue difícil lograr pasaje.

Embarcó una madrugada de las postrimerías del largo verano jónico.

El viento norteño, el Bóreas, soplaba fuerte a primeras horas del día.

Entonces era preciso un piloto experto para conducir la nave veloz por

entre el dédalo de islotes que afloraban en la superficie del mar Egeo.

Si el periplo de la nave era corto, de una jornada, el Noto, el viento sur,

la empujaba de noche devolviéndola indefectiblemente, en dirección opuesta,

al puerto de origen.

Cuando la ruta se prolongaba varias jornadas en dirección sur, era

preciso, al fenecer el día, oponerse a fuerza de remos al impulso del viento

contrario.

De este modo, al cabo de varios días de feliz navegación, arribó el navío

en que viajaba Pitágoras al antiguo puerto de Gnosos, capital de la gran isla de

Creta.

El aire salubre, la tradicional bonhomía de los cretenses, su riqueza,

temperada por una justiciera legislación, que a todos los ciudadanos favorecía,

su orden confiado, reconfortaron material y espiritualmente a Pitágoras.

Por una de estas curiosas disposiciones del buen hado que tan

ostensiblemente actúa para ciertas almas formadas, especialmente en el

decurso de los viajes, hizo allí en seguida amistad con Epiménides, poeta y

sacerdote, a la sazón mentor espiritual de la isla.

Bajo su guía y protección, le fueron abiertas, como iniciado, las puertas

secretas del famoso ádito subterráneo de Zeus, y conoció sus severos

Misterios.

Ascendió al Monte Ida y los dáctilos, los sacerdotes danzantes idanos,

le dieron a conocer sus ritos rítmicos catárticos, la música y los himnos, así

como los aromas consagrados, como la famoso planta cretense dictina, que

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

51

ejercía su trascendente influjo sobre los centros nerviosos y ocultos de los

presentes. También conoció allí el mecanismo y el entrenamiento de las

purificaciones cíclicas que él adoptaría más tarde en su sistema de pedagogía

integral, en el Instituto de Crotona.

De labios del anciano aprendió Pitágoras las sabias leyes de Minos, su

antiguo rey, famoso legislador y padre de la organización social de los estados

griegos.

En las misiones sacerdotales del anciano, pudo comprobar Pitágoras el

poder actuante de la virtud cuando se une a un profundo conocimiento y

dominio de las leyes ocultas de la naturaleza.

Vio por sí mismo aquellos hechos que la fama le atribuía: el ejercicio de

su voluntad sobre los elementos desviando el curso de las tempestades,

impetrando con éxito las lluvias en tiempo de sequía, purificando lugares,

cortando epidemias, sanando enfermos y sobre todo, derramando a manos

llenas, a todas horas, el influjo benéfico de su magnetismo personal.

El estudio de la legislación cretense despertó el máximo interés en

Pitágoras. Llevaba, como una herida en el alma, el reciente ejemplo del cruel

desgobierno de Samos. Por ello ansiaba llegar a las causas esenciales del buen

gobernar y buscaba afanosamente el enlace, las concomitancias de aquellas

justicieras leyes del divinizado monarca isleño con las prácticas de la

purificación y la cultura de los gobernados.

Llegó a la conclusión de que, sin el fundamento de una bien asentada

moralidad, sin una línea espiritual prefijada y sin la voluntaria aceptación de

sus beneficios, no podía haber auténtico ejercicio legislativo.

Decidido a llegar a una completa experiencia práctica y a ampliar sus

conocimientos en tal sentido, surcó de nuevo el mar rumbo al continente.

Al doblar la curva de la costa occidental de la isla de Citera, rica en

pinares y rosaledas, aparecía, profundo y cerrado por la pinza de dos recios

acantilados, el golfo de Laconia, al sur del Peloponeso.

Desde Cidón, lugar donde desembarcó Pitágoras, se dirigió, como en

cumplimiento de un rito tradicional, a la verde y cercana desembocadura del

Eurotas a cuyas aguas debía el pueblo espartano, según antigua fama, el

temple y la fortaleza.

Se zambulló en sus ondas frescas y luego remontó el curso del río por

sus bien cultivadas riberas hasta llegar a Esparta, la capital de la Laconia, que

daba la gente más dura y disciplinada de toda Grecia.

Alzábase la limpia ciudad en un inmenso valle, a la vera del río, y a la

sombra de la alta cordillera que presidía el Taigeto, de nevada cima.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

52

La “honda Lacedemonia” era famosa por su severa legislación, desde la

justiciera regencia de Licurgo.

Las leyes de Minos se habían hecho más viriles al enraizarse en el suelo

duro y ferruginoso de Esparta.

Allí encontró Pitágoras la mayor igualdad en las clases sociales. Todo

hombre poseía la formación guerrera. Todo tendía a alejar a sus habitantes de

la molicie y el afeminamiento. Licurgo quiso una raza sana, vigorosa y

resistente. Y para lograrlo, hizo obligatorio el más duro entrenamiento de la

juventud, tanto hombres como mujeres.

Nunca había contemplado Pitágoras doncellas como las espartanas. Casi

desnudas, pero castas, de carnes ceñidas y ágiles músculos, doradas por el sol,

templadas por los elementos, alegres y sanas de cuerpo y de espíritu, eran las

ideales progenitoras de aquellos varones fuertes, invencibles, de tan alabado

tesón y resistencia.

Licurgo hizo de los espartanos más destacados, cualquiera fuese su

cuna, una oligarquía de aristócratas. Parceló el país en porciones iguales.

Obligó a celebrar las comidas en común. La riqueza se hallaba

equitativamente repartida. El trabajo tenía preeminencia ante la ociosidad y el

lujo. El estado intervenía en todo, pero cada ciudadano tenía conciencia de que

participaba en el gobierno.

Con su fino instinto de catador de ambientes, pudo valorar Pitágoras los

elementos cualitativos de aquella organización, acaso excesivamente rigurosa

y unifacética, que daba preeminencia a la disciplina y a la formación militar

común, pero que ofrecía posibilidades de adaptación magníficas en un ensayo

de estado ideal bajo altas directrices pedagógicas, que se iba perfilando en su

mente de noble y audaz creador. De Esparta, le admiró, sobre todo, el fruto

moral del método de gobierno, el fraterno clima colectivo, la sobriedad, rica

en valores internos y el estoicismo de sus habitantes.

Eran un ejemplo, el de los espartanos, único en la historia. A los ojos

sagaces de Pitágoras aparecían sin embargo aquellas grandes virtudes como un

arma de dos filos. Calibró hasta dónde se puede llegar con el hábito de una

selección racial, una férrea disciplina y el encauzamiento del esfuerzo

colectivo. Pero también lo que tiene ello de posible contención de los valores

espirituales, de todo cuanto nace de la contemplación de un clima de belleza y

de amplitud mental libremente asimilado.

Su naturaleza de jonio, soñador y dulce, le permitían considerar como

espectador las características de aquel pueblo admirable y redondearlas y

pulirlas con un alto y completo criterio de iniciado.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

53

Antes de abandonar el Peloponeso visitó Pitágoras en Flios a uno de sus

más notorios monarcas, Leontes, quien al conocer su gran interés por los

sabios temas, acogió a Pitágoras como a un huésped de honor.

El ilustre samio halló en aquella alma condiciones propicias para la

expansión de sus elevadas teorías. Departió con él a propósito de profundas

verdades, de su concepto del hombre y de la vida, aprendidos a través de

largas experiencias y profundas meditaciones.

El interés de Leontes crecía ante la elocuencia de su interlocutor.

— Pocas veces depara la vida el honor de hospedar a un sabio como tú

— díjole, admirado.

— Yo no soy sabio, sino sólo “amante de la sabiduría”. Llámame, pues,

filósofo — replicó Pitágoras.

— Nunca había oído semejante palabra — contestó con súbito

entusiasmo el rey. — En verdad que con esta nueva definición sumas al

conocimiento posible de la sabiduría, la gran virtud de la humildad. Muchos

he conocido que se llamaban a sí mismos sabios. Pero nunca a nadie que, con

tales conocimientos, se diera la simple y bella denominación de enamorado de

la sabiduría. Con ello, abres sin duda nuevas posibilidades a la investigación

del hombre y del universo.

Su ansia de aprender, llevó a Pitágoras a través de la idílica Arcadia, de

valles tiernos y floridas praderas, propicias al pastoreo. Allí, entre bosques,

naranjos y limoneros, rodeado de inmensos rebaños de vacas y de ovejas que

pacían al son de las flautas armoniosas de los pastores, su oído se dulcificó.

Aprendió los misterios melódicos de la siringa, la flauta de Pan, que imitaba la

música de la naturaleza. La placentera sencillez de los arcadios halló suave

eco en su alma de soñador y de poeta.

Continuó su viaje hacia el norte en carros tirados por yuntas de bueyes,

y llegó a Corinto, la ciudad que presidía la entrada del istmo del Peloponeso.

De allí pasó a Eleusis, donde se hallaba emplazado el famoso santuario

consagrado a las dos grandes diosas Demeter y Perséfona.

La hermandad que regía tradicionalmente el templo y ordenaba los

Misterios, la familia de los Eumólpidas, recibió en su seno a Pitágoras merced

a sus probados merecimientos. Allí conoció la trama secreta de las pruebas y

rituales cósmicos y naturales, las esencias del mito profundo de las dos diosas,

interpretado según las claves iniciáticas. Conoció también el revestimiento

espectacular de los misterios menores adaptados a la comprensión popular.

Era el mes de Boedromion, la época de las cosechas.

La belleza de los festejos religiosos que entonces tenían lugar en el gran

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

54

escenario del Telesterión prendió en el alma de Pitágoras. Aquel lenguaje de

didáctica espiritual era el más adecuado a la naturaleza de los áticos, los más

finos entre todos los helenos. Allí se convenció el filósofo samio de la gran

palanca que representaba la espectacularización de una leyenda de trasfondo

tan humano y simbólico como era el drama de la madre que perdía a su hija.

Más allá de su significado trascendental y cósmico, la receptividad de los

espectadores se abría así a las grandes verdades a través de la plasmación

colectiva del elemento emotivo.

Una senda de cipreses enlazaba a Eleusis con Atenas. Por ella anduvo

Pitágoras para conocer las instituciones del pueblo más culto y refinado de

Grecia.

Su estancia coincidía con la celebración máxima de los atenienses: las

Panateneas. Toda la ciudad se agitaba en preparativos con miras a la

apoteósica celebración. Llegaban a la urbe múltiples extranjeros para

presenciarla.

Llegado el día de la gran procesión, Pitágoras pudo contemplar el alarde

de organización, el fasto y la belleza de aquella colectiva ascensión a la

Acrópolis donde se hallaba el santuario de Atenea, la diosa de la sabiduría,

protectora de la ciudad.

Precedían propiamente a la procesión los delegados de todas las

instituciones públicas a cuyo frente se hallaban los arcontes, con sus fastuosas

vestiduras de gala. Seguían luego los más hermosos ancianos electos. Tras

ellos, la comitiva gentil de las canéforas, las bellas doncellas ofrendadoras de

presentes con sus canastas doradas sobre la cabeza; los representantes de las

ciudades aliadas portadores de vasos y objetos de oro y plata cincelados; los

atletas con sus brillantes indumentos a pie, a caballo o montados en sus

cuadrigas. Y escoltada por los mejores guerreros, la galera sagrada sobre

ruedas en cuyo mástil lucía el nuevo velo que las vírgenes del Erecteo habían

bordado para la diosa. A la sagrada carroza seguía el pueblo, muchos de cuyos

jóvenes llevaban disfraces de faunos y de ninfas y danzaban al son de sus

instrumentos.

Pitágoras contempló admirado aquella nutrida manifestación pública

que era una síntesis de las mayores excelencias de los atenienses. Y pudo

comprobar cumplidamente el gran poder que tenía el fomento entre el pueblo,

del sentimiento sagrado de la belleza y sus alcances posibles.

Estudió Pitágoras en los días que siguieron, las costumbres y las

instituciones de cultura. Frecuentó el teatro, los templos, los gimnasios, los

baños públicos, el museo, el ágora. Departió con buen número de hombres

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

55

representativos. Estudió las leyes de Solón que regían la ciudad y que se

hallaban expuestas al pueblo en la Acrópolis grabadas en columnas giratorias.

Y admiró al gran estadista ateniense que obligó a que todos los ciudadanos

tuvieran un oficio, elevando así el trabajo a primer credo público.

El conocimiento de Atenas representaba para Pitágoras el mayor acicate

entre todas las experiencias de aquel viaje. La culta capital del Ática era como

la maestra que cincelaba el bloque en desbaste ya de su labor futura.

Del Ática, el bello país de las anchas riberas, pasó Pitágoras a Beocia y

bordeando el golfo de Corinto, llegó a la Fócida. Allí hizo hasta Delfos el

viaje en común con dos diputados áticos que iban al Concejo de las

Anfictionías, la gran institución político-religiosa de Grecia.

Durante el resto del trayecto, que hicieron en ligeros carros tirados por

ágiles corceles, pudo informarse el filósofo profusamente del funcionamiento

de aquel sin par organismo administrativo.

Eran las Anfictionías una confederación de estados y constituían el

estrecho nudo de la unidad griega.

Dos veces al año, en primavera y en otoño, cada estado de la

confederación enviaba a Delfos dos anfictiones o diputados elegidos entre los

mejores ciudadanos. En la liga anfictiónica se planteaban, debatían y

aprobaban toda índole de asuntos de interés patrio, desde las mejoras públicas

y los asuntos de equilibrio económico, hasta las bases éticas y culturales del

país. Allí se establecían las relaciones políticas y comerciales, de común

acuerdo, con todo el mundo. El auge, la frondosidad de la civilización griega,

tenía por raíz aquella tradicional institución vinculada a la común fe religiosa.

Su gran prestigio provenía de que sus reuniones se celebraban en el recinto del

santuario de Delfos que era, para todos los helenos, el corazón del mundo.

Bajo la protectora cercanía del dios de la luz, la inteligencia de los

hombres dispuestos al mejor servicio de la comunidad, se iluminaba. Los

reglamentos de los anfictiones eran sagrados como sus votos. Era general

creencia de que en sus trabajos y acuerdos, intervenía la divinidad.

Después de asistir como espectador a una de las asambleas

anfictiónicas, visitó Pitágoras a la comunidad sacerdotal del templo de Apolo.

Allí, Temistoclea, la famosa pitia deifica, lo acompañó como guía espiritual en

su peregrinación interna y le confirió el más alto galardón concedido a los

iniciados solares. Debido a su categoría, se abrieron para él los secretos del

santuario y le fue revelada la esencia esotérica de la doctrina. Puso él su

interés en conocer el simbolismo de los ritos, la naturaleza de las pitias, el

mecanismo de los oráculos y, especialmente, las fórmulas de interpretación

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

56

que le fueron confiadas.

Antes de despedirse, hizo Pitágoras renovada ofrenda íntima al dios a

cuyo servicio habían puesto sus padres su anunciada existencia. En la bella

imagen de Apolo, reverenció al cósmico sol oculto, el animador de todas las

religiones conocidas.

Aquel dios genérico de los helenos era el demiurgo, el mismo que vio

adorar en Egipto con el nombre de Osiris, en la India con el de Krishna, en

Persia con el de Ormuzd, en Caldea como Baal, en Fenicia como Anu.

Al salir del templo tomó al azar una de las rutas que conducían al monte

Parnaso, todo cubierto de olivos, de laureles y de mirtos en flor.

Al pie de una gruta velada de enredaderas se puso a soñar,

recapitulando la suma de sus recientes experiencias.

La última lección de su vida había intensificado en él al artista que

llevaba dentro. Atenas y Delfos y por último, aquel dulce remanso en el bello

solar de las Musas, llenaban su solitaria meditación como de ecos musicales y

de visiones resplandecientes. Formas y sonidos convergían en la síntesis

experimental de su alma como ofreciéndose a su poder de evocación y de

plasmación. Se sentía extrañamente, armoniosamente asistido. ¿Le rondaban

acaso las Musas creadoras?. El, hombre de fe, sabía que era un instrumento de

fuerzas superiores más conscientes.

Y confió más que nunca en su destino...

La tarde declinaba cuando se puso de nuevo en camino por la ladera

occidental de la montaña.

Unos pastores conducían sus rebaños al redil al son melodioso de sus

flautas.

Se detuvo y contempló el horizonte. Se ponía el sol. Una gran paz se

extendía sobre el mundo.

¿Dónde le conduciría ahora el dios de la luz?. ¿Hacia dónde dirigiría el

vuelo el ave agorera de su sueño?.

Debía seguir la ruta predestinada; la del sol. Siguió andando al azar por

las veredas occidentales de la montaña.

A las últimas luces del día, contempló la soberbia perspectiva del largo

canal que cerraba el golfo de Corinto y a lo lejos, el mar Jónico, ancho e

inmóvil, de un rosa metálico, como una plancha de cobre bruñido por las

nubes grana del poniente.

Al final del golfo, del etoliano puerto de Calidón, salían las naves hacia

la Magna Grecia.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

57

VI.- EL INSTITUTO PITAGÓRICO

Sibaris — Crotona — La Primera Siembra — El juicio —

Defensa de Pitágoras — El Montecillo de las Musas —

Erección del Edificio Escuela — Los Primeros Pitagóricos.

e todas las colonias griegas de occidente, era Sibaris el más

codiciado mercado de la Grecia metropolitana.

El lujo más desenfrenado imperaba en la urbe italiota de la Magna

Grecia cuando Pitágoras descendió del navío y puso pie en los atiborrados

muelles de la ciudad.

La vida fácil, el gobierno tolerante y democrático, la fertilidad del suelo,

la prosperidad de todas las fuentes naturales de riqueza y, sobre todo, la

afluencia de extranjeros ricos atraídos allí por la placidez y benignidad del

clima, coadyuvaron a fomentar la molicie y el vicio.

Se advertía en las gentes esa elegante condescendencia que justifica

todo desenfreno. Y como corolario de la laxitud propia de la hartura, un

escepticismo creciente. La religión era relegada a sus formas más

superficiales. El materialismo imperaba.

Pitágoras no podía adaptarse a aquel ambiente impuro. Trató por todos

los medios de analizar, a través de su percepción más sutil, las posibilidades

de reacción del medio a su alta doctrina. Y llegó a la conclusión de que toda

semilla caería en terreno estéril.

Decidió seguir su peregrinaje bordeando el litoral del sur de la

floreciente península itálica.

Llegó a Crotona, la urbe más próxima, pareja a Sibaris en importancia y

riqueza.

El golfo de Tarento dibujaba, con sus playas de oro, una amplia curva

precisa sobre el azul profundo del mar Jónico.

El cabo Laciniano, próximo a Crotona, resguardaba a la ciudad de las

tormentas marinas. Todo era apacible allí; el aire, el mar, el carácter de las

gentes.

Las tierras verdes, bien regadas por canales y riachuelos, ofrecían

cultivos ubérrimos. El suelo se hallaba bien repartido entre los crotoniotas. La

hermosura de los paisajes, las necesidades colmadas y el buen gobierno,

D

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

58

contribuían a la bondadosa índole de sus habitantes.

Pitágoras pensó que no era en vano la fama que pregonaba que el último

de los crotoniotas era el mejor de los griegos.

Su tradicional hospitalidad y sus virtudes naturales captaron desde el

instante de la llegada, la voluntad de Pitágoras.

Si bien iba cundiendo allí el ejemplo de los sibaritas, la afición al lujo y

a la molicie, los habitantes de Crotona eran más sencillos y más puros que

aquéllos y sentían inclinación natural por las cosas del espíritu.

Pitágoras percibió claramente que era aquél el ambiente propicio a la

expansión de su doctrina.

El emplazamiento y hermosura de la ciudad le cautivaron. Doquiera

hallaba Pitágoras caras risueñas y amables ofrecimientos. El aire salobre le

llenaba de vitalidad y de optimismo.

Decidió instalarse en Crotona. ¡Por fin el ave blanca de los altos

destinos había hallado el nido de sus sueños!.

Se mezcló entre todos los estamentos sociales y sembró en ellos a boleo

sus enseñanzas. En todas partes eran bien recibidas.

Poseía Pitágoras sobresalientemente las cualidades que más admiraban

los crotoniotas: la hermosura, el talento y la sencillez unidas a una

extraordinaria simpatía.

Cautivaba con su don de gentes. Fue pronto atraído, por sus raras dotes

oratorias, en los medios intelectuales y rectores. Su prestigio crecía día a día.

Entonces pensó en dar forma concreta a la suma de experiencias de su

pasado y al plan formulado para adaptarlas a la idiosincrasia helena. Era

llegada la hora de intentarlo.

Un día reunió a las mujeres en el templo de Hera Lacinia, que se alzaba

en la punta del acantilado próximo, a la vera del mar.

Inspirado por el genio de su misión, habló a las crotoniotas de la

necesidad de que abandonaran el nefasto ejemplo de las sibaritas. Díjoles que

la belleza verdadera dimanaba de la pureza y de la sencillez. Que la elegancia

reposaba en la armonía de todas las cualidades desenvueltas y apropiadamente

aplicadas. Que el mayor atractivo de la mujer era su bondad unida al cultivo

de su inteligencia. Despertó al numeroso auditorio femenino el ansia ferviente

de regeneración a través de un lenguaje cálido y convincente y las persuadió

de las ventajas del estudio y del trabajo, fuentes de sana alegría, alejándolas

así de la vagancia, madre de todos los vicios. Con gran elocuencia, las

responsabilizó de la alta misión de la mujer en la sociedad, especialmente a

través de la maternidad consciente. Por fin, las instó a la renuncia de tanto

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

59

adorno superfluo a trueque de las más valiosas galas del espíritu.

Las mujeres escuchaban con religiosidad y creciente interés a aquel

original predicador que desvelaba ante sus ojos con inusitado colorido, el

panorama de una nueva vida más completa, más feliz y hermosa.

Ganadas por los postulados pitagóricos, hicieron allí mismo,

colectivamente, ofrenda de sus joyas a la diosa. Y prometieron a Pitágoras su

ayuda para toda obra en que tratara de poner en práctica los ideales expuestos.

Prosiguiendo la línea trazada, reunió otro día a los hombres en el templo

de Apolo. E invocando la luz de la inteligencia al dios solar, les instó, con

verbo viril, entusiasta y vibrante, a que abandonaran las tentaciones

materiales, a que se apartaran de la crápula, de la vida muelle y vana, de la

codicia y del afán de atesorar riquezas en detrimento del equilibrio social y del

bienestar de sus conciudadanos. Hizo un llamamiento a la generosidad en

todas sus formas. Les aconsejó la práctica de los principios morales y

religiosos pero en forma racional e inteligente. Estimuló en ellos el ansia de

instruirse y al mismo tiempo, de practicar los métodos de una cultura física

integral basada en el acrecentamiento de la fuerza, de la resistencia y de la

belleza. Y por encima de todas estas consecuciones, les aconsejó el

desenvolvimiento de las facultades espirituales.

Desde entonces, el prestigio de Pitágoras creció de tal modo que,

dondequiera que se hallara, iban a su encuentro gentes de todas las categorías

para solicitar su orientación o para recabar su consejo y ayuda.

Esta fe general que iba despertando, aumentaba en su persona el

magnetismo radiante que poseía ya en tan gran medida. Un halo de simpatía y

de confianza le rodeaba. Era ya el ídolo de Crotona, el mentor de elección

espontánea, popular e indiscutible.

No dejaba esto de inquietar a los gobernantes y a los sacerdotes quienes,

desde la aparición de Pitágoras, sentían en cierto modo menoscabada su

representación, menguada su autoridad.

Llegaron algunos a atribuir a aquel extranjero que irrumpía de tal

manera en la vida pública, aviesas intenciones. Podía ser un ambicioso de

poder que enmascaraba sus propósitos con apariencias filantrópicas.

Y acordaron pedirle cuenta pública de sus intenciones.

El solo anuncio de este acontecimiento soliviantó los ánimos de los

ciudadanos que tantos beneficios allegaban de él.

Todo el pueblo de Crotona acudió a la interpelación del sabio jonio.

Llegado el día anunciado, compareció Pitágoras ante la tribuna en que

se hallaban representados todos los organismos de gobierno de la ciudad.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

60

Seguro de sí mismo, sonriente y sereno, confiado en el alto poder en

cuyo nombre obraba, esperó a que le interpelaran.

Cuando se hizo el silencio, el primer magistrado se levantó y dijo,

dirigiéndose a Pitágoras:

— El concejo que regenta esta ciudad y su sacerdocio, cuyos

organismos en este instante represento, se ve precisado a pedirte detallada

cuenta de tu proceder. ¿Qué te propones con tus reuniones y tus prédicas a la

juventud de Crotona?. ¿Qué fin persigues?.

Pitágoras respondió con su misma sencillez, concisión y seguridad

proverbiales, dirigiéndose, ora a sus jueces, ora a la excitada multitud

congregada:

— Erráis vosotros, investidos de cargos rectores, si suponéis que intento

socavar vuestra autoridad irrumpiendo en vuestras funciones de legítimo

gobierno. No ambiciono cargos, no deseo suplantar a nadie, sino llenar mis

deberes de ciudadano del mundo.

Si sois capaces de velar en verdad por los crotoniotas, ¿Qué hacéis para

impedir el descenso de la moralidad, pública, el auge de la degeneración, de la

enfermedad, del egoísmo en las clases pudientes, de la miseria en las

humildes?. Y vosotros, intérpretes de la divinidad — continuó señalando a los

sacerdotes — ¿Qué hacéis para ganar almas a la práctica de la virtud,

alejándolas del vicio creciente, de la irresponsabilidad, del escepticismo y de

la mala fe?. ¿Qué positivo bien hacéis a vuestros fieles?.

El pueblo me pide a mí porque todos vosotros sois incapaces de

responderle.

Pitágoras se iba convirtiendo de interpelado en interpelante. Su dominio

de la dialéctica le permitía usar el tono adecuado de la voz, el ademán preciso

y la frase justa que el momento requería.

Tuvo conciencia de que era llegado el momento decisivo. Y,

dirigiéndose al público que le escuchaba de pie, pendiente de su palabra, dijo:

— ¿Tienes algo que aducir en contra de mi conducta, pueblo de

Crotona?.

La multitud prorrumpió entonces en gritos y exclamaciones en favor de

Pitágoras manifestándose de manera creciente contra los jueces.

Estos, preocupados, deliberaron entre sí mientras el murmullo de la

multitud seguía.

Pitágoras, inmóvil, en actitud digna y serena, esperaba el resultado de

las deliberaciones.

Por fin, el primer magistrado se levantó y dijo con voz un tanto

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

61

insegura:

— ¿Qué remedios propones para estos males de nuestra sociedad que

has puesto de manifiesto?. Los aquí reunidos te invitamos amistosamente a

que lo hagas.

— Ante todo, la conveniente educación de la juventud. No basta que los

padres cuiden tiernamente de sus hijos en la infancia. No basta que el estado

les procure la primera enseñanza y haga obligatorios los ejercicios del

gimnasio. No basta que más tarde se dé a los hombres los cursos de

entrenamiento militar. En la hora crítica de la mocedad, cuando las pasiones

aparecen y la inteligencia creadora se despierta, cuando es más necesario el

cuidado y más difícil la formación integral de las jóvenes generaciones, tanto

los padres como el estado se desentienden de ellos y los abandonan, no a su

libre albedrío, que debe ser el resultado del orden interno y externo, sino al

libertinaje, aliado siempre de la inconciencia. Asistid como simples

ciudadanos a la plaza pública, asomaos a los hogares y veréis los resultados.

Entonces se levantó uno de los sacerdotes y con voz conmovida,

conciliadora y amable, dijo:

— Reconozco en ti a un enviado de los dioses. Pido al tribunal que

deponga al instante sus fueros y que, como simples ciudadanos, oigamos a

este hombre que ha venido a Crotona a enseñarnos a todos.

Acto seguido hizo uso de la palabra el magistrado y dijo:

— Extranjero, desde este momento te otorgamos la ciudadanía en

nuestro país. En virtud de ello, te rogamos que expongas libremente tus ideas.

Si son dignas de atención y ayuda, sumaremos todos nuestros esfuerzos para

llevarlas a buen término.

Hacía rato que Pitágoras esperaba aquella advenida coyuntura que tan

bien servía a sus propósitos.

Entonces, con tono dulce y a la vez enérgico y persuasivo, haciendo

gala de sus mejores dotes de orador, habló largamente a la sumada

concurrencia.

Bajo el hechizo de su perfecta oratoria se fueron descorriendo a la vista

interna de todos los presentes, sus panoramas iluminados.

Les habló de la posibilidad de erigir para el pueblo de Crotona y para

los que en él desearan acogerse, una Escuela-Internado de la que saldrían los

mejores hombres y mujeres de Grecia. En esta Institución ideal, se llevarían a

la práctica sus planes pedagógicos y sus doctrinas aprendidas y cimentadas a

través de muchos años de pruebas, de estudios, de viajes y de estancias entre

los más sabios y selectos núcleos humanos del mundo.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

62

Díjoles que era llegado el momento de la misión espiritual de Grecia.

Ella debía, en el porvenir, dar las normas a todo el occidente. Los más altos y

democráticos predicados sociales que la metrópoli y las colonias poseían,

debían enriquecerse con la más elevada aportación espiritual ofrecida a todos

aquellos que fueran capaces de asimilarla, practicarla y difundirla.

Era necesario crear en Grecia una autoselección de ciudadanos, (que

constituirían la auténtica clase rectora de la nación), agrupando a los hombres

y mujeres mejores.

La democracia no tiene valor — dijo por fin — si no anteponemos a

todas nuestras leyes la ley superior, la divina, y a ella no ajustamos los

preceptos prácticos de la vida integral. Hay que formar la verdadera

aristocracia de las almas. Sin adecuada levadura, no puede levantarse la masa

de la sociedad. Es, pues, necesario crear esta levadura humana educando

convenientemente a la juventud bien dotada.

Los dioses han elegido este lugar para ensayo de esta sociedad ideal.

Por su clima, por su ambiente, por la buena disposición de sus habitantes,

cábele a este país la primogenitura de la elección. Sepamos todos hacer honor

a la ofrenda de la divinidad al pueblo de Crotona.

En el auditorio, suspenso de la palabra del maestro jonio, iba creciendo

el entusiasmo. Su capacidad dialéctica, unida a la fuerza de su espiritualidad y

a su magnetismo radiante, lograron cumplidamente el objetivo apetecido. Se

afincaba cada vez más en el ánimo de todos la realidad de la obra entrevista y

sentían el ansia ferviente de colaborar en ella.

Como inmediato resultado a su peroración, los fondos comunales de la

ciudad abrieron sus arcas repletas para la construcción del gran Instituto

Pitagórico.

Todos los ciudadanos, sin distinción de clases, aportarían su esfuerzo

voluntario a aquella empresa de beneficio común.

A los pocos días, toda Crotona centralizaba su afán en competir el

alcance de sus dádivas en la fábrica que se estaba cimentando, puestas sus

esperanzas en la obra magnífica que debía anclar su ejemplo en lo hondo de

los venideros siglos.

Entre la alta comba saliente que formaba la punta del cabo Laciniano y

la ciudad de Crotona, se alzaba una suave colina toda cubierta de olivos y

cipreses.

Era un lugar tranquilo y risueño, al abrigo de los vientos. Un cielo

sereno y transparente lo cubría. Por su belleza, la tradición había consagrado

aquel lugar a las Musas.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

63

Por ello fue cedido para la fundación del templo y del recinto

pitagórico.

Había pasado mucho tiempo ya de aquella agitada reunión que derivó

en el formal planteamiento de la obra, ahora concluida.

En la cima de la colina se alzaba ya, espacioso y magnífico, con sus

elegantes líneas de arquitectura jónica, el edificio que debía albergar a la

mejor juventud de Crotona.

Hasta entonces, incansablemente, con una fe y un tesón admirable que

renovaba día a día la presencia de Pitágoras, se relevaron en el trabajo,

mancomunadamente, técnicos y operarios constructores, artistas estatuarios y

ciudadanos que en gran número se fueron turnando voluntariamente en el

trabajo de erección del edificio destinado a Instituto.

Desde la playa, un poco hacia el interior, se ascendía, a través de

umbrosas rampas arboladas, a una plazoleta rodeada de mirtos y de rosaledas

y de cuyo alto muro frontal brotaba una fuente de siete caños. Esta, pródiga

fuente perpetua, alimentaba un estanque semicircular bordeado de delfines de

mármol.

Adosados a ambos extremos del muro se hallaban dos amplios tramos

de escalinatas que daban acceso a las altiplanicies de los jardines próximos a

la terraza que rodeaba el edificio.

Desde este amplio mirador de la cima se oteaba un panorama

incomparable.

En frente, el mar, siempre tranquilo, dibujaba la dilatada curva del golfo

de Tarento.

A un lado, en el saliente del acantilado, se levantaba el templo de Hera

Lacinia, cuyo esbelto peristilo perfilaba el albor de sus columnas sobre el azul

profundo de las aguas.

Al otro, en la parte baja, junto a la playa de dorada arena, se extendía la

ciudad de Crotona, con su puerto siempre repleto de esbeltas naves,

semejantes a aves posadas, con sus avenidas de árboles, sus parques, sus

edificios públicos. En torno a ella, más allá de sus arrabales, tierra adentro,

diseminadas hasta el infinito, se divisaban multitud de villas de recreo y

alquerías, todas rodeadas de campos de labrantío o de huertas llenas de

frutales.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

64

Constaba la fachada del edificio pitagórico de tres cuerpos principales.

Ocupaba el centro el Templo de las Musas que constituía una gran rotonda

rodeada de columnas.

De este cuerpo central partían dos anchas alas de construcción

semicircular, bordeadas de pórticos.

A través de ellos se llegaba al interior, formado por una recia

construcción cuadrangular destinada a aulas de estudio, a biblioteca y a

laboratorio. En la parte posterior se encontraba el largo comedor común y las

viviendas particulares.

A un lado y a otro de este gran edificio que ocupaba toda la cima de la

colina, por la falda posterior, donde se iniciaba el declive y casi ocultos por la

frondosa arboleda, se erigían varios departamentos independientes destinados

a gimnasio, baños, talleres y almacenes. Descendiendo un poco más, ya en la

parte baja del montecillo y aprovechando una anfractuosidad del terreno, se

encontraban las graderías en semicírculo del teatro y en la base llana la

orquesta con su tímele central, el templete de la escena y las columnas

laterales sobre un fondo de arboledas.

En todo el recinto pitagórico crecían abundantes flores en parterres y en

grandes jarrones erguidos sobre pedestales. Aquí y allá, diseminados entre los

árboles del bosque o en las glorietas de los jardines, había multitud de estatuas

representativas de dioses y héroes, de genios de la mitología que encarnaban

las fuerzas actuantes de la naturaleza, y las efigies de grandes poetas,

legisladores y maestros de la humanidad.

Por el sendero bordeado de cipreses y de jóvenes tamarindos que

enlazaba la ciudad de Crotona con el Instituto pitagórico, avanzaba Pitágoras

acompañado de un grupo de discípulos de ambos sexos.

Era el mediodía soleado de un día festivo. El sol se tamizaba a trechos

entre las aristas de sombra cruzada y las ramas bajas de los arbolitos, de un

verde jocundo y tierno, sembrando la senda de lunares temblorosos.

Avanzaba el grupo lentamente hablando entre sí con visible animación.

Eran seis muchachos y cuatro doncellas escogidos entre los crotoniotas más

instruidos, probados a través de múltiples disciplinas, aleccionados bastamente

por el propio Pitágoras que andaba a la sazón entre ellos como un compañero

más, a pesar de su melena y su barba grises y de su sazonada madurez.

Daba el conjunto una sensación de diafanidad y de alegría mesurada.

Llevaban todos sus mejores atavíos de fiesta.

Las mujeres lucían mantos ricamente orlados, sandalias doradas y

sujetaban sus cabellos con cintas de colores en las que iban prendiendo en el

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

65

camino florecillas silvestres.

Entre los muchachos destacaba por su estatura elevada, por sus

ademanes vivos y por su afán de controversia, Lisis, el predilecto de Pitágoras.

Las mujeres departían con preferencia entre sí y guardaban silencio sólo

cuando el maestro hablaba.

Llevaba Pitágoras en la diestra la gran llave de entrada del Instituto, ya

completamente terminado y dispuesto para ser habitado. Acababa de serle

entregada, tras simple y emocionante ceremonia, por el elector de la ciudad en

nombre de las autoridades y del pueblo.

Detúvose un momento y con ambas manos la contempló con

satisfacción visible. Los discípulos lo rodearon más estrechamente. Sonrió él y

dijo, como hablando consigo mismo:

— Es curioso a veces considerar la distancia que media entre las

costumbres establecidas y los propósitos individuales.

— ¿A qué te refieres, Maestro?. — le preguntó Lisis.

— Esta llave es un doble símbolo — siguió Pitágoras en el mismo tono

y sin hacer caso aparente de la pregunta —. Genéricamente, como llave

común, representa el resguardo y por tanto, la afirmación de la propiedad

privada. Por otro, como objeto específico, patentiza el traspaso de una

magnífica vivienda a nuestra comunidad y el inicio del Instituto, nuestro hogar

futuro.

— Sin embargo, todos nosotros hemos aportado a la obra nuestra

herencia, nuestra fortuna individual — recalcó el discípulo.

— No olvides, Lisis, que el recuerdo de ciertos hechos nos retorna al

pasado. Y ahora vamos a empezar una vida nueva. Hemos de hacer renuncia

total de lo que tenemos y de lo que somos.

— Todos estamos dispuestos a consagrarnos a la obra y a seguirte —

intervino, tímidamente, deseando interpretar el sentir de todos, la hermosa

Teano.

— Yo quisiera que estuvierais todos tan enamorados de la sabiduría,

que sus dictados se hallaran como un código perpetuo, por encima siempre de

mi persona. Los hombres pasamos. Las verdades y la obra permanecen. Pero

tenéis que pensar que no todo el mundo está dispuesto a someterse, por amor a

la sabiduría, a las restricciones que supone la aceptación de las altas doctrinas

que han de presidir nuestra conducta de aquí en adelante, durante todas las

horas del día.

— Nosotros defenderemos al unísono la integridad de nuestro hogar y

lo haremos contra los posibles intrusos y aprovechados — intervino el

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

66

apasionado Lisis.

— ¿No crees mejor que nos propongamos defenderlo, ante todo, de

nosotros mismos? — respondió Pitágoras, dirigiendo a su discípulo una de

aquellas hondas y radiantes miradas que eran para todos ellos el mayor acicate

y el mayor estímulo —. El principal objeto de nuestro futuro hogar, en su

significación social y externa, es que su inviolabilidad la inspire el respeto a su

propia obra.

Llegaban al término del sendero y ya a pleno sol, lindaban, en la base

del montecillo de las Musas, con el seto que circundaba todo el recinto

pitagórico. Era la entrada una simple arcada de mármol. En lo alto acababa de

hacer grabar Pitágoras estas palabras: “No entren los profanos”.

Mostró con el dedo levantado a sus discípulos esta inscripción y díjoles:

— He , aquí nuestra única llave.

Luego, traspasando él solo el leve portal, enfrentóse a sus discípulos y

añadió en forma levemente imperativa y cortada:

— Permitidme que por esta vez me anticipe. Aguardadme en el

bosquecillo de pinos, junto a la playa.

Y ascendió por la rampa principal que daba acceso a la plazoleta donde

cantaba la fuente.

Mudos e inmóviles ante el arco del portal, obedientes al mandato, los

diez primeros discípulos de Pitágoras se quedaron alternativamente mirando el

lema de la entrada y la figura del maestro que se alejaba.

Sin comunicárselo entre sí, una duda asaltó el pensamiento de todos

aquellos jóvenes: ¿Se hallarían ellos entre los profanos?. ¿Les esperaban

nuevas pruebas y nuevos estudios?. ¿Qué requisitos les faltaban aún para su

ingreso?.

Obedeciendo al mandato, se dirigieron hacia el pinar cercano.

Cuando Pitágoras abrió con la gran llave la puerta del edificio, era la

hora que los astrólogos consagraban al sol.

Entró primero en el templo de las Musas, encendió una pira en el ara

central y quemó en ella unas resinas de ocultas propiedades que trajera del

templo de Caldea.

Cuando el humo perfumado llenó la estancia, invocó en voz alta,

siguiendo el ritual teúrgico de las purificaciones de los lugares, al espíritu de

Apolo, el dios solar y a sus hijas las Musas protectoras de aquel paraje y por

fin, a los nuevos lares de la Escuela.

Con un pequeño incensario fue recorriendo todas las dependencias,

impregnando todo el recinto de leve humo embalsamado mientras repetía las

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

67

fórmulas de invocación y realizaba los signos de ritual.

Terminada esta primera parte de la simple ceremonia, aspergió todas las

dependencias con agua previamente magnetizada atrayendo el concurso de los

espíritus de los elementos.

Investido de su poder sacerdotal, el lugar quedaba dispuesto, tras

aquella simple ceremonia, para la conveniente labor futura.

Cumplido este preliminar deber, salió del edificio sin cerrar las puertas.

Descendió la colina y se dirigió hacia el lugar donde lo esperaban sus

discípulos.

Los saludó a todos, expansivo y jovial. Su llegada devolvió el

optimismo a los jóvenes.

Inmediatamente avanzó solo Pitágoras hasta la misma orilla y, ante el

testimonio de ellos, que permanecían suspensos, arrojó con fuerza la llave del

Instituto al mar.

— En adelante — dijo, volviéndose — todo el quo desee entrar, deberá

hallarse en posesión de su propia llave interna. ¡Vamos!.

Y con un amplio gesto cordial y expansivo, tendió los brazos e impulsó

a los muchachos hacia adelante, tierra adentro.

Al poco rato, atravesaban juntos, alegremente, el portal del Instituto

Pitagórico y ascendían bajo la sombra de los altos cipreses que bordeaban la

senda.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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VII.- LAS PRUEBAS DE INGRESO

Interrogatorio Preliminar — Análisis Frenológico y

Fisiognómico — El Horóscopo — Observación del Maestro

— Reacciones en el Juego y la Danza — Comida en Común

— Las “Cavernas de las Apariciones” — El Aula Desierta y

los Problemas — Examen Definitivo — Comunidad de Bienes

— La Bienvenida.

l poco tiempo de su fundación, ya gozaba el Instituto Pitagórico

de singular prestigio.

Un halo de misterio, mezclado de admiración, envolvía aquel centro

docente comunal y ejemplar.

Esta fama oponía a todo candidato a su ingreso una especie de muro de

contención invisible. Pero nadie ignoraba que sus puertas se hallaban abiertas

a todo aspirante fervoroso, apto y sincero.

La primera selección de los pitagóricos se realizaba, pues, en forma

espontánea antes de franquear el portal que daba entrada al vasto recinto.

El lema, grabado en su dintel: “No entren los profanos” imponía un

creciente respeto a los curiosos.

Había trascendido al exterior, a través de juicios diversos, una leve

proyección de las pruebas preliminares a que se sometía al solicitante y del

difícil entrenamiento que las sucedía. Y esto sólo, ponía a la expectativa a los

tibios y hacía retroceder definitivamente a los apocados e ignorantes.

Aquel que, siguiendo el imperativo interior, decidía arrostrar el periodo

probatorio, franqueaba solo, desligado de toda compañía de parientes o

amigos, aquel poético y a la vez severo umbral.

Ya en la cima del montecillo de las Musas, se le invitaba a permanecer

en el amplio vestíbulo del Instituto Pitagórico.

Allí el nuevo candidato al ingreso era detenidamente observado e

interrogado respecto a sus intenciones y aspiraciones. Se le pedían especiales

informes sobre sus progenitores, sus antecedentes, su estado físico y sus

aptitudes y condiciones de vida.

Si esta primera exploración resultaba favorable, se le sometía ya a un

minucioso y detenido examen científico. A su estudio quirosófico,

A

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

69

fisiognómico y frenológico, seguía la erección de su mapa estelar de

nacimiento y la interpretación de su horóscopo. Por lo que a esta ciencia

fundamental se refiere, no se dejaba como esencial requisito, de consultar

también a las estrellas en el instante preciso de efectuar el pretendiente a

pitagórico su solicitud, ya que ello equivalía siempre a un segundo nacimiento

en el orden espiritual.

Pitágoras aplicaba en cierta medida a través de estas fórmulas certeras

para el conocimiento individual, las ciencias ocultas a cuyo examen él mismo

se vio sometido en Egipto como preliminar a las terribles pruebas que

siguieron y cuyo vencimiento lo elevó a la dignidad suprema de iniciado.

El conocimiento integral del individuo era muy importante para la

administración apropiada de la índole de los ejercicios probatorios que

seguirían si era aceptada la solicitud del joven o de la joven. Además, tendría

trascendencia y utilidad en sus estudios, especialización y profesión

posteriores, además de constituir en todo momento un índice valiosísimo en la

orientación interna del candidato que en último término era lo más esencial

dentro del método pedagógico instituido por Pitágoras.

Para que se manifestara con toda naturalidad, estas pruebas se

realizaban en forma progresiva. El candidato debía adquirir ante todo

confianza y hacer amistad con aquellos con quienes entraba en contacto y con

buen número de sus futuros compañeros, escolares probados y adiestrados ya

para esta misión.

Luego salían a pasear por los jardines y lo invitaban a visitar el

gimnasio, cuyo edificio, anexo al de los baños, se hallaba en el declive oriental

que miraba la ciudad, y su ámbito, abarcaba un dilatado terreno llano,

contiguo a la falda más suave de la colina de las Musas. Era aquél el campo de

Ares, el estadio rectangular donde tenían lugar, durante el buen tiempo, los

juegos y ejercicios al aire libre.

Bordeaban su perímetro estatuas de atletas en actitudes gímnicas.

Después de desnudarlo en el local y untarlo con aceite, se le hacían

practicar toda índole de ejercicios de entrenamiento en común. Luego, sobre la

pista enarenada, al aire libre, cubierto sólo con una breve túnica, realizaba con

sus compañeros las pruebas atléticas del pentatlón, consistente en los cinco

juegos fundamentales y reglamentarios: la carrera a pie, el lanzamiento del

disco, el lanzamiento del venablo, el salto y la lucha.

Según la índole y el resultado de las primeras experimentaciones, el

propio Pitágoras observaba, sin ser visto, las facultades del candidato no sólo a

través de ejercicios y pruebas físicos, sino de otra índole de reacciones

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

70

psíquicas.

Porque mediante los juegos y merced a acuerdos previos, se procuraba

que el candidato saliera vencedor. Entonces se le tributaban desmedidos

elogios para ver cómo soportaba la prueba de la gloria y la vanidad personal.

Más tarde, como contraste, se procuraba en otros ejercicios vencerle y

humillarle en una forma también desmedida e injusta. Los compañeros que

antes le ensalzaran, luego lo censuraban y escarnecían y por fin lo relegaban

temporalmente.

El contraste, los opuestos emotivos a que estas situaciones daban lugar

en el ánimo del neófito, eran un campo de experimentación inapreciable para

quien, como Pitágoras, poseía un desenvuelto grado de clarividencia y un

profundo conocimiento del alma humana. La forma de reaccionar era de por sí

un veto a su propio ingreso o bien una etapa vencida en el orden de las

pruebas establecidas.

Si se ensoberbecía, envalentonaba y endiosaba a través de los triunfos y

plácemes, considerándose superior a los demás y se manifestaba despótico con

sus compañeros, o por el contrario si se amilanaba o entristecía a consecuencia

de los fracasos, se le comunicaba que el primer deber del pitagórico era el

sentido práctico de la fraternidad, del autodominio, del buen temple de alma

revelados en la sencillez y la ecuanimidad.

Si a pesar de su fracaso en estas primeras pruebas demostraba especial

empeño en superarse y en su deseo de ingresar, se le rogaba que volviera a su

vida habitual y tratara de perfeccionarse en el seno de la sociedad y la familia

desenvolviendo con voluntad las cualidades que le faltaban para ello.

Pero si se manifestaba en todo momento sereno, impersonal y dueño de

sí mismo, indiferente tanto al halago como al vituperio, se le sometía entonces

a pruebas de mayor sutilidad.

Eran siempre estas pruebas una revelación de primer orden en lo

referente a la gama más fina y delicada de la naturaleza y sensibilidad del

griego: el arte.

Para ello se le hacía tomar parte en dos primordiales danzas: la guerrera

y la religiosa, que representaban los dos puntos extremos de este arte síntesis.

Era la danza en Grecia considerada como suma de todas las otras bellas

artes y el medio más eficaz para la manifestación de las más elevadas

cualidades del carácter así como revelación de la sensibilidad y las facultades

creadoras. Por su forma espectacular y coreográfica, por sus valores plásticos,

rítmicos y expresivos, por sus posibles exquisiteces líricas, era considerada la

danza, en unión de la poesía y la música, como el más eficaz de todos los

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

71

métodos educativos y de perfección de la raza.

Era la pírrica la danza guerrera de los dorios, el pueblo viril por

excelencia.

Por ello era considerada danza prototípica masculina esa ascensión a

arte y a belleza de la técnica militar. Ella permitía transferir a la paz, al orden,

al ritmo acusado, al valor, y al dominio personal, todas las ventajas de la

lucha.

Equipados los mozos con lucientes cascos y escudos, el gladio en la

diestra, descalzos y vestidos sólo con cortas túnicas de color púrpura, daban

comienzo a este bélico ejercicio rítmico al son de las trompetas, de los

címbalos y de los tambores. Entonces los pasos, saltos y movimientos

mimaban el orden de la batalla. Los enlaces, los conjuntos, los choques de las

armas, justos y medidos, hacían sonar, de acuerdo con la música de los

instrumentos, los escudos, los cascos, las espadas en conflicto, a través de los

simulados ataques, fijando las posiciones estratégicas preestablecidas en las

pausas.

La precisión del conjunto, los sonidos de percusión y sus ecos junto con

los vigorosos y esquematizados movimientos, repercutían de manera palmaria

en la psiquis de los ejecutantes. En el fragor de aquella danza manifestaban, si

las poseían, cualidades de táctica, de valor, de perspicacia, de sagacidad, de

dominio y de orden.

Por contraste a esta danza fuerte, plástica y movida que requería gran

dosis de resistencia y atención por parte dé los ejecutantes, tenía lugar la lenta

y armoniosa danza hiporquema en honor a Apolo que presidía los juegos de

los jóvenes.

Esta danza parsimoniosa, a la que se unían él canto y recitado de

himnos religiosos idóneos, se ejecutaba por lo común al son de las liras.

A través de las hieráticas hiporquemas se ponía de relieve el extremo

opuesto temperamental de los ejecutantes, o sea, los matices de suavidad,

método y delicadeza así como en cierto modo la disposición devocional y

sentimiento místico que en el otro orden del desenvolvimiento superior

consideraba Pitágoras de gran valor pedagógico.

Por ello prestaba el maestro especial atención en observar a sus

discípulos mientras danzaban, ya que confiaba especialmente en este arte

síntesis como valioso auxiliar de su sistema de educación integral del

individuo.

Transcurrido el tiempo consagrado a la danza, iban los muchachos a la

orilla del mar.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

72

De común acuerdo y cuando menos lo esperaba, zambullían por

sorpresa al novato en el agua y lo retenían allí un rato.

De esta prueba debía salir también sin protestas y con ánimo sereno si

mantenía la voluntad de triunfar.

Luego lo invitaban a una comida en común. En el transcurso de ella, sus

aficiones y maneras eran también consideradas. Se le interrogaba

amistosamente por lo que hacía referencia a sus manjares predilectos, al orden

y cantidad de ellos, a sus gustos y costumbres cotidianas en general.

A los postres, venían las pláticas, los ensayos de oratoria, los dichos

espontáneos que a menudo derivaban en polémicas en las que se ponía de

manifiesto la capacidad dialéctica, de improvisación, la manera de enfocar los

temas y las controversias, la agilidad mental, el ingenio, y las facultades

creadoras del aspirante.

Después salían de paseo por el jardín o por los alrededores. Era la hora

de las confesiones íntimas, de las anécdotas, de los chismes. Era una forma

sutil de invitar al aspirante a manifestar ciertas facetas subconscientes de su

carácter que tenían una gran importancia para el conocimiento y el trato

posterior de cada individuo confiado a la guía pitagórica.

El resto de la tarde se dedicaba a visitar la biblioteca, lo que constituía

un buen medio para poner de manifiesto las aficiones y la cultura del

aspirante.

Cuando llegaba la hora de la comida de la tarde, se le hacía pasar al

comedor sin invitarle esta vez a sentarse a la mesa. Entonces todos comían y

departían alegremente haciendo caso omiso de él. A hurtadillas, los

encargados de la prueba del novato lo observaban, tratando de, apreciar la

forma cómo reaccionaba a aquel extraño relego y al hambre.

Ya anochecido, uno de los discípulos mejor preparados conducía al

neófito a través de los pinares, siguiendo la orilla del mar, hacia la parte

escarpada y rocosa de la costa que conducía a la punta del cabo Laciniano en

cuya cima se alzaba el gran templo de Hera, la diosa protectora de Crotona.

Este arenoso y húmedo trayecto por la vera del mar conducía a un

paraje roqueño apenas transitado constituido por profundas grutas naturales

abiertas en la resquebrajadura de un saliente de la costa, casi a flor de agua.

Los habitantes del país consideraban aquel lugar, desde lejanos tiempos,

teatro de extrañas y espeluznantes leyendas. Creíase que habitaban aquellas

grutas genios elementarios, monstruos marinos, náyades y oceánidas que ya

amedrentaban, ya seducían al osado que se atrevía de noche a penetrar en sus

dominios.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

73

Este temor tradicional, iba unido a un extraño respeto por el lugar

mencionado, ya que era fama que tales espíritus de los elementos formaban

guardia nocturna para proteger de intrusos la morada de la diosa y la ciudad a

ella confiada.

Aquel lugar era comúnmente conocido por “Las Cavernas de las

Apariciones”.

El aspirante a pitagórico era conducido al fondo de una de tales

cavernas y se le obligaba a permanecer en ella toda la noche en vela hasta la

salida del sol, combatiendo los asaltos del miedo y haciendo examen de

conciencia.

Si el temor, las alucinaciones o las apariciones reales, que es fama que

de todo había, no hacían huir despavorido al neófito en esta dura prueba, cosa

que ocurría muy a menudo a los que habían salido triunfantes de las

anteriores, se le iba a buscar al amanecer del día siguiente.

Sus compañeros, entonces, le hacían contar con todo detalle sus

experiencias de la noche, que eran escuchadas y analizadas de acuerdo con las

normas preconizadas por el maestro.

En la mañana del mismo día, tenía lugar la última experiencia

probatoria, la decisiva para el ingreso.

En ayunas y sin haber dado lugar a que se repusiera de las emociones y

fatigas de la noche, se le encerraba en una celda solitaria y desnuda. Sólo

había en ella una gran pizarra adosada a la pared y un ánfora de agua.

En la pizarra se hallaban insertos unos difíciles teoremas de los

superiores grados de la enseñanza pitagórica y algunos de sus símbolos

interpretables a través de varios significados y que, en forma obscura,

encerraban los altos postulados esotéricos del maestro.

Se inscribía, por ejemplo, la siguiente sentencia:

“No ocultes el lugar de la antorcha”.

O esta otra:

“No cantes sino con auxilio de la lira”.

O bien:

“No te detengas en los límites”.

En la misma pizarra se hallaban dibujadas algunas figuras geométricas y

problemas matemáticos expuestos allí para su acertada solución.

El neófito permanecía encerrado en la celda durante unas horas que a él

se le antojaban interminables y angustiosas, ya que difícilmente, en el estado

en que se hallaba, podía formular acertadas soluciones.

Por fin, moral y físicamente decaído y desalentado, comparecía ante un

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

74

tribunal de exámenes.

Allí debía exponer el fruto de sus meditaciones, y se le recababa una

acertada solución a todos aquellos abstrusos problemas. Además, y como

corolario, debía objetivizarse a sí mismo como suma de las experiencias

físicas, morales e intelectuales y dar a los jueces el resultado de su autoexamen.

Sus palabras eran recibidas con jocosos comentarios y burlas de diversa

índole con el fin de ponerlo en ridículo y de apurar hasta el extremo límite su

paciencia, su voluntad, su tesón y la capacidad de su propósito de ingresar en

la comunidad pitagórica.

Era la prueba del amor propio.

Harto a menudo, sobreexcitado por el cúmulo de las emociones pasadas,

irritado por el hambre, el insomnio y la fatiga, no resistía el candidato aquel

aparato de trucos y vallas puestos adrede para obtener de él los suficientes

datos para su conocimiento y capacidades reales. Los escarnios, los

desprecios, las frases sutiles e irónicas, los comentarios hirientes, las agudas

observaciones, le hacían prorrumpir en explosiones de llanto o de ira,

reaccionando negativamente, deshaciéndose en improperios e insultos contra

sus jueces. En tal caso, el mismo candidato procedía a su expulsión

abandonando el recinto pitagórico.

Si por el contrario daba, muestras de estoicismo, de austeridad, de

equilibrado temple de alma y hacía caso omiso de los juicios e insultos

adversos, dominando la prueba del amor propio y tomando todas las anteriores

como elementos en su favor, manteniéndose inalterable ante las burlas y los

denuestos, y daba ejemplo de paciencia y voluntad de vencer, era felicitado

por sus compañeros y admitido en el seno de la fraternidad.

Desde aquel momento, todos sus bienes de herencia personal, si los

poseía, pasaban a formar parte de la comunidad. Con ello renunciaba al más

falaz de los derechos humanos: aquellos que no cuestan el esfuerzo ni la

aptitud de ganarlos. Si era pobre, se le admitía en las mismas condiciones que

los otros y tenía opción a idénticos derechos en la Escuela.

Pitágoras, que había seguido sin ser visto o a través de fidedignos

informes todas las incidencias del período de prueba del solicitante que había

salido vencedor en todas ellas, dirigía entonces la palabra al nuevo pitagórico.

Ante todo le explicaba el propósito y la finalidad ulterior de todos los

experimentos a que se había hallado sometido y su importancia a través de los

distintos grados de instrucción y en el desenvolvimiento integral del

individuo.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

75

Ante los ojos del triunfador, aparecían a la sazón, iluminados por la

palabra elocuente del maestro, los panoramas rientes y estimuladores de una

vida nueva bajo la luz de una superior conciencia y responsabilidad humanas.

Pitágoras daba al nuevo candidato las lecciones precisas, porque sabía

entonces en qué medida podía confiar en su nuevo discípulo. Conocía el

alcance de su inteligencia, el índice de su voluntad, sus capacidades más

delicadas, sus reacciones más sutiles. Sabía qué aptitudes lo adornaban, qué

cualidades poseía en latencia y en desarrollo, qué peligros y debilidades lo

circundaban. Sabía a ciencia cierta, qué estudios, qué juegos, qué plan de vida

eran más convenientes para su desenvolvimiento integral ulterior y qué

provecho podía, en fin, sacar la Escuela y la sociedad de aquel muchacho o

muchacha que desde aquel momento se confiaba a su superior formación.

Por todo ello, la plática de la admisión era, no sólo para el nuevo

candidato, sino para el auditorio de alumnos que la escuchaban, una ocasión

de ahondar en su doctrina práctica y de aprender a conocer todas las facetas de

la naturaleza humana a través de aquel hombre que tanto sabía del hombre

porque se hallaba investido por la divinidad.

Si el candidato a pitagórico era una mujer, la plática final del maestro se

realizaba con la misma sencilla aleccionadora ceremonia y sus frases tenían

idéntico objetivo y finalidad.

Sin embargo, conociendo él también como nadie la fina naturaleza de la

mujer, cuya misión y símbolo adoraba, había instituido las pruebas femeninas

en forma adecuada.

En su conjunto eran parecidas, como estructura, a las masculinas.

Los ejercicios y juegos gímnicos respondían en parte, debidamente

adaptados, al concepto que del desenvolvimiento físico femenino tenían los

espartanos. Pero con el auxilio de la música, dulcificaba, redondeándolos,

restándoles angularidad y rigidez, los gestos.

De las danzas femeninas eran eliminadas la pírrica o guerrera y se

substituía por la ditirámbica o dionisíaca, danza movida y exaltada, rica en

movimientos y en consecuciones plásticas. En ella las muchachas empuñaban

tirsos.

Pero las danzas más característicamente femeninas eran las de origen

jonio, las de infiltración oriental, suaves y amorosas, que contribuían en gran

medida al desenvolvimiento de los tiernos sentimientos y los naturales

encantos de la mujer.

El vencimiento del miedo se realizaba en ellas en forma más íntima, por

etapas y con muchos paliativos, si bien las otras pruebas revestían a menudo

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

76

complica das gamas de sutilidad y se intensificaba el índice de tentaciones

externas.

Sin embargo, dentro de un orden general, las pruebas se hallaban

establecidas en forma de educir, tanto en el hombre como en la mujer, las

condiciones atañentes no tanto al sexo, como a la individualidad, ya que

Pitágoras, educado en la superior escuela del ego, tenía por ideal humano el

andrógino, el ser humano completo.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

77

VIII.- LA VIDA EN EL INSTITUTO PITAGÓRICO

El Himno Matinal — La Meditación y el Silencio Colectivo

— Consagración Planetaria del Día — Mañana de Estudio —

Ejercicios Físicos y Recreo — El Ágape Comunal — Labores

Profesionales — Himno a la Puesta del Sol — Loa y

Profundidad de la Noche Pitagórica — Las Celebraciones.

ada mañana era, para los pitagóricos, una renovada ofrenda. Cada

aurora, una gema engastada en el espíritu de los que sabían con su

conducta glorificar el valor de la jornada.

Por eso, la primera hora del día era dedicada al sol, el dios de la vida y

de la luz.

La oración matinal era el primer ofertorio, el baño espiritual de belleza

y de armonía, el saludo del día. Aquel himno invocatorio en común era,

además, el lazo que unía en estrecha fraternidad a todos los pitagóricos.

Al amanecer se levantaban y después de las obligadas abluciones, se

reunían en la amplia terraza por la parte que daba al oriente.

Cuando el sol surgía, tierno y rosado entre las matinales brumas, sus

primeros rayos besaban por igual las copas de los árboles más altos del

montecillo de las Musas y a los jóvenes pitagóricos.

Entonces, hombres y mujeres entonaban a coro, acompañados de la lira

heptacorde, el himno órfico a Apolo, el dios solar:

“Ven a nosotros, Apolo bienaventurado, matador de

Pitón, el monstruo de la noche, con tu lira de oro”.

“Ardiente y puro, nos traes cada mañana la ofrenda de la

vida”.

“Tú diriges el curso armonioso del cosmos. Tú

contemplas el éter inmenso y la rica Tierra postrada”.

“Principio y fin de todas las cosas, tus raíces sagradas se

hallan en todo el universo”.

“Por ti florece todo. Regulas el espacio a los sones de tu

oculta lira y conduces armoniosamente por tu senda las razas

sucesivas de los hombres...”.

C

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

78

Después de la primera oración diurna venía la hora del general silencio.

La música y el canto habían llenado las almas de los pitagóricos de

armoniosa y dulce beatitud. Entonces se hallaban propicias al recogimiento.

El respeto a este precepto era algo sagrado entre los pitagóricos, que

rendían culto al silencio a lo largo de sus vidas.

Una inmensa paz, una profunda quietud no turbada más que por el piar

de los pájaros mañaneros y los murmullos de la naturaleza que despertaba, se

extendía entonces por todo el recinto.

Cada cual tenía libertad de cumplir este precepto de callada meditación

a su modo.

Quien se ausentaba, solitario, entre los árboles del bosquecillo. Quien

meditaba apoyado en la balaustrada de la terraza, cara al sol naciente. Quien

penetraba en la media luz recogida del templo de las Musas. Algunos

preferían recluirse en la intimidad cerrada de su propia celda.

Pero en aquella hora de absoluta quietud y de general introversión, del

aura del recinto pitagórico emanaba un fluido beatífico que se extendía en

torno y era como una bendición para el resto del día.

Para estos momentos de introversión, la ética pitagórica daba normas

que trazaban los cursos básicos y señeros del pensamiento disciplinado.

Eran aquellas meditaciones fuerzas conscientes, vinculadas a la tónica

universal. Ya que cada día, debía encauzarse la meditación individual hacia la

virtud correspondiente al astro-dios que lo presidía. Esta costumbre matinal

tan extraordinariamente salutífera y purificadora para la psiquis de aquella

ejemplar juventud, se imprimía también en la práctica de toda la jornada y

constituía el guión ético de la general conducta a manera de un placentero y

perdurado acto de sacrificio.

El silencio aquel equivalía, pues, a una plegaria práctica y consciente

que trascendía luego en todos los actos del pitagórico.

El día solar era fiesta porque en él se entronizaba el ciclo septenario de

la semana. La meditación matinal de este día se desenvolvía en torno a la

virtud expansiva, radiante y magnética, a la voluntad actuante y su

consecuencia, el poder y la fuerza resultantes de la armonía de todas las

facultades del individuo.

El segundo día, el lunar, era consagrado a la paciencia, a la dulzura, al

mayor bienestar del hogar comunal, a la maternidad y a todas las virtudes

femeninas y pasivas.

El tercer día era el de Ares, el dios bélico. La meditación era entonces

sobre las cualidades de la osadía, el cultivo del valor, de la fuerza, la

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

79

eliminación de todo miedo.

El cuarto se consagraba a Hermes, el mensajero de los dioses y se

meditaba en los distintos atributos de esta deidad que eran, especialmente,

todas las formas de relación, la amistad y el buen trato, así como el

planeamiento de estudios. También regía la vida en el más allá, puesto que era

Hermes el dios que conducía a las almas liberadas del cuerpo por los sutiles

mundos.

El quinto día se dedicaba a Jove y se meditaba en el valor de los

sacrificios, en la unificación y origen de todas las religiones, en el culto

universal o del espíritu, en la ascensión de la personalidad que separa, al ente

superior que une.

En el sexto día se consagraba la hora de la meditación a Afrodita, la

diosa del amor, y al desenvolvimiento de sus atributos, las cualidades de la

simpatía, de la dulzura, del cariño manifestado, de la amabilidad y de la

cortesía en todas sus formas. Era el día en que se prestaba mayor atención a

todas las delicadezas en el trato y en el pensamiento.

Era el séptimo el día de Cronos y se rendía tributo en él a alguna

máxima de sabiduría antigua, ya que era el dios que presidía la edad de oro.

Su virtud preferente era la continuidad, la comprensión y la perseverancia, así

como aquellas relacionadas con toda modalidad conservadora de la existencia

bien organizada.

Cada pitagórico, hombre o mujer, salía de esta meditación matinal

renovado interiormente. En ese proseguido culto al silencio, iban lentamente

quemándose y desapareciendo, como en una fragua de purificación, las

escorias de los días anteriores. Y en las jóvenes conciencias se iba

sedimentando el oro purísimo del espíritu.

Del silencio salía el pitagórico fortalecido y serenado.

Los más avanzados entre ellos oían en el silencio más claramente las

insinuaciones de su daimon-guía, la voz de la intuición o de la íntima

divinidad.

Después de las meditaciones venía el frugal desayuno consistente en

frutas, pan, leche y miel.

Entonces comenzaba la activa jornada pitagórica.

Las horas que seguían se dedicaban a los estudios, a las asignaturas del

curso respectivo, según las capacidades de los alumnos y la época del ingreso

en la Escuela. Arte, religión, ciencia y filosofía se hallaban debidamente

estructurados y dosificados para la comprensión progresiva de sus problemas

y enseñanzas, a base de un perfeccionado plan pedagógico experimental.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

80

En los grados primeros, la instrucción corría a cargo de los discípulos

más adelantados, preparados expresamente por el mismo Pitágoras para el

ejercicio de la maestría.

Esto formaba parte del plan de desenvolvimiento de los grados

superiores, porque ellos sabían que nunca se aprende tanto como cuando se

enseña.

Además, el ejercicio pedagógico desenvolvía grandemente las

cualidades de la paciencia, del ponderado equilibrio, la habilidad del método

expositivo rico siempre en iniciativas, la oratoria simple y comprensiva y,

sobre todo, el hábito de la concentración mental.

En los grados superiores de la enseñanza pitagórica, era el mismo

Maestro quien daba las lecciones.

Si corrientemente los cursos técnicos tenían lugar en las aulas

respectivas donde se hallaban los instrumentos y aparatos de experimentación

idóneos, cuando la enseñanza era simplemente oral, tenían a menudo lugar las

pláticas de Pitágoras al aire libre, ya que el maestro prefería siempre el

contacto y la colaboración de la naturaleza.

Entonces se reunía con sus discípulos en la terraza, bajo la sombra de

los árboles de la colina o más lejos, entre los pinares olorosos de yodo y de

resina, a la orilla del mar.

Era una visión encantadora la que ofrecía aquella pléyade de jóvenes de

ambos sexos, sanos, robustos y hermosos, vestidos con túnicas y peplos de

tonos claros, esparcidos en torno y siguiendo con la mirada inteligente y ávida

la palabra y el gesto armonioso del Maestro. De vez en cuando se les veía

tomar sus notas respectivas punzando con su estilo de metal reluciente la

tablilla de blanda cera sostenida sobre las rodillas. Tales anotaciones

constituían luego las directrices de los deberes y temas a desarrollar por el

discípulo y eran a menudo índices de preguntas e investigaciones y aun

motivos de polémicas posteriores entre los mismos condiscípulos.

Terminadas las clases de la mañana, dedicaban los pitagóricos un buen

rato a ejercicios gimnásticos progresivos, a juegos y danzas.

Pitágoras había instituido la costumbre de realizar todos los ejercicios

físicos con ayuda de la música, porque creía que ella suavizaba la brusquedad

de los movimientos, otorgaba majestad al gesto y armonizaba, a la par, el

cuerpo y el espíritu.

A los ejercicios integrales de entrenamiento, seguían el baño y el

masaje. En el buen tiempo, muchos preferían el ejercicio de la natación.

Luego el reposo o el libre asueto precedían al ágape comunal, el más

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

81

variado y copioso del día, que tenía lugar en el refectorio de la comunidad.

La comida era rica en elementos nutritivos a pesar de no contener

ningún producto de sacrificio animal. El pescado y la carne eran eliminados

por lo común del alimento del pitagórico, ya que Pitágoras, como iniciado,

seguía las directrices de la vida órfica, adaptada a la naturaleza de los griegos

de su época. Sabía el Maestro cuánto influía en el carácter del individuo la

índole de los alimentos que ingería y cuánto contribuía a la purificación

interior un régimen vegetariano, que no infería dolor a ser viviente alguno y

era sólo producto espontáneo de las dádivas de la naturaleza.

Este yantar consistía en legumbres y verduras, huevos y ensaladas, pan

integral, aceitunas, queso, frutas tiernas y secas y tortas de harina y miel.

Tampoco se tomaban alcoholes. Las bebidas consistían en agua natural y

zumos de frutas frescas del tiempo.

Antes de iniciar la comida, distribuidos los comensales por grupos en

amplios triclinios, por afinidades electivas, realizaban en común el ofertorio

de los manjares, según el rito sencillo y tradicional del hogar heleno y

terminaban con una acción de gracias.

Después de comer, tras un breve descanso, daban comienzo a los

trabajos manuales, a los oficios y a las labores respectivas de acuerdo con las

aptitudes y aficiones de cada cual.

La segunda parte de la tarde se destinaba al paseo y a las pláticas y

según los casos, a visitas dadas o recibidas, a intercambio de opiniones y a

ensayos oratorios sobre temas propuestos o espontáneos.

El que sentía afición por el cultivo de alguna de las bellas artes,

trabajaba en su respectivo taller y recibía las lecciones requeridas.

A la puesta del sol, todos los pitagóricos se reunían de nuevo en la

terraza, en la parte que miraba a occidente.

Y acompañando el canto coral con la lira, despedían al sol con el himno

órfico:

“¡Oh sol, Titán omnividente, que corres en tu carro de

fuego al fenecer el día y resplandeces por igual al engendrar la

mañana y al extender sobre la tierra la pacífica noche!.

“Moderador de los tiempos, ilumina y sé espejo de los

que te cantan, tú que diriges el curso armonioso del universo”.

A menudo, en las noches serenas, después de la postrera frugal comida,

gustaban algunos pitagóricos de contemplar el cielo y del estudio de los astros.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

82

En tales ocasiones, y como fruto de las magnificencias de la contemplación

celeste, resonaban espontáneos los himnos a la noche, al aire libre,

acompañados de la dulce cítara, de la flauta pastoril, de los exaltados címbalos

de múltiples ecos o de la gran arpa egipcia, de numerosas cuerdas y cuyos

acordes imitaban en el silencio la música de las esferas.

Entre aquellos himnos nocturnos, tenían preferencia los de Orfeo, aquel

que con su lira, la más melodiosa entre todas, domaba a las fieras y divinizaba

a los hombres.

Uno de ellos invocaba a los astros con estas dulces palabras:

“Astros uránicos, descendientes de la noche de obscuro

peplo: Vosotros, que os arremolináis en torno a su trono,

ígneos y resplandecientes y regentáis el dominio de las Moiras,

reveladoras de todos los destinos, mostradnos, a través de siete

rayos, la vía divina a todos los mortales”.

Después de estas jornadas plenas de sazón y de belleza, el descanso era

profundo en la mansión pitagórica.

En la alta noche, bajo la luz protectora de las estrellas, un grupo de

elegidos descansaba de los trabajos de la jornada sobre el montecillo de las

Musas, en un rincón de la Magna Grecia.

Pero en él tenían puestos los ojos los genios que dirigen el movimiento

ascendente de la humanidad. Para ellos resplandecía la morada pitagórica

como un faro de luz sobre la tierra obscura.

Este ritmo placentero, era a menudo alterado en la Escuela de Pitágoras.

Tenía también instituidos sus festejos públicos y privados a través de

aniversarios y solemnidades. Algunas de tales celebraciones eran adaptadas de

los misterios menores de los templos cuyos espectáculos rituales conocía

Pitágoras a través de sus viajes.

El maestro había previamente ajustado a la psicología juvenil y

optimista y al afilado sentido estético y racional de su raza, los más asequibles

de aquellos ritos.

Eran fiestas de arte, de alegría y de espiritualidad, cuyo simbolismo

podía ser comprendido e incorporado a la experiencia íntima de los

espectadores helenos, mediante el inmenso poder de la delectación que

procuraba la visión del espectáculo de belleza.

Los equinoccios, los solsticios, las lunaciones y los grandes

acontecimientos siderales ofrecidos por las conjunciones y aspectos mutuos de

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

83

los astros que Pitágoras sabía interpretar, canalizando mediante tales ritos el

influjo que de ellos se derivaba sobre la humanidad, eran frecuentes temas de

tales festejos.

Los más populares y externos tenían lugar en el teatro enclavado en la

falda de la colina. A algunos de tales espectáculos concurrían algunas

personalidades y aun público de Crotona. A veces llegaban invitados de

ciudades vecinas.

Pero aparte de esos espectáculos, se celebraban secretamente en el

Instituto Pitagórico ceremonias en las que sólo podían tomar parte los

discípulos iniciados, los herederos directos de la sabiduría del Maestro,

aquella que sólo podía ser confiada oralmente y después de múltiples pruebas

consecutivas.

Generalmente, tales celebraciones privadas tenían lugar en una cripta

subterránea, en la rotonda circular del Templo de las Musas, o en el recinto

vedado del aditum o santuario.

En el templo se efectuaban por lo común las danzas cíclicas, ya que su

construcción y perímetro se había levantado de acuerdo con esta función y

planeamiento.

Era admirable la consagración de aquella selecta juventud a tales

espectáculos. Ellos conocían no sólo la mecánica del rito, sino su oculta

finalidad. Al sentimiento estético, a la beatitud que procuraban, se unía la fe

en su irradiación, en su trascendencia benéfica. Oficiaban a conciencia porque

sabían que, en el transcurso del ritual, cada uno de ellos centralizaba un

celeste influjo y lo expandía en torno. Educados sus cuerpos y sus almas en las

leyes del ritmo, operaban la más sublime de las magias: la de la belleza y la de

la armonía que rigen el universo.

Pitágoras aleccionaba convenientemente a sus discípulos para tales

esotéricas celebraciones. La preparación física iba acompañada del

adiestramiento de los cuerpos sutiles en ellos. Las leyes superiores del hombre

y del cosmos, las verdades eternas de la ética trascendental, las reglas de la

sabiduría antigua, se iban imprimiendo así, insensiblemente, sirviendo al ideal

armónico de perfección, en las almas de aquella juventud capaz de hacer el

más elevado uso de las doctrinas.

En las danzas sagradas se intensificaba su natural belleza y majestad.

Diríase que en algunos momentos, el alma de los dioses, altos agentes

cósmicos, encarnaba en ellos. Aquellos ritos los divinizaban. Y ellos

experimentaban con naturalidad el magno fenómeno que es siempre la

finalidad última de todo ritual, cuando se ajusta a las corrientes vivas

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

84

universales.

De este modo, y siguiendo un plan completo de formación integral, se

desenvolvía la vida pitagórica.

En aquel punto diminuto de la tierra, en la Magna Grecia, una selección

de hombres y mujeres se preparaban para servir de injerto a la sociedad y

elevar el nivel de la vida griega.

Ellos darían al mundo el más alto ejemplo de elegancia y de hermosura

internas y externas. Su organización, como toda institución humana, tendría

un fin. Pero su influjo y su ideario, perdurarían a través de siglos y siglos.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

85

IX.- PRIMER GRADO DE LA ENSEÑANZA

LOS ACUSMÁTICOS

La Musa Tácita — Recepción y Bienvenida — Plática del

Maestro — Valor del Silencio — Deberes del Oyente — Los

“Versos Áureos” — Período de Purificación — Las

Asignaturas — Labores y Oficios — La Amistad Entre los

Pitagóricos.

n medio del umbral de la sala donde recibían sus lecciones los

alumnos de primer grado, se erguía de pie sobre un plinto, la

estatua de mármol de la Musa Tácita.

Era ésta la efigie de una hermosa mujer velada que, por todo atributo,

acercaba a los labios el índice de su mano derecha.

El día del ingreso del candidato al curso preparatorio, el mismo

Pitágoras acompañaba al alumno a la sala donde tendría lugar su enseñanza.

Antes de franquear el umbral, deteníase el maestro ante la estatua de la

Musa del Silencio y dirigía las siguientes palabras a su discípulo:

— Esta imagen no se apartará un instante de tu mente mientras dure el

período de tu noviciado. Ella te recordará el deber que contraes desde este

momento, de guardar el más riguroso silencio. No podrás nunca dirigir una

sola palabra a tus compañeros ni a tus instructores durante las clases y en las

horas de trabajo. En los ratos de asueto y descanso hablarás lo menos posible,

ciñéndote a lo indispensable. Desde este momento rendirás, pues, culto

constante al símbolo que esta Musa representa. Ella será la mentora de tu vida

mientras dure el período de instrucción en el primer grado preparatorio.

Amarás el silencio sobre todas las cosas. Observarás sin hacer nunca objeción

alguna. No preguntarás ni responderás. Pero tratarás en tu beneficio de

concentrar la atención en retener todo cuanto se te enseñe.

No te será concedido el privilegio de hablar en la Escuela hasta que tu

palabra valga más que el silencio a que te hallarás sometido como disciplina.

En tanto, tus palabras no sean justas, armoniosas y sabias y tengan el poder de

ayudar a los demás, te será más beneficioso callar. Observa bien este esencial

mandamiento: Callarás hasta que tu palabra merezca ser oída. Hasta que la

emitas como una dádiva para los dioses y para los hombres. Hasta que posea

E

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

86

su fuerza, su número y su música. Hasta que se halle, en fin, adiestrada en el

conocimiento y en la virtud, merced al ejercicio del silencio que esta Musa

representa y ensalza.

En tanto dure tu período de preparación, seguirás cumpliendo tus

deberes religiosos. Consagrarás a los dioses el fruto de tus meditaciones. Al

mismo tiempo, te irás familiarizando con las labores, artes, ciencias y oficios,

que se hallan bajo la advocación de las nueve musas bajo cuya protección se

halla este recinto. Pero sobre todas tus aptitudes, desenvolverás, a través del

silencio, las facultades de observación y retentiva. Piensa que la madre de las

Musas, Mnemosina, representa la memoria, así como Zeus, su padre, encarna

el poder-sabiduría.

A través del silencio, culto constante que rendirás a la décima Musa, la

Musa Tácita, cultivarás estas dos esenciales virtudes: la concentración mental

en los temas de la enseñanza, y la prudencia, consecuencia de la mesura.

Cuando te sea concedido el don de hablar, hallarás tú mismo el gran beneficio

de ese enriquecimiento. Entonces recibirás mis lecciones directas, no antes.

Con tales palabras, se despedía el Maestro del acusmático sin haber

traspasado el umbral del aula donde transcurriría su instrucción primaria

encargada a los más adelantados discípulos de Pitágoras.

El alumno, con los labios sellados, penetraba allí solo, dispuesto, ahora

que comprendía el significado de su período de silencio, a ser un perfecto

oyente.

Si las lecciones eran aprovechadas y si la conducta del novicio era

aprobada, al cabo de dos años, o sea, de dos cursos completos, pasaba a

formar parte de los discípulos internos del primer grado, período que

abarcaba, según las aptitudes del estudiante, de dos a tres años más.

Esta segunda fase del noviciado, aun en el grado de acusmático,

consistía en pasar al aula de los alumnos del segundo grado, los llamados

matemáticos, aquellos a quienes se había levantado ya el veto del silencio.

Pero en tanto no hubiera trascendido el período preparatorio, mientras fuera

acusmático, sólo podría entrar allí en calidad de oyente.

Mientras los discípulos más avanzados, sus compañeros matemáticos

tenían derecho a hablar, preguntar y expresarse, el acusmático debía seguir

manteniendo el mandamiento del más riguroso silencio. En tal período, podía,

sin embargo, escuchar, no sólo a sus instructores, sino también a sus

condiscípulos más adelantados y valorar, en la práctica, el fruto recogido por

ellos durante el primer período de su enseñanza preparatoria.

Los primeros cursos correspondientes al grado externo comprendían,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

87

además de todas las asignaturas que constituían la instrucción completa e

integral del pitagórico, aunque en su fase elemental, las normas morales dadas

por el Maestro en la primera parte, la más exotérica y preceptual, de sus

“Versos de Oro”. Tales “Versos” constituían la síntesis, clara y sencilla, de la

práctica de las virtudes esenciales a todo pitagórico.

Estaban escritos tales “Versos” en forma de lemas en lo alto de los

muros de la sala de enseñanza. Cada día, el instructor de turno los comentaba

por partes, adaptando su lección práctica a la comprensión de sus discípulos.

Además de esta forma didáctica o comentada de los “Versos de Oro”,

un coro los recitaba con acompañamiento de música, en forma cadenciosa,

para los acusmáticos. Así, el poder de su armonía penetraba directamente en el

alma expectante de los silenciosos que, sobre el conocido sentido ejemplar de

las máximas, asimilaban la belleza y la dulzura de su ritmo y de su cálida

eufonía.

Los “Versos Áureos” rezaban así:

“Honra ante todo a los dioses inmortales

de acuerdo con la ley. Rinde al juramento fe.

Respeta toda creencia. Consagra a los bienaventurados

seres de luz. Honra asimismo a todos los genios

terrestres, dándoles el debido culto.

Honra a tu padre, a tu madre

y a tus parientes próximos.

Elige entre los hombres por amigos

a los más destacados en virtud.

Cede siempre a sus dulces advertencias,

sigue el ejemplo de sus actos

útiles y honestos. Evita en cuanto puedas

repudiar a tu amigo por mínimas faltas.

Piensa que lo posible habita siempre

cerca de lo necesario*. Trata

de vencer todas las concupiscencias.

Sé sobrio en el comer. Vence del mismo modo

la pereza, la lujuria y la ira.

No te entregues nunca a actos reprobables

ante los demás ni ante ti mismo.

* Se refiere a la “Ley de Necesidad” que así denominaban los griegos el karma o ley de causa y efecto.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

88

Sobre todo, respétate. Observa la justicia

así en tus palabras como en tus acciones.

No adquieras la costumbre del desorden

ni actúes sin causa ni razón.

Reflexiona que el Hado ha dispuesto

nuestra muerte. Que los bienes externos

son inestables y nada seguros.

Y que las desgracias de la vida

vienen por voluntad divina.

Sufre con paciencia tu suerte, sea cual fuere,

y no te enojes nunca. Pero trata

de remediarla sin embargo en lo que puedas.

Piensa que el destino ahorra

muchos males a los comprensivos

y a los bondadosos. Discierne con cuidado

las opiniones de los demás, buenas o malas.

No las admitas fácilmente, ni presto las rechaces.

Cuando adviertas engaño, serenamente escucha

y practica la paciencia. No te dejes

seducir jamás por palabras ni por hechos

ajenos. No digas ni hagas nunca

cosas que te perjudiquen. Procura realizar aquello

que de veras conozcas. Pero esfuérzate

por aprender, ya que al estudio

acompaña la dicha. No descuides

jamás la salud de tu cuerpo. Dale con regla

alimento, bebida y ejercicio,

pero todo en debida mesura

para que nada te perjudique.

Acostúmbrate a vivir limpia y sencillamente,

sin lujos. Evita provocar la envidia.

No realices extemporáneos dispendios

propios de aquellos que no reflexionan.

Pero rehúye la avaricia y la mezquindad.

Ama el justo medio en todas las cosas.

Medita antes de obrar, aquello

que es más conveniente hacer.

Y no permitas que en la noche

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

89

cierre el sueño tus párpados,

sin examinar juiciosamente todas

las acciones del día. Pregúntate:

¿En qué habré faltado?. ¿Qué dejé de realizar

que debía haber hecho?.

Si en este estricto examen

hallas que obraste mal,

repréndete severamente. En cambio,

regocíjate de tus propios aciertos.

Practica bien estos consejos. Medítalos.

Ámalos con toda la fuerza de tu alma.

Que ellos te conducirán certeramente

por el sendero de la virtud divina”.

Esta primera parte, la más asequible, de los “Versos de Oro” de

Pitágoras, eran cantados una y otra vez, de modo que tanto la forma armoniosa

como los preceptos de su contenido penetraran poco a poco en los discípulos

del primer grado.

Toda su conducta, toda su vida, debían ajustarse a tales reglas mientras

durara el período de su purificación bajo el imperativo del silencio.

Los “Versos de Oro” eran a manera de un bálsamo de salud externa e

interna para el joven pitagórico.

No sólo los actos del acusmático, sino su apariencia, su expresión, sus

gestos, eran observados detenidamente en el decurso del largo período que

duraba su silencio.

Creían los discípulos avanzados, de acuerdo con las enseñanzas del

Maestro, que los actos, así como las palabras y más aún los pensamientos,

imprimen en nuestro cuerpo una huella inconfundible. Ellos nos modelan

lenta, pero seguramente.

Por ello y antes que los superiores conocimientos del pitagorismo les

pudieran ser revelados, era preciso que el cuerpo, las emociones y la mente del

alumno, como la copa de las consagraciones, se hallaran limpios y puros,

dignos de transparentar las aguas de la sabiduría.

Paralelamente a la asimilación de tales reglas de ética práctica, los

acusmáticos recibían lecciones de artes y ciencias, dosificadas y adaptadas a

su estado de comprensión.

La instrucción de orden intelectual o teórica comenzaba por tres

asignaturas fundamentales: la aritmética, la geometría y la música.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

90

Pitágoras había declarado estas tres asignaturas como las básicas de

toda su enseñanza.

Sobre el fundamento de estos conocimientos esenciales, se levantaba

luego el inmenso edificio de su sistema de educación integral.

Cada una de tales asignaturas se ampliaba y sub-dividía luego, en forma

escalonada, a medida de la capacidad y progreso del discípulo.

El conocimiento primario de los números o aritmética, el de las formas

simples o geometría y el de la música o armonía, constituían no sólo el

fundamento de la cultura externa del pitagórico, sino que eran los pilares

inconmovibles de toda formación posterior, ya que en tales asignaturas se

estructuraba la filosofía y el régimen de vida interna del iniciado en la

sabiduría. Ya que todo en el universo se basaba en ellas.

De todas las bellas artes, la más cultivada por los acusmáticos era la

gimnasia rítmica y la danza.

La danza era la suma de todas las demás artes. Además, creía Pitágoras

en su inmenso poder para la elevación interna del individuo, ya que constituye

el ritual perfecto de la belleza, cuando se ajusta a las leyes de la armonía

universal.

Al contenido plástico de la rítmica y la danza uníase su aportación

lírica, su cultura musical, su sentido esotérico y planetario aparte su inmenso

valor higiénico como gran forjadora de salud, de agilidad, de esbeltez,

proporción y hermosura. La danza, además era la maestra de la estatuaria. Ya

que el arte estática de la plástica debía encerrar la euritmia, el equilibrio de

masas del movimiento medido.

Pitágoras concedía un gran valor a la formación espiritual a través del

arte. La contemplación de la belleza crea en el individuo el hábito de todo lo

armónico que se va impregnando y asimilando en el alma.

A través de la cultura artística se lograba un gran avance en la

formación integral del pitagórico. Sabía el ilustre samio que el arte era una

magia positiva. Convenientemente administrado el cultivo de las artes bellas,

lograban, por traspasadura, por penetración sutil, que se manifestase la propia

deidad interna. En tal caso, era ella directamente la que operaba el progreso

del alumno naturalmente sensible.

Este proceso era siempre un misterio para el mismo acusmático y para

sus instructores. En la hora de dar el fruto, solía sorprender la eficacia y los

alcances conseguidos por este método sugerido de cultura artística.

Por ello tenían las bellas artes un lugar preferente en la formación del

pitagórico.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

91

Respecto a las ciencias, se prefería, ante todo, la enseñanza de las

naturales, que ponían al discípulo en contacto con las maravillas de la madre

Tierra. A tal fin, poseía el Instituto un museo de ciencias físicas y naturales,

así como laboratorios de investigación y granjas de cultivo.

El mundo circundante, con sus maravillosos y variados fenómenos, era

estudiado a través de la geología que experimentaba en los elementos

terrestres y sus secretos. De la zoología, que familiarizaba a los alumnos con

la naturaleza, costumbres e intimidad de los animales. De la botánica, que les

descubría esta inmensa hermandad vegetal que cubría la tierra en sus diversas

latitudes y climas, por familias.

El cultivo, también, de los productos de la tierra en huertas y jardines,

les daba a conocer prácticamente la naturaleza de las semillas, de los frutos y

las flores así como la utilización y elaboración de ciertos productos vegetales.

Paralelamente a tales trabajos de colaboración común en beneficio de la

Escuela, los alumnos y alumnas de primer grado practicaban labores manuales

propias de ambos sexos en los talleres respectivos, de acuerdo con sus

aptitudes y aficiones.

En tales talleres se elaboraban las prendas de uso de los mismos

pitagóricos y los utensilios y enseres de la Escuela y de sus viviendas, así

como toda índole de objetos de arte y adorno.

Todos estos trabajos en común, la forma de desenvolvimiento de los

estudios, la mancomunidad de ideales y el roce constante, fomentaban entre

los pitagóricos la más alta forma de amistad y confraternidad, que crecía a

medida del pulimento y progreso de cada individuo aislado.

Especialmente en los juegos, las danzas y el recreo, en las excursiones y

los paseos, el vínculo amistoso se iba intensificando insensiblemente día a día.

Este descubrimiento, la valoración de la gran dádiva del mutuo afecto, la

capacidad del amor y del gozoso sacrificio por el compañero se convertía,

andando los años, en el mayor estímulo, en el mayor halago de la convivencia

en la Escuela.

Esta capacidad de amor que el ideal mismo en común les despertaba,

habría de convertirse en el gran vínculo, en la poderosa fuerza de unión de la

fraternidad pitagórica que sería en los siglos venideros la fórmula más eficaz

de siembra y perduración de la doctrina.

Esta estrecha vinculación del sentimiento amoroso y fraterno, creaba

entre los pitagóricos un clima en el cual el gozo de toda virtud y de todo logro

individual era compartido, el hito de cada conocimiento transmitido como una

común riqueza y la hermosura y la elegancia de cada pitagórico, hombre o

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

92

mujer, admirados como una dádiva de los dioses hecha para el noble orgullo

de la Institución.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

93

X.- SEGUNDO GRADO

LOS MATEMÁTICOS

Día de Oro — Nacimiento de la Palabra — “Versos Áureos”

del Grado — Bienvenida al Matemático — Suma Ética del

Silencio — El Ciclo del Conocimiento — Símbolos Esenciales

del Pitagorismo.

os pitagóricos llamaban “día de oro” aquel en que Pitágoras daba

la bienvenida a los alumnos de segundo grado.

Siempre coincidía el fausto acontecimiento con la fiesta de un día solar.

Era fama entre los griegos que en la jornada que encabezaba el ciclo

septenario semanal, el sol tenía una luz y una irradiación distintas. El vínculo

entre el espíritu solar y el humano se estrechaba entonces misteriosamente,

merced a los enlaces de la vida humana con la vida de los astros.

Según las creencias del pitagorismo, en tales días, faustos para todo

memorable acontecimiento, la humanidad se halla más cerca del Padre

universal.

En verdad, aquel celebrado día de la ascensión del acusmático a la

inmediata categoría de matemático, nacía a la verdadera luz solar el

pitagórico, ya que participaba en el misterio y la comunión de la palabra.

Entonces empezaba para él el período de derecho en la Escuela.

En adelante recibiría las lecciones directas del Maestro y podría ya

tomar parte en los trabajos ejecutivos como en los directivos si manifestaba

aptitudes para ello.

Era costumbre que, a la hora señalada de la recepción, todos los

discípulos que cursaban el segundo grado, tanto varones como hembras,

fueran al encuentro de los recién llegados a su aula para darles la enhorabuena.

Amistosa y efusivamente los acompañaban hasta el lugar que tenían

designado en la sala, a la sazón adornada para el acto solemne de la recepción.

Allí, un coro de voces armoniosas cantaba para ellos, al compás de las

liras, los siguientes “Versos de Oro”, adaptados al estadio intelectual y moral

de los matemáticos del segundo grado de la enseñanza pitagórica:

L

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

94

“Juro por Aquel que ha transmitido

a nuestra alma la tétrada sagrada,

inmenso y puro símbolo

fuente de la naturaleza de perenne curso,

que no actuaré nunca sin antes

invocar la ayuda de los dioses”.

Este juramento lírico, debían repetirlo, conjuntamente con el coro, los

recién ingresados. Así la comunión de sus voces en el canto, era el primer

bautismo de su palabra recién nacida y armoniosa.

El solemne y simple recitado era como un fausto augurio y sellaba el

advenimiento del derecho de hablar.

La prez cantada era el compartido ofertorio, el simbolismo vivo de su

participación en la hermandad activa, en el derecho de ejercicio de las

facultades integrales del pitagórico.

Después del breve coral, los nuevos matemáticos eran invitados a

guardar silencio, a oír y a meditar en los “Versos” siguientes que los alumnos

más avanzados cantaban:

“Cuando hayas adquirido esta costumbre,

conocerás la constitución de los dioses inmortales

así como la de los hombres.

Sabrás cuáles son sus posibilidades

así como el medio que los contiene

y la divina ley que los une.

Conocerás en justicia la identidad

de todas las cosas del universo.

Y ya no esperarás lo que no te sea debido

porque nada en la tierra se te podrá ocultar”.

Tales estrofas, que oía por vez primera el pitagórico recién ingresado en

el grado segundo, interpretaban la oculta promesa del matemático.

No era ya los preceptos morales y las reglas de vida contenidas en los

“Versos” del primer grado y cuya teoría y práctica había asimilado en los años

de silencio.

Estos otros “Versos” implicaban, aunque de manera algo velada, lo que

la ciencia matemática iría revelando en el transcurso de la nueva enseñanza,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

95

tanto a su mente concreta como a su cada vez más desenvuelta capacidad

abstracta, ya bajo la guía directa de Pitágoras.

En el transcurso de las lecciones que comenzarían, de los comentarios

mutuos y de las pláticas del Maestro, los nuevos alumnos irían desentrañando

su sentido así exotérico como esotérico.

Pero su repetición cantada los haría llegar envueltos en alquimizadas y

sutiles formas de comprensión inefable merced a la magia de la armonía. De

este modo entrarían en su ser más hondo y se afincarían en el alma del

pitagórico y su mensaje, su experiencia, le penetrarían suave, pero

certeramente, incrustándose en su conciencia.

Al cesar los últimos prolongados acordes corales, se hacía un solemne

silencio general que el Maestro aprovechaba para impetrar de los dioses la

bendición sobre los recién llegados.

Rodeado de sus discípulos, de pie en la tribuna, se erguía, la figura

mayestática de Pitágoras que, con la faz levantada y los ojos entornados,

recibía las elevadas corrientes de las potestades invisibles que presiden

ocultamente toda solemnidad de alto significado celebrada en su nombre.

Al cabo de un rato, rompía el silencio dirigiendo la ponderada palabra a

sus discípulos que se hallaban pendientes de sus labios.

— Bienvenidos seáis en este hogar del conocimiento. Desde este

momento puedo llamaros “Hijos del Silencio” puesto que acabáis de

trascender la dilatada prueba de saber callar, una de las más arduas del

discipulado.

Pero esto no basta. En los cursos que ahora os esperan, revestidos de la

dignidad de matemáticos, esta augusta filiación tiene que granar en sabiduría.

De lo contrario, habríais sólo obtenido el silencio estéril de las piedras.

El pitagórico debe llegar al silencio positivo, articulando a través de él

todas las fuerzas de su pensamiento y de su radiante magnetismo. Sólo en este

caso se recibe en el silencio el privilegio de su acción benéfica. En sus aguas

tranquilas se halla la purificación de la humildad y de la reverencia.

Estas virtudes serán en adelante el firme soporte de vuestro progresivo

adelanto, de vuestro enriquecimiento interior. Porque en ningún caso, ni en la

superación del mayor logro, deberéis desecharlas.

No olvidéis nunca que la elegancia completa, la que dimana a la par del

cuerpo y del espíritu, es resultado de la serenidad, del equilibrio de todas

vuestras facultades y potencias. Y que la serenidad es la flor secreta de la

humildad y de la sencillez.

A través del hábito del silencio, aprende el pitagórico a escuchar.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

96

Primero las palabras, luego las vibraciones. Porque todo tiene un lenguaje en

la vida, aun lo que nos parece mudo. Todo habla al que es capaz de escuchar y

comprender. Y el lenguaje de la vida es el que sustenta mayor sabiduría. Pero

hemos de aprender a interpretarlo. Su verbo es un canto puro, una armonía

pura, ya que la vida es un don y un privilegio divino. Todo consiste en saber

hallar esta armonía.

Ahora empieza para vosotros, trascendido el período de preparación, el

ciclo de conocimiento.

No entenderíais en este sentido trascendente, a pesar de vuestro

adiestramiento en el silencio, si antes no conocierais.

A eso venís, engrosando las filas de los matemáticos.

Responsabilizados ya en lo que se refiere al valor de la palabra, deberéis

tender en todo momento, al hablar, a oficiar con ella. No lo olvidéis.

Así que, emplearéis el lenguaje como un afinado instrumento

armonioso. Sólo así penetrarán vuestras palabras en el alma de los que os

escuchen. Así crearéis con ellas música de pensamiento.

En estos años de abstinencia hablada, habéis aprendido ante todo a

valorar y a dar categoría al silencio. Ahora pondréis este silencio conquistado

al servicio de la expresión interior. De este modo, palabra y silencio

recobrarán al unísono para vosotros su más alta y noble categoría.

Sin embargo, os aconsejo que seáis siempre parcos en hablar.

Reflexionad antes de hacerlo. Compulsad el móvil de vuestra íntima intención.

Comprobad por anticipado si hay armonía en lo que vais a decir.

Cultivad la dulzura del lenguaje si queréis que sea una fuerza, si

anheláis que sea en verdad un medio eficaz de persuasión.

Pero antes que nada, sed verídicos. Únicamente la verdad da a la

palabra el poder de la lira de Orfeo. La palabra del pitagórico debe ser sagrada

como un juramento pronunciado ante el altar de un dios.

No pronunciéis jamás palabras vanas e inútiles. Son un dispendio de

energía, una falta de administración interna. Que todas las palabras que

pronunciéis en el día puedan resumirse en una inédita plegaria, grata a la

íntima deidad.

Pensad siempre antes de hablar si lo que vais a decir beneficia a alguien

o a vosotros mismos en el real sentido de la expresión, apartando a un lado

toda forma, aun la más sutil, de vanidad.

Yo experimento el regocijo profundo de vuestro ingreso aquí, como

discípulos directos míos.

Desde hoy, el ambiente del Instituto se enriquece con el sonido de

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

97

vuestra voz. Ello casi significa recuperaros en vuestra integridad consciente de

pitagóricos.

Tanto yo como mis allegados discípulos, esperamos que en adelante

haréis honor a la dignidad de matemáticos que en este momento os otorgo en

el sagrado nombre de los dioses.

Con esta breve peroración, quedaba admitido el alumno como escolar

del segundo grado. Entonces adquiría la facultad de oírse a sí mismo. Al

sumar su voz a la de sus compañeros, sentía al principio un asombro parecido

al que se experimenta al oír la música de un instrumento desconocido.

Entonces comprendía todo el beneficio de los años pasados en el

silencio. ¡Cuánto le habían enseñado!. ¡Cómo saboreaba ahora el privilegio de

hablar y cómo mesuraba sus palabras!.

Poco a poco, en este nuevo período consagrado a la adquisición de

superiores conocimientos, su lenguaje debía ir adquiriendo aquella fluidez y

aquel ritmo propio de la mesura y de la prudencia que hacen de la palabra del

sabio la mayor dádiva.

Allí iría aprendiendo las leyes de la eufonía, la estructura y capacidad

armoniosa del lenguaje, doble corona de la ya tan musical lengua griega.

Con el dominio y posesión del privilegio de saber hablar y de saber

callar, asimilaba el matemático la enseñanza fundamental del segundo grado:

la ciencia superior de los números que sostenía todo el armazón del edificio

interno del pitagorismo.

Del aspecto concreto de los cálculos y reglas aritméticas, pasaba el

estudiante a las matemáticas abstractas y de ellas a los símbolos o imágenes

filosóficas.

El conocimiento de los números abarcaba pues, desde su expresión más

simple y exotérica, hasta su más profundo significado: las leyes matemáticas

del universo.

En posesión ya de ciertas claves de interpretación, se relacionaban los

números con fuerzas cósmicas cuyo conocimiento y dominio permitían al

matemático emplear sus conocimientos en el porvenir con fines superiores.

Ellas le permitirían conocer al hombre en toda su vasta naturaleza, como un

microcosmos o mundo menor, así como el complejo medio de su

desenvolvimiento y el planeta que nos sustenta, hasta alcanzar las magnitudes

de la proyección macrocósmica dentro de los ámbitos universales.

Allí aprendía el matemático la correspondencia de los números con los

cuerpos geométricos, su símbolo y su interpretación correspondiente.

Aquella estructura lineal de las formas aprendida en el grado de

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

98

acusmático, adquiría ahora volumen y estado. Eran ya como representaciones

de cosas vivas, de verdades y de leyes permanentes.

— El uno es el principio de todo — decía Pitágoras —. Es el símbolo

de Dios. El uno es el germen del inmortal e infinito Espíritu, la causa eterna de

la que emanan todas las cosas temporales, visibles y sensibles.

Al manifestarse este Uno indivisible, se convierte en mónada, como una

extensión de sí mismo. Es entonces Dios manifestado, el Padre.

Entonces el uno halla su reflejo en el dos, los pares de opuestos, la

dualidad esencial, símbolo del Padre y de la Madre, y aparece la díada.

Del uno y del dos nace el tres que completa la tríada. Es la Trinidad

antropomórfica de todas las religiones: Padre, Madre e Hijo o Espíritu Santo.

El tres es el Hijo, el Avatar, la manifestación divina en el tiempo.

Con la tríada tenemos el símbolo primario, el triángulo equilátero, la

forma perfecta.

La tríada representa la continuidad de la vida.

Sucede al número tres el cuatro, la cifra básica, del mundo objetivo,

pilar de los elementos terrenos. Estos primeros números forman, al unirse, el

símbolo del cuaternario.

Manifestado este cuaternario en planos de extensión, cuando al sentido

del tiempo se une la realidad del espacio, aparece, con el cuaternario

elemental, la primera unidad corpórea, la forma volumétrica, el poliedro

simple, o sea, el tetraedro.

Si sumamos los cuatro primeros números, l + 2 + 3 + 4 obtendremos el

diez, la década sublime, el principio y fin de todas las cosas, el uno y el cero,

el punto y la circunferencia, cuerpo máximo y perfecto.

Del cuerpo simple — el cuaternario — llegamos, a través de su misma

suma simbólica, a la tetractis, el principio universal que le dio nacimiento.

El triángulo representa las tres cualidades o atributos de la divinidad,

cuyos correspondientes predicados ostentará como lema interno todo

pitagórico. Ved su esquema en este triángulo:

El vértice superior es el punto (el uno) que se convierte en mónada,

símbolo de la línea descendente. De la mónada nace la dualidad, (el dos)

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

99

punto desdoblado en la segunda línea, la díada.

Ambos brazos celestes tendidos hacia abajo señalan el comienzo de la

manifestación, necesariamente limitada, circunstanciada, formando otra línea,

(el tres) que une el extremo de ambos brazos descendentes.

Esta última línea, la que simboliza la continuidad, el hijo en la trinidad,

divina, es el horizonte o plano estable, la creación.

Si consideramos el mismo triángulo en su sentido cualitativo,

atribuiremos cada lado, respectivamente, a la Verdad, la Bondad y la Belleza,

correspondientes al Padre, la Madre y el Hijo.

Esa trinidad cualitativa tiene sus predominantes en la constitución

triangular de la misma sociedad en la forma siguiente: la Verdad preside la

ciencia, la Bondad la religión, la Belleza el arte en sus formas puras y

aplicadas.

Y completando lo antedicho en su sentido superior y universal,

añadiremos el simbolismo del Triángulo Pitagórico ya en su dimensión

seupercósmica en que la cualidad de la Verdad se traduce en Ley — ley

universal o suma de leyes —; la Bondad en Providencia — divina — y la

Belleza en Armonía.

LEY PROVIDENCIA

(Ciencia) (Religión)

VERDAD BONDAD

BELLEZA

(Arte)

ARMONÍA

De estas tres cualidades que, en su dinamismo puro, como vibración

podríamos definir también, respectivamente, como Energía, Sensibilidad y

Armonía, brotan las tres grandes ramas de las esenciales actividades humanas:

la Ciencia, derivada de la Verdad-Energía. La Religión, forma concreta del

ideal de Bondad-Sensibilidad. Y el Arte, consecuencia de la Belleza-Armonía.

De la trinidad pasaremos al cuaternario, representado como elemento de

volumen, como cuerpo primario simple en el tetraedro y cuyo símbolo

terrestre es el cuaternario.

Por otro lado, si como hemos dicho ya, de la suma de los primeros

cuatro números que lo componen obtendremos el 10, la década,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

100

representaremos a ésta con el diagrama síntesis de todas las verdades

humanas, terrestres y divinas, llamado triángulo pitagórico de los diez puntos

inscritos, suma de todas las sabidurías:

.

. .

. . .

. . . .

La circunferencia, el cero, el infinito, con el punto central, el uno,

principio y fin a la vez, integran el triángulo con su triple interpretación

representada por los nueve puntos (las nueve unidades o números simples).

La interpretación de este símbolo puede realizarse a través de múltiples

y misteriosas claves, que no están ahora al alcance de vuestra capacidad.

Actualmente estamos empleando sólo la primera de ellas: la numérica o

matemática.

Siguiendo el análisis filosófico del simbolismo de los números simples,

a partir del cuatro, nos encontramos con que el cinco es la representación

genuina del hombre.

El hombre, en su origen, es una pentalfa, una estrella de cinco puntas:

Es el quinario glorificado, el ser perfecto, con los brazos tendidos en

señal de fraternidad a todo cuanto le rodea. Esta actitud es también símbolo de

sacrificio, de acto sagrado, ya que el que ama y siente la fraternidad, comparte

con sus hermanos la dádiva celeste. Es el sacrificio del banquete de los dioses,

en su acepción mística. Es partir el néctar y la ambrosía de los liberados cuya

dulzura no es más que la suma espiritual de muchas amarguras superadas. Es,

también, el famoso Número de Oro de los cabalistas.

Si la interpretación de los dos brazos horizontales equivale al oriente y

occidente de la estrella de cinco puntas o pentalfa, las dos inferiores, equivalen

a las dos piernas humanas, en este caso separadas, indicio de marcha, de

evolución.

El número siguiente, el seis, representa el doble triángulo enlazado. El

superior es el positivo cuyo vértice se dirige hacia lo alto. El inferior o

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

101

negativo, posee el vértice dirigido hacia abajo. Es la divinidad contemplando

su reflejo invertido en las aguas de la manifestación.

El siete se transforma en el septenario divino, símbolo a la vez del

hombre y del universo. Es el ser humano como microcosmos, el individuo

completo, perfecto, el andrógino, que aúna las experiencias masculinofemeninas.

Tal es el ser evolucionado que integra ya en sí los reflejos o

cualidades distintivas de los siete planetas, el septenario celeste. A través del

tiempo, ascendiendo en la evolución, ha trascendido los principios inferiores,

el cuaternario de la materia, mediante la trinidad superior o divina, que,

potencialmente, todos somos susceptibles de alcanzar puesto que la poseemos

en estado latente.

El ocho, el doble cuadrado, ha sido llamado el símbolo de la pureza ya

que, mediante esta virtud, los cuatro elementos inferiores del hombre se

transfieren al trascenderse, a su fuerza, a su elevada potencia. Es el óctuplo

poder. Es el óctuple sendero del budismo, o sea, el siete sagrado de la

iniciación planetaria, más la liberación, la superación de toda prueba o senda.

El nueve es la triple trinidad, la tres veces grande deidad del cosmos.

Nuestra religión le ha dado la forma esotérica de las nueve hijas de Zeus, las

Musas divinas, cuyo simbolismo es mucho más profundo y abstracto del que

comúnmente se imagina el profano.

A través de estas enseñanzas, que, partiendo de la más concreta raíz del

conocimiento, los números, se remontaba a las más elevadas abstracciones del

pensamiento filosófico, las graduales teorías de Pitágoras iban abriendo

nuevos surcos de luz en el alma de sus discípulos.

Su palabra devenía como riego de otras pródigas aguas de sabiduría en

el fértil campo intelectual y moral. A través de la escala de las matemáticas

llegaban de este modo a las puertas de la Teofanía.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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XI.- TERCER GRADO

LA TEOFANÍA

El Misticismo Pitagórico y el Hieros Logos — Axioma

Hermético — En el Templo de las Musas — Naturaleza de

las Diez Deidades — Pláticas y Coral — La Tríada de los

Misterios Griegos — La Triple Némesis — Las Tres Parcas

— El Misterio de la Muerte — La Reencarnación a Través

del Mito Griego — La Anastasis, Fin de la Iniciación — Los

Trasgresores de la Ley.

l pitagórico que culminaba todas las asignaturas del segundo

grado, entraba en la fase del desenvolvimiento de la mente

abstracta.

Como consecuencia, se abrían para él horizontes infinitos ya que,

superados los conocimientos básicos de los grados preparatorios, llegaba

ininterrumpidamente a otros métodos superiores de desenvolvimiento.

Entonces su alma se abría como una flor a la contemplación de las leyendas

explicadas a través de las clases iniciáticas.

De hecho, empezaba entonces para el pitagórico, con la Teofanía, el

proceso místico.

Comprendía ella la revelación esotérica no sólo de los mitos, sino de

otras profundas verdades de ellos derivadas. Merced a una dosificada y

progresiva ordenación de muchas materias que constituían el fondo secreto de

los Misterios religiosos, pudo escribir Pitágoras su famoso manuscrito

conocido como el Hieros Logos o Palabra Sagrada.

Era este tratado a manera de guión didáctico de sus cursos superiores.

La primera parte se hallaba dedicada al grado teofánico.

Este precioso manuscrito contenía todos los símbolos explicados así

como la alta filosofía que encerraban. Multitud de leyendas religiosas

aparecían en él a la luz traducida de la verdad iniciática. Era, en fin, la suma

de los conocimientos asimilados por Pitágoras durante toda su vida y el

resumen de las experiencias de sus viajes y estancias en las sedes de la oculta

sabiduría de su época.

Siguiendo, pues, las normas diseñadas en su Hieros Logos, estructuraba

E

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

103

Pitágoras las progresivas lecciones a sus discípulos durante el período

teofánico y el siguiente.

En cuanto a los temas a tratar y a sus apropiadas circunstancias, seguía

el Maestro también, a ejemplo de los sabios egipcios y caldeos, las

insinuaciones de las estrellas.

De acuerdo con el axioma de Hermes: “Como arriba, así es abajo”,

Pitágoras hacía confluir siempre sus actos y labores, como los de sus

discípulos, dentro del ritmo de las corrientes universales, merced a su

profundo conocimiento del firmamento y de sus leyes operativas.

El inicio de la Teofanía iba siempre precedido de una solemnidad

religiosa, ya que en el fondo, inicio religioso era la fase en que entraba a la

sazón el pitagórico.

Generalmente, ese momento culminar, ese bautismo espiritual, se

efectuaba de acuerdo con las insinuaciones de los astros propicios, en la cripta

subterránea, en contacto con el magnetismo terrestre y que se hallaba

excavada en las mismas profundidades del Templo de las Musas.

Esta simple ceremonia de ingreso al tercer grado, marcaba huellas

indelebles en el alma del pitagórico porque tenía un carácter esencialmente

esotérico y operaba su influjo en su naturaleza interna.

Los conocimientos asimilados desde el ingreso en la escuela, entraban

entonces en un período de realización. El discípulo debía operar en sí mismo a

través de aquellos materiales pacientemente almacenados, la transformación y

la ascensión a un estado de mayor florecimiento.

La recepción se realizaba en el Templo de las Musas, en el cuerpo

central y circular del edificio, en el corazón del Instituto, donde el Padre de los

dioses se encarnaba en los símbolos esenciales de las asignaturas pitagóricas

personificadas en sus hijas, las Musas.

Pero si ellas representaban en lo concreto las distintas actividades de los

trabajos del pitagórico, en lo abstracto devenían estados y facultades de un

orden que el vulgo desconocía.

Formaban las estatuas de mármol de las nueve diosas un triple triángulo

y se hallaban distribuidas en torno del ámbito interior del templo, también de

forma circular, rodeado de esbeltas columnas jónicas.

En el centro se erguía la imagen velada de Hestia, la diosa guardiana del

fuego divino. Ante ella, perpetuamente, ardía la pira sobre el ara propicia.

Después del himno vespertino, cuando en la paz solemne del anochecer

se encendían en el cielo las primeras estrellas, penetraban en el Templo y en

religioso silencio los discípulos, hombres y mujeres, que acababan de

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

104

trascender al grado de matemáticos.

El himno al sol poniente resonaba aún en sus oídos. Era para ellos aquel

día la despedida armoniosa a una fase trascendida de la disciplina pitagórica.

En la mañana siguiente despertarían, con el dios de la luz, a la vida

teofánica.

En la semipenumbra del Templo, las estatuas de las nueve Musas,

erguidas sobre sus pedestales, parecían dar la bienvenida a los pitagóricos

reunidos en su morada, acogidos en torno a sus imágenes.

Tras ellos aparecía en el sagrado recinto Pitágoras vestido con alba

túnica y seguido de algunos de sus discípulos más avanzados.

El Maestro se situaba en el centro, a los pies de Hestia, la diosa velada,

frente al ara sobre la que ardía una pira.

Entonces los discípulos que lo acompañaban formaban estrecho círculo

en torno a la diosa central, detrás y a ambos lados del Maestro.

De pie, erguido y majestuoso, elevaba Pitágoras la noble faz iluminada

desde abajo por los ígneos reflejos de la llama, concentrábase unos momentos

y daba comienzo, con voz queda y pausada, a sus palabras de bienvenida a los

alumnos del tercer grado.

Aquella plática era a la par una exaltación del misterio teofánico o sea,

una exaltación del elemento divino actuante en nuestras vidas y un programa

anticipado de las actividades que aguardaban a los jóvenes advenidos.

— Os halláis desde este momento — comenzaba — bajo el amparo y la

guía directa de las diosas. Ante vosotros irán cayendo, uno tras otro, los velos

que las cubren a vuestra comprensión. En su nombre, pues, os recibo en este

santuario. Que bajo su divina advocación os sea propicia esta nueva etapa del

sendero.

Hestia, la guardiana del fuego del hogar para los profanos — decía,

volviéndose y mostrando la imagen de la diosa velada que se hallaba tras él —

será para vosotros, desde ahora, la encarnación del espíritu del fuego cósmico,

la vida del universo manifestada como poder maternal, providencial y

benéfico en vuestras vidas de incipientes conocedores de sus misterios. A ella

invocaréis en vuestras preces conscientes, ya que ella completa y resume la

década divina, con las nueve Musas aquí presentes.

La Musa Tácita es a manera de doble velado de Hestia. Si aquélla era el

silencio, ésta representa la lengua de llama, el verbo puro, la palabra operante

como fuerza viva del pensamiento.

Para vosotros, purificados en el silencio y ejercitados en la palabra

consciente, Hestia representa el culto que debéis a toda forma de actividad

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

105

creadora y purificadora. Tal es el símbolo de este fuego cuya llama nos

ilumina.

Como la madre del mundo vela sobre este fuego, debéis velar en

vosotros mismos el símbolo de la llama eterna: la sabiduría como poder y

como elemento de pureza.

Mis periódicas enseñanzas os darán sólo el germen de esta facultad

creadora que está en vosotros y que debe iluminarse por la intuición. En esta

cualidad se resume la doble actividad que tendrá lugar en cada uno de

vosotros en el actual estadio de vuestro desenvolvimiento. Ella representa el

punto sutil de convergencia entre la ascensión mental a las ideas abstractas y

el descenso de la aportación divina.

Para ello son necesarias dos cosas: el conocimiento y la adoración

aspectos activo y pasivo de la Teofanía.

Desde ahora os rodean, no ya las imágenes de las Musas que veis con

vuestros ojos físicos en este recinto, sino su espíritu, su verdad esotérica y sin

forma.

Si para la vulgaridad de los hombres, Urania es la encarnación del cielo

que vemos, con sus maravillosos fenómenos, sus estrellas y sus rotaciones,

para vosotros será la ciencia que enseña los influjos de estas estrellas y de

estos fenómenos sobre el carácter y la idiosincrasia de los hombres, sobre sus

destinos y posibilidades de transmutación a lo superior, siguiendo su propia

tónica.

Si se tiene a Erato, la diosa coronada de mirtos y de rosas, por la Musa

de la poesía lírica, erótica o amorosa, para vosotros será el amor como ley de

las afinidades electivas, de las corrientes universales de la simpatía. Ella

sellará altamente vuestros sentimientos, llenará de amor y de dulzura vuestros

pensamientos y vuestras palabras. Eliminará toda sombra de odio en vuestros

corazones aún en sus más sutiles y engañosas formas y os enseñará a amar

todas las cosas y a todos los seres hasta que sus candidos atributos florezcan

en pureza en vuestra aura.

Si Clío es la Musa de la historia para los profanos, para vosotros será en

adelante la gran mentora de la evolución del hombre y de la humanidad, la

registradora de las experiencias atesoradas de los ciclos de civilización a

través de la filosofía de los acontecimientos colectivos.

Si se considera a Polimnia la deidad de la persuasión y la retórica, para

vosotros será la dadora del poder mediante el himno y el oficio religioso de la

palabra a través del misterio inspirativo como agente del bien y de la verdad.

Será, pues, la palabra plasmadora de los espíritus, la acción mediadora del

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

106

genio.

Si Melpómene se considera vulgarmente la Musa de la tragedia,

vosotros la consideraréis la alumbradora espiritual, la purificadora por la

acción del dolor como acicate de perfeccionamiento, como algo transitorio

con que enmascara la vida como vehículo de mayor adelanto y comprensión,

como estímulo para la compasión ajena.

Si Euterpe es, exotéricamente, la divina encarnación de la música y del

placer que procura, para vosotros será la mentora de la armonía como ley del

espíritu, aquella que dirige la música de las esferas y que al encarnarse en

nosotros, nos enseña a vivir de acuerdo con la ley compensativa, en equilibrio

la acción y la reacción, la causa y el efecto. Que no otra cosa es la armonía

como ética universal.

Si Calíope se considera la musa de la poesía heroica, para vosotros será

la señora del poema de vuestra propia conducta, elaborada en el ideal de la

escuela al sumarse al gran canto de la vida. Merced a ella, se os hará

perceptible el significado rítmico de todo sueño, de toda aspiración y

acontecimiento, la vida como alta e iluminadora poesía.

Si Terpsícore preside la danza de los cuerpos, presidirá en vosotros el

orden de vuestros pensamientos, de vuestras emociones y de vuestros actos, la

danza de significados cósmicos, en el juego de una acción completa y

perfecta.

Y por fin, si Talía, la floreciente, gobierna para el común de las gentes

la comedia, para vosotros representará el deber constante de la alegría, la

capacidad de objetivizaros a vosotros mismos como actores en la escena de la

vida, enseñándoos a representar gozosamente el papel que os ha asignado el

gran Autor que todo lo crea, administra y gobierna.

Del mismo modo que ahora se van desvelando ante vuestros ojos

internos estos dulces atributos que son las Musas, todas las leyendas y mitos

de la religión se os irán revelando poco a poco a medida de vuestro adelanto y

comprensión de su esotérico significado, en los cursos que os esperan.

Y así, algún día descubriréis en vosotros mismos la deidad secreta, el

ente divino que subyace dormido en lo profundo de vuestro ser interno y que

tenéis que despertar. A medida que os vayáis conociendo, esta deidad íntima

se irá manifestando. Y en ello subyace la gran finalidad de la existencia. He

aquí el fin de la filosofía.

Cuando os conozcáis de verdad a vosotros mismos, conoceréis todos los

misterios del universo.

Que el símbolo de esta llama estimule vuestro afán en las labores que os

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

107

esperan para que la Teofanía se realice en vosotros.

En adelante vuestra vida externa apenas sufrirá cambio visible.

Seguiréis ampliando vuestros conocimientos sobre ciencias y artes.

Daréis cumplimiento a todos vuestros deberes. Cultivaréis el oficio de vuestra

preferencia. Tomaréis parte, en la medida asignada, en la administración de la

Escuela.

Realizaréis vuestros ejercicios físicos, morales, mentales y espirituales.

Gozaréis de las mismas compensaciones en el juego y en el recreo.

Tendréis más libertad de iniciativa y de acción, porque cada vez iréis

siendo más aptos para autogobernaros. Sin embargo, habrá en vosotros una

mayor responsabilidad, por lo mismo que os someteréis a mayor

autovigilancia.

Un consejo debo daros como fin y remate de esta bienvenida. Sed

discretos al comunicar vuestros conocimientos sobre las materias de este

grado a los alumnos de las clases precedentes que no están todavía preparados

para asimilar estas enseñanzas.

Y ahora, que los dioses me ayuden para que yo os ayude en el curso que

comienza.

Después de esta peroración preliminar, los recién ingresados a la

categoría de teofánicos, siguiendo una indicación del Maestro, se acercaban

más a él. Y en torno a la llama invocaban en silencio con el pensamiento, por

indicación del propio Pitágoras, la presencia espiritual de las Musas.

Durante aquella meditación, se oía una música melodiosa lejana.

Entonces, los discípulos más avanzados que formaban la escolta del

Maestro, juntaban sus voces para entonar a coro los “Versos Áureos”

correspondientes a la enseñanza del nuevo grado.

“Debes conocer que son los mismos hombres

los que atraen sus desgracias

por propia voluntad y elección libre.

Ignoran que el bien nos circunda, y por ello,

no saben ni pueden librarse del dolor.

Tal es la suerte de la humanidad

que avanza a obscuras, privada

de comprensión. Los hombres son a manera

de barquillas a merced de los vientos y las olas

siempre opresos en sus limitaciones.

Les son impuestas infinitas luchas

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

108

doquiera, y ellos ignoran su por qué.

En vez de provocarlas e incitarlas,

deberían evadirlas mediante sacrificios.

¡Oh Zeus inmenso, Padre de los hombres!.

Quita la venda de sus ojos, ya que su raza

es divina, y lleguen a discernir el error

y a contemplar la Verdad pura, sin velos.

La sagrada Naturaleza les revelará entonces

sus más ocultos Misterios.

Si ella te hace partícipe de sus secretos,

fácilmente lograrás la perfección

y sanando tu alma, la librará para siempre

de toda turbación, lucha y dolor.

Abstente de carnes, que hemos prohibido

en las purificaciones. Libera

poco a poco tu alma, discierne lo justo,

y aprende el significado de las cosas.

Deja que te conduzca siempre

la inteligencia soberana y el soplo

de lo superior. Y cuando, emancipado de la materia

seas recibido en el éter puro y libre,

vencerás como un dios a la muerte

con la inmortalidad”.

Con el canto de estos “Versos Áureos”, terminaba la sencilla ceremonia

del Templo de las Musas.

A través de las lecciones de los cursos del grado teofánico. Pitágoras iba

develando a sus discípulos, en el debido orden y en forma cada vez más

amplia, el sentido interpretativo de los mitos religiosos que hacían referencia a

la evolución del alma.

Esta exégesis de los mitos tenía lugar, casi siempre, en el propio recinto

del Templo, cuya aura era especialmente propicia para crear el debido clima

mental y espiritual de los alumnos.

Allí y en fechas prefijadas siempre, aleccionaba Pitágoras a sus

discípulos. Su verbo, madurado en la experiencia de tales temas, mostraba a

sus oyentes el profundo contenido de su Hieros Logos e iluminaba la mente

de aquellos capaces ya de traducir en conocimiento y experiencia propios, la

verdad revelada.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

109

En religioso silencio, pues, escuchaban los graves muchachos y

muchachas, conscientes del privilegio que ello suponía, la palabra magnética,

justa siempre, de Pitágoras y trataban de asimilar su contenido y su acicate

creador.

Explicaba él a los discípulos del tercer grado que toda la sabiduría

antigua circula por los cauces secretos de los tres grandes Misterios griegos.

Estos tres aspectos de la religión griega se hallan del mismo modo

encuadrados dentro de la trinidad esotérica cuyo simbolismo y cualidades

habían estudiado los alumnos en cursos anteriores como matemáticos.

El primero de los Misterios de Grecia fue el de Dionisos, instituido por

Orfeo y correspondía al Padre, primera persona de la divina trinidad. Tenía

por lema la Verdad.

Orfeo fue el primer iniciado que llevó a Grecia las ocultas verdades

religiosas de Egipto y de oriente y estructuró, con el culto dionisíaco, las más

austeras disciplinas en la primitiva Tracia.

Dionisos es el aspecto solar de la misma deidad de nuestro universo,

adorada por las antiguas religiones bajo otros nombres, pero con idénticos

atributos. Por tanto, es el avatar, o encarnación cíclica y divina, el mentor de la

luz interna, el gran iniciador de los hombres, el animador de todas las

religiones que han sido y que serán.

El segundo de los Misterios religiosos de Grecia corresponde a la

Madre, segunda persona de la trinidad mística, y fue instituido en Eleusis, la

ática morada de las grandes diosas Demeter y Perséfona.

El distintivo moral de su culto es la Bondad a través del pathos de su

dramatismo que conduce a una exaltación de lo emotivo.

El drama de los Misterios eleusinos se fundamenta en el proceso de la

evolución del alma humana (Perséfona) a través de la encarnación y

desencarnación, de las estancias sucesivas en la tierra y en los Infiernos o más

allá, siempre ansiosa de recuperar a su madre, Demeter, el aspecto cósmico o

divino de la propia alma humana.

El tercero de los Misterios griegos lo hallamos en Delfos, templo de la

Fócida, la morada de Apolo, el dios hijo, la belleza glorificada, la acción de la

luz espiritual en el alma liberada.

Los Misterios délficos representan la acción, la prosecución, el plano

horizontal, la manifestación concreta. El estamento social, en suma, de la vida

griega a través de sus anfictionías (Sabio inicio de la democracia) y de sus

nobles juegos de emulación, nexo de unión de todos.

Al mismo tiempo, este dios, con sus estatuidos oráculos, representa la

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

110

sucesión en el tiempo del imperio de la divinidad en las acciones individuales

y colectivas de los hombres.

Por otra parte, la cualidad ética e intelectual de estos Misterios han dado

la tónica activa, la misión espiritual de la civilización griega: la belleza. A

través del lema de la tercera persona de la trinidad mística con su gran poder

de plasmación, imprimirá en la historia de Grecia su máxima capacidad de

artífice del ideal humano y político concebido por los hombres de todos los

tiempos.

Como ampliación de estos fundamentos esenciales que encarna la

religión griega dentro de lo que se puede llamar doctrina teofánica, hablaba

Pitágoras a sus discípulos, preferentemente, de la interpretación de los mitos

que hacían referencia al misterio del hombre mismo en trance de evolución.

Las más profundas verdades pertinentes a la vida y a la muerte, así

como a sus móviles y la acción divina en la administración sabia de los

medios conducentes a su perfeccionamiento, se hallaban encerrados en el mito

de la triple Némesis, uno de los más misteriosos y de los más filosóficos de la

religión griega, cuando se interpretaba a la luz iniciática.

Pitágoras enseñaba que, entre los iniciados, Némesis no es una deidad

vengadora, sino la personificación de la gran ley de equilibrio que rige el

universo y administra la vida de los hombres.

Ella es triple en sus manifestaciones y designios. Por ello se la ha

representado en triple forma y bajo tres nombres, siendo una misma la deidad,

como toda ley de armonía manifestada.

Cuando la gran ley reguladora del universo equilibra la causa con el

efecto en la creación de las cosas y los seres, la suma es la acción perfecta, la

armonía. Este aspecto superior de Némesis se llama Temis, la diosa de la

justicia providencial y divina, la dadora de la paz y la felicidad.

Cuando Némesis administra el destino de las almas en trance de

evolución, en lucha todavía con sus propias pasiones y deficiencias, que

comparten las elevadas aspiraciones con los bajos deseos y egoísmos, aparece

la diosa en forma severa y benigna a la vez. Ella castiga y otorga beneficios

según los casos, da y quita según convenga al mejoramiento, que es equilibrio

de valores en cada alma.

Némesis dosifica las pruebas con sabiduría infinita. Conoce la justa

fuerza y la resistencia de cada ser. Por ello, jamás envía pruebas desmedidas

ni compensaciones no merecidas. Es ella la gran maestra de los hombres

porque es la que otorga el fruto, la que extrae su dulzor secreto, la que nos

abre el libro de la experiencia y nos enseña a deletrearlo, con una paciencia

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

111

infinita, vida tras vida, hasta que comprendemos.

Cuando Némesis opera para los malvados, aparece en forma de deidad

maligna y atormentadora. Entonces es Adrastea, el fatalismo, lo inevitable.

Pero cuando ella envía a los hombres los mayores castigos, las más horrendas

desgracias, es porque conoce las causas que a su vez las crearon, parejas a

tales consecuencias. Entonces no hace más que administrar las fuerzas creadas

por los mismos, y ponerlas en juego para que sean trasmutadas en bien.

Cualquiera sea la forma en que se manifieste Némesis, siempre es justa,

porque conoce el misterioso por qué de los destinos que envia. Para el que no

ignora la trama oculta de la vida, los castigos aparentes de la diosa no son más

que útiles y provechosas enseñanzas, las más apreciables lecciones en la

ciencia suprema de vivir. Ya que siempre cosechamos al nacer nuestras

siembras anteriores.

He aquí explicado el enigma de la diversidad de condiciones que

acompañan el nacimiento de los hombres. Unos nacen sanos y otros enfermos;

unos poderosos y otros esclavos; unos hermosos y otros deformes; unos

amados y otros odiados.

Pero como no existe la injusticia en el universo, una vez se conocen las

causas de los parciales efectos que contemplamos, divididos en el tiempo de la

manifestación, resulta que somos en verdad nuestros propios artífices.

Némesis es sólo la ley imparcial. Ella administra nuestras propias riquezas

internas, nuestras deudas y haberes, buenos o malos.

La triple diosa halla una réplica también en el simbolismo de las tres

Parcas o Moiras, las hermanas del destino, dadoras de la vida y de la muerte a

cada mortal que nace.

Cada una de ellas tiene su correspondencia filosófica en la triple

Némesis. Cloto, coronada con siete estrellas, hila la trama de cada destino.

Ella señala el instante apropiado en que debe nacer un niño, de acuerdo con

las oportunidades que brindan en aquel momento las estrellas al sellar la vida

naciente.

Laquesis, vestida con rosada túnica, simboliza el período vital del alma

encarnada, la vida física. Es la Moira dadora de la suerte mundanal, las

condiciones faustas o infaustas de las distintas etapas de la existencia.

Atropos, es la Moira de la muerte y también la de la resurrección. Ella

corta el hilo de cada vida de acuerdo con los registros de la eternidad, abre el

período de espera, de asimilación y de reposo después de la muerte, a las

almas fatigadas de vivir en la tierra dentro de las limitaciones del cuerpo

físico, en un mundo donde impera la necesidad. Átropos otorga el gran

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

112

lenitivo celeste, el sueño feliz, la condición propicia en que se asimila la

experiencia del tránsito por la tierra. Luego, acompaña a las almas en el ciclo

descendente, otra vez a la encarnación hasta que las deja en manos de su otra

hermana, Cloto.

Cada plática de Pitágoras abría a los alumnos del tercer grado los ojos

del conocimiento al significado filosófico de la mitología. Al meditar sus

palabras, llegaban por sí mismos a la conclusión lógica de que, tras las

figuraciones fantásticas de las leyendas, se ocultaban profundísimas verdades.

A medida que el Maestro iba descorriendo para ellos una punta del velo

que cubría su significado, la vida humana y el espectáculo del mundo y de los

acontecimientos cobraba para ellos un interés creciente. Y se asomaban al

devenir con ojos maravillados, dispuestos a contemplar y a comprender.

Comprender qué era, en síntesis, el fin último de toda filosofía. Se daban

cuenta, en suma, de que a través de cada plática de Pitágoras se les ofrecía una

partícula del don sagrado de la verdadera sabiduría.

— Una vida en la carne no es más que una anilla en la larga cadena de

la evolución del alma — les decía en una ocasión Pitágoras a sus discípulos,

ya más avanzados en el grado teofánico, en la semipenumbra de un sereno

atardecer —. Lo diré en forma más poética. Una vida es una rosa en la

guirnalda de las múltiples encarnaciones del alma.

La metempsícosis es una doctrina antigua como el mundo. Todas las

religiones, en sus sabios orígenes, la han sustentado. Esta ley de las vidas

sucesivas da la adecuada explicación a todas las desiguales manifestaciones de

nuestra existencia. Ella explica, no sólo el dilatado campo del alma en que

opera la triple Némesis como deidad ejecutora, sino el pequeño ciclo de ida y

retorno que se cierra con la muerte de un ser y se abre con su próximo

renacimiento.

La doctrina de la metempsícosis o reencarnación aclara el por qué la

memoria humana apenas puede poseer ligeros atisbos de este proceso. El

cerebro físico es un órgano circunstancial al servicio del alma y por tanto no

puede registrar de manera concreta las experiencias que tienen lugar antes o

fuera del cuerpo, así en el sueño real como en el período que llamamos

después de la muerte, que equivale a un sueño más profundo.

Las grandes desigualdades, las diferencias de condiciones y aptitudes en

que nacen y se desenvuelven los humanos, revelan la fragmentaria experiencia

que es siempre la corta vida humana para la larga y compleja evolución del

alma.

Necesitamos muchas vidas, revestirnos de múltiples cuerpos, nacer y

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

113

morir y volver a nacer muchas veces para llegar al fin último de la perfección

que es el que los dioses nos reservan.

El proceso de cada uno de los pequeños ciclos individuales que empieza

al morir y acaba al renacer, se oculta tras el mito del viaje del alma

desencarnada, que constituye uno de los más fundamentales y sugestivos

temas de la filosofía trascendente.

La religión griega habla veladamente, en forma alegórica, de esta

doctrina a través de imágenes. Para desentrañar su verdadero significado hay

que procurar no perder el hilo de la interpretación a la luz teofánica.

Al morir un individuo, si su alma es de tipo inferior o poco

evolucionada, despierta, después de un breve período de inconciencia, en el

Erebo, la región sombría más densa, la más próxima al mundo Material.

Es esta una región de sufrimientos y angustias. El alma se halla allí

prisionera de sus propios pecados y sus vicios, atada por sus mismas cadenas.

Su más ferviente anhelo, es, pues, salir de allí. Pero un río cenagoso rodea

aquella región de martirios: el Aqueronte. No puede el alma atravesar su curso

hasta que el tiempo y el sufrimiento operen la debida purificación

desarraigando del lodo infecto al recién desencarnado y librándolo de las

partículas más groseras de su naturaleza inferior.

Los que han vivido una vida más pura y honesta atraviesan estas

obscuras regiones, este plano denso de expiación en la barca de Caronte a

través de los ríos Aqueronte y Cocito y de la laguna Estigia.

El óbolo que pagan las almas por el traspaso no es más que el símbolo

de su opción merecida a pasar flotando por las aguas de aflicción creadas por

sus propios elementos inferiores.

En el curso de aquel viaje por aguas cenagosas, deja el alma parte de su

lastre terreno. Y al desembarcar en la región del Hades encuentra a los seres

queridos muertos anteriormente entre los que se hallan muchos familiares y

amigos.

En el Hades la vida se desliza de un modo muy semejante al término

medio de la vida terrena. En este plano se desgastan y queman los residuos

emocionales de la índole que sean. Cada cual puede crear allí su propio

ambiente. El alma va desechando paulatinamente en el Hades sus hábitos

vulgares, sus rutinas cotidianas y se va posesionando de la naturaleza más sutil

y permanente de su doble.

Cuando ha agotado las experiencias del Hades, se opera en el

desencarnado la llamada segunda muerte. Aquel cuerpo astral también fenece

al fin por inanición psíquica, por desintegración natural. Y, tras un período de

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

114

semi-adormecimiento, pasa al Tártaro, región más serena y diáfana, el plano

de la mente. En él recoge el alma el fruto asimilado de sus experiencias y de

sus estudios. Allí se traducen en realidad sus conceptos, su razón de las cosas.

Desgajada ya de sus deseos y emociones, vive de aquellas ideas por las que no

fluyen los vientos inestables de lo emotivo y transitorio.

Las almas de los que han desenvuelto en la tierra su contraparte

superior, su naturaleza espiritual, del Tártaro pasan, después del juicio del

alma, a los Campos Elíseos, la tierra de la perpetua felicidad.

Allí gozan las almas de los muertos de un dilatado estado de

bienaventuranza. Viven en una contemplativa paz entre paisajes de inenarrable

belleza.

En los Campos Elíseos reina una primavera eterna. En medio de prados

floridos y llenos de verdor, bajo bosques umbríos y apacibles donde cantan

pájaros de plumajes multicolores, donde el rumor del agua de fuentes y ríos se

une al de las brisas en una sinfonía interminable, viven las almas en un éxtasis

sin fin. Allí acumulan reservas de beatitud que en su próximo descenso a la

tierra alimentará cual chispazos del recuerdo celeste, sus idealismos, sus

nobles propósitos, sus sueños de esperanza.

En aquella tierra feliz y tibia que parece toda sembrada de piedras

preciosas, donde las almas se sumen como en un dilatado encantamiento

amoroso en una contemplación perpetua, se curan de todos los dolores del

mundo, de la herida de vivir en la tierra, para sumirse en la egoencia del Ser

real y permanente. Sólo el dulce fruto, la esencia experimental tamizada por

todos los planos sutiles atravesados, les llega de la tierra y allí la saborean y

asimilan.

Cuando el alma desencarnada, según sea su capacidad de adelanto y

saturación ha asimilado la experiencia benéfica y gozosa en los Campos

Elíseos, siente la necesidad de retornar a la tierra en busca de nuevas

experiencias.

Entonces atraviesa descendiendo, la corriente del Leteo o río silencioso,

y transita, incorporándoselos, aquellos elementos necesarios de cada plano en

sentido inverso, o sea, por relación de menor a mayor densidad. Y atraviesa

nuevamente el Tártaro, el Hades y, vadeando los ríos que los separan, vuelve a

la tierra donde las Moiras y los espíritus de los elementos, de acuerdo con sus

deudas y haberes anteriores, le ofrecen una nueva envoltura material en

adecuado ambiente donde allegará las nuevas y necesarias experiencias para el

progreso del alma.

Una vez en la tierra, no guardan las almas por lo común, de su largo

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

115

viaje por el más allá, así como de sus vidas anteriores, más que leves

reminiscencias.

Es necesario haber obtenido la anastasis o existencia continuada para

no perder la conciencia ni el hilo del recuerdo. Con la anastasis, no hay

traspaso inconsciente de un plano a otro de existencia para el discípulo.

Esta plenitud de conciencia continuada es el mayor galardón que puede

ofrecer la dádiva de las pruebas trascendidas en los Misterios.

Entonces, todas estas teorías, esta exégesis de los mitos religiosos

interpretados con la clave iniciática, se tornan experiencia viva.

Es éste y no otro, el símbolo de todos aquellos que el mito ha

glorificado como visitantes conscientes de los Infiernos, los que en vida han

transitado por los planos sutiles del más allá, por los reinos de las almas

desencarnadas: Orfeo, Heracles, Ulises y todos los grandes iniciados habían

alcanzado la conciencia permanente y sin interrupción a través de los planos

sutiles del cosmos.

En cambio, aquellos osados que, sin haber logrado el dominio de su

naturaleza inferior se atrevieron, merced a algunos conocimientos y poderes

adquiridos, a lanzarse por los vedados mundos sutiles, fueron víctimas de su

propia osadía. Es el castigo que espera a todos cuantos transgreden las leyes

de la naturaleza, aventurándose sin guía por las regiones del más allá.

Tal verdad expresan las leyendas de los grandes sufrientes de los

infiernos: Tántalo, el que padece inextinguible y devoradora sed que no puede

apagar y que personifica al iniciado que reveló los secretos jurados de los

Misterios. Por ello se halla condenado a la sed de sabiduría, cuyas aguas se

apartan cada vez que intenta beber en ellas.

Sísifo es el ambicioso de poder que sin cesar empuja, ascendiendo

trabajosamente por la pendiente de la montaña, una piedra enorme que vuelve

a rodar siempre al valle en cuanto llega a alcanzar la cima.

Ixión representa al que cayó en la prueba de la sensualidad después de

adquirir el conocimiento y la responsabilidad de la pureza. Por ello se ve

condenado a rodar, sujeto a una rueda llameante que gira sin cesar.

Narciso es el que cayó en la prueba del orgullo espiritual, el más sutil

peligro del que ha entrado en la vida superior. Enamorado de su imagen, que

ve reflejada en las aguas de la vida ilusoria, se convierte en la flor que lleva su

nombre.

Tito es el esclavo de su falso saber, de su vanidad y egoencia

representados por el buitre que le roe sin cesar en el tártaro o plano mental, el

hígado y las entrañas.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

116

A base de tales ejemplos, interpretados a la luz clara de su filosofía,

Pitágoras aleccionaba a sus discípulos respecto de las leyes estrictas que

regían la conducta del hombre superior a que aspiraba el pitagórico.

Las ricas imágenes de la mitología griega, con su formidable poder

plástico y su envoltura poética, eran un poderoso incentivo para el ansia de

saber de los alumnos del grado teofánico.

De este modo, la verdad que se ocultaba tras los mitos les era revelada y

la lección que entrañaban, puesta de relieve, ejemplarizada.

Así, el logro de la Teofanía iba cobrando cuerpo de realidad viviente a

medida que el aspecto antropogénico de los mitos religiosos se encarnaba en

su propia y juvenil experiencia.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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XII.- CUARTO GRADO

REALIZACIÓN - ARMONÍA

Elegancia del Pitagórico — La Semilla Espiritual — La Gran

Familia — Primavera — Los Enamorados — La Ética de los

Símbolos — Secreta Vocación de Teano — Glosas Nocturnas

— La Melodía Astral — Eros Divino — Mensaje de Partenis

— Amor y Compromiso.

l fruto de la Teofanía era la realización armoniosa de la plena vida

pitagórica.

El discípulo salía de los cursos superiores con una gran madurez

espiritual. Había trascendido ya todo el contenido teórico del pitagorismo.

El continuado ejercicio de todas sus facultades así físicas como

volitivas, habían desenvuelto en él aquella suprema elegancia que era la

cualidad síntesis del pitagórico. El desenvolvimiento integral de todo su ser le

confería esa irradiación y prestancia, esa majestad que, sobre todas sus

virtudes y conocimientos, hacía que el mundo reconociera y admirara a los

discípulos de Pitágoras sólo por su aspecto y apariencia.

Al culminar, pues, el grado superior teofánico, entraba de lleno en

posesión de todos sus derechos, por lo mismo que había desenvuelto todas sus

capacidades. Entonces el pitagórico se convertía en el ideal encarnado de la

Escuela. Ya podía con dignidad representarla doquiera.

Si era su deseo establecerse en un lugar lejano, sembrando la semilla del

pitagorismo fundando núcleos de hermandades y nuevos centros docentes en

otras ciudades inspirados en el ideal de la Escuela, como si prefería

desempeñar cargos legislativos en la propia Crotona o si decidía permanecer

como pedagogo en el Instituto y auxiliar directo del Maestro, el pitagórico era

arbitro de sus decisiones. En cualquiera modalidad de vida elegida, se

convertía en un ferviente sembrador del ideal.

Eran muchos, los más adictos por natural afinidad al Maestro, los que

decidían continuar a su lado. Entonces pasaban a formar parte de la gran

familia.

La superación de todas las pruebas, la culminación de los estudios, les

otorgaba este título inefable, el más valioso a que podía aspirar el verdadero

E

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

118

pitagórico: la íntima convivencia con el Maestro.

Esta peculiar agrupación de miembros, en una familia autoselectiva,

sazonaba lo más fino e imponderable del alma del pitagórico.

En el calor de aquel hogar único se fraguaban, en forma insensible, los

más grandes ideales de servicio y fraternidad que era, en último término, la

finalidad máxima, la corona de la filosofía.

Para aquellos discípulos elevados al grado supremo de compañeros, no

tenía ya Pitágoras reservas mentales de ninguna índole. Se conllevaba con

ellos con esta cordialidad del amor sublimado por la amistad que llena la vida

de iluminaciones y de encantamientos. En el hogar de Pitágoras, los días y las

horas transcurrían plenos de las mejores dádivas: los frutos de la experiencia

espiritual que enriquece la vida de inefables dulzuras.

Un ambiente de colaboración entrañable, unía los actos y los

pensamientos de aquella original familia.

La pura intimidad hacía el ambiente cada vez más estimulador, más

grato y provechoso para la convivencia.

Allí, cada cual daba cumplimiento a su modo a los deberes sociales,

religiosos y profesionales. Los bienes materiales conjuntos, perfectamente

administrados por los alumnos ecónomos mediante una sabia explotación de la

riqueza, permitían vivir con poco esfuerzo material a aquellos que preferían la

consagración a las cosas del espíritu. Sin embargo, el sentido natural del deber

y el amor que los unía a todos, constituían el mayor acicate del esfuerzo

particular, siempre encaminado al bienestar común.

Entonces aprendía el pitagórico a delinear su vida con entera

autonomía. Fraguado su entendimiento a través del roce y la experiencia, se

hallaba en condiciones de librarse a sus preferencias, dejando que la intuición

definiera su propia conducta.

Pero se daba el caso admirable de que nunca como entonces, el alumno

emancipado, hombre o mujer, ejercía sobre sí mismo el deber de la

autovigilancia. Cuando ya sabía, se sentía más que nunca dispuesto a

aprender. La obediencia al Maestro se había trocado en una natural y sencilla

reverencia. ¡Cuánto enseñaba el contacto diario con él y qué admirable era su

ejemplo!.

Poseía Pitágoras un gran encanto y un poderoso magnetismo personal.

Envueltos en su aura benéfica, los alumnos que de este modo constituían su

familia, hallaban la máxima coyuntura de perfección ya que entonces, las

lecciones eran prácticas y sugeridas. A veces se captaban a través de simples

juegos. Otras, en chispazos de inefable profundidad. Y por ello se daban

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

119

cuenta de que sólo entonces realizaban la verdadera vida pitagórica, porque

vivían la perfecta armonía.

En las reuniones íntimas, en los simposios, en los paseos, en toda

coyuntura de recreo y de trabajo, brotaba en experiencia beatífica la flor de

todo lo anteriormente aprendido. Sus diálogos eran como la esencia de la

sabiduría espontánea y a menudo les desvelaban un estado de gran lucidez

espiritual.

En aquellos momentos la clarividencia de Pitágoras, estimulada

ocultamente por el ambiente, se agudizaba. Todos sabían adivinar esos

momentos de iluminación súbita en él. Entonces lo escuchaban

religiosamente, bebiendo con avidez el chorro purísimo de su palabra.

Entre ellos, sin embargo, el trato mutuo ofrecía cambiantes y ricas

imágenes movidas, propicias para formar el criterio y la experiencia alerta.

Había también opiniones dispares y en ellas, esgrimía cada cual sus armas

dialécticas, pero noblemente combativas, abriendo nuevos panoramas a las

ideas comunes como correspondía a quienes habían trascendido las pruebas

del amor propio, de la vanidad personal y del orgullo en todas sus formas.

El amor era tema dilecto y apasionado de aquellos jóvenes, en la edad

en que la oleada de la vida inunda todas las facultades. Entre aquellos hombres

y mujeres sanos y cultos, llegados a la plenitud de su hermosura y de su vigor,

el roce mutuo encendía a menudo la llama del amoroso incentivo.

Pitágoras era un gran amante del amor. Sus ojos se enternecían ante el

espectáculo de las parejas que formaban sus discípulos enamorados, y

complacíase en verlos sumergidos en la beatitud de aquel incomparable

mundo de cálidos vislumbres, con aquel temblor secreto de divinidad

inconsciente que confiere siempre el amor.

Los miraba y le parecía que lo mejor de su alma encarnaba en ellos en

una forma más perfecta todavía. Sentía que, juntos, ellos amándose y él

bendiciéndolos, formaban un círculo completo, un mundo infinito, como una

estrella nueva encendida en la noche de las almas.

Entonces se sentía aún más poeta de la filosofía. Sus discípulos eran

algo vitalmente suyo. El había contribuido a modelar en belleza aquellas

almas y aquellos cuerpos que ahora iban a consagrarse, a través del amor, a su

propia perennidad terrena, a la magna labor de la creación, ya que se

disponían a ofrendar en el altar de la raza cuerpos evolucionados que servirían

de vehículos adecuados a almas que acaso vendrían a impulsar el progreso del

mundo y que formarían las áureas cadenas de sus sucesores.

Al pensarlo, su bendición callada se extendía con infinita ternura sobre

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

120

todos aquellos que nacerían en el futuro del amor de sus discípulos al amparo

de su recuerdo y de su obra, cuando su cuerpo se hubiera extinguido, y la

semilla de su ideal se hubiera diseminado, en sucesivas cosechas de vida, por

los campos de la humanidad.

Alguna vez dejaba caer entre ellos entonces, en forma metafórica, a la

que era aficionado, sus ideas sobre el amor:

— Sed como dos cítaras en armonía encerradas en un solo estuche. No

echéis al fuego el haz entero. Sed sobrios en caricias para que no se extinga

nunca el amor. Practicad el rito de vuestra intimidad como los iniciados en los

Misterios. No pongáis jamás el alimento en vaso impuro. No sigáis senderos

públicos. No llevéis estrecho el anillo. No escribáis sobre la nieve.

Así, a través de imágenes y de símbolos, daba a los enamorados en su

nuevo estado, como a través de un simple juego mental, los preceptos más

altos del trato amoroso y de la vida matrimonial. El preconizaba ante todo la

pureza en las relaciones íntimas como deber y como preservación contra el

hastío. La alusión al anillo testimoniaba la necesidad de conceder toda la

libertad al amado y toda la amplitud posible a la fe amorosa jurada.

Pitágoras sentía una gran devoción por la mujer. Veía en ella la

encarnación de la Madre del mundo. Era como el arcano secreto y venerable

de la vida física y de la vida espiritual. El concepto del matriarcado de la

religión egipcia, le había otorgado aquella visión tan distinta del común de la

humanidad en su concepto del papel de la mujer en el hogar y en la sociedad.

El sabía que sin ella, al hombre le era muy difícil la creación mental. Y que en

el ejercicio de la vida del espíritu ella representaba la antorcha, ya que su

constitución interna, más sensible y completa, la hacía más apta a la intuición

y percepción de los, mensajes del más allá.

Aquel culto abstracto a la mujer, hallaba a menudo un cauce perfecto al

concretarse en su predilección por Teano, la más hermosa y sabia de sus

antiguas discípulas.

Era ella como el arquetipo de las doncellas pitagóricas. En su alma y en

su cuerpo tenían asiento todas las perfecciones. Unía a una gran belleza, una

majestuosa elegancia. A su talento se sumaba su virtud, su sencillez, su

extremada prudencia.

Pensaba a menudo Pitágoras en las causas secretas que impelían a su

discípula a ladear todo compromiso matrimonial. Ante toda insinuación de

esta índole, ofrecía una resistencia que parecía entrañar una decidida

predilección por el celibato.

Sin embargo, el afilado sentido de observación de Pitágoras había

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

121

atisbado en ella este halo de parado misterio, esta expectante expresión de

ternura indefinible, este anclar de miradas en el vacío, este éxtasis

reconcentrado de introversión profunda que sólo confiere el amor.

A pesar de su gran respeto por la voluntad ajena, un día osó

interrogarla:

— ¿No has sentido alguna vez el ansia de fundar un hogar tuyo propio,

Teano?.

Ella bajó la cabeza, como sorprendida. Su faz se tiñó de súbito rubor.

Sólo respondió, como si le faltara el aliento:

— Este es mi hogar...

Teano era en verdad el alma maternal de la común vivienda pitagórica.

Ella la regía habitualmente y consagraba a todos ese cuidado sutil y

clarividente, esta consagración de cada minuto y de cada día.

— Es tu hogar y siempre lo será — contestó paternalmente el filósofo.

— Más... eres joven y bella. ¿No sientes la llamada amorosa de la primavera?.

Contempla a tus hermanos. Han hallado su pareja ideal. El amor y el

matrimonio pueden convertirse en la más sólida concreción del ideal

pitagórico práctico.

Y diciendo esto, le mostraba, desde la terraza, algunas parejas que

paseaban, enlazadas, bajo los árboles del bosquecillo.

— Sólo a tí anhelo servir y amar — contestó ella con un extraño tesón,

como hallando la fuerza en su propio hermetismo.

Guardaron ambos silencio. Después de contemplarla él largo rato, díjole

en un tono más insinuante:

— Dime: ¿Cuál es tu verdadera vocación?.

Ella no contestó esta vez. Pitágoras le levantó cariñosamente la faz con

ambas manos y la miró en los ojos. Los tenía llenos de lágrimas. Cuando ella

lo miró, descubrió en ellos una expresión que no le había sorprendido nunca.

Estaba intensamente enamorada y Pitágoras sabía ciertamente de quién.

Ambos permanecieron largo rato uno al lado del otro, en silencio.

Lo habían ya dicho todo.

Al cerrar la noche, descendían la rampa del bosquecillo los más adictos

discípulos del Maestro, los que vivían en su intimidad.

Las flores del jardín embalsamaban todo el recinto. Una secreta marea

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

122

pujante y creadora parecía inundarlo todo, las almas y los ambientes. Todos

eran sensibles a aquel fenómeno inefable de la primavera.

Se dirigieron hacia el pinar de la orilla, en grupos y por parejas. Habían

sentido el imperativo celeste. ¡Como brillaban, aquella noche, las estrellas en

el sereno y límpido firmamento!.

Pitágoras, pisando la arena húmeda de la playa, contemplaba

embelesado el cielo cuajado de astros, como si deletreara su profunda

escritura.

En aquel momento, de un lugar un poco distante del bosquecillo,

llegaron a sus oídos las notas melodiosas de un arpa invisible.

Pareció entonces que el filósofo despertara de un sueño. Prestó atención

a la melodía.

Como obedientes al imperativo de la música, los discípulos dispersos se

fueron aproximando al Maestro, como en tácito requerimiento de su palabra.

Por fin, como si se hallara plenamente poseído, merced a la música, del

mensaje celeste, habló:

— ¿Oís?. Es la melodía astral de hoy. Es el himno vital y operante de

esta noche bendita. Debe ser Eumonia la que pulsa el arpa, la apasionada del

ritual celeste, que nos ofrece hoy las primicias de las captaciones armoniosas

de los astros.

Siguió escuchando un rato la dulce y extraña melodía. Luego, exaltado

paulatinamente por los pensamientos que le sugería la música, añadió:

— Fijaos. Da el tema la nota de la sexta cuerda de plata. Es la

predominante de ahora. Es el sonido de Venus-Afrodita. Vedla ahí, sobre el

horizonte, reinando sobre todas las estrellas, soberana de las mejores noches.

Y levantando la mano, señaló con el índice, inmenso y radiante, el

lucero vespertino. Continuó:

— Su color es el índigo dentro de la séptuple gama cromática

planetaria. El orden de esta melodía que oís, es un trasunto fiel y armonioso

del dibujo que los planetas trazan en el firmamento por razón de su potencia y

afinidad. Es la frase lírica sideral del momento. Magia pura esta música. Si

pudierais trazar con líneas o con anagramas el simbolismo de sus miradas

mutuas, de sus posiciones correspondientes en el firmamento, veríais que,

juntos, forman los planetas, merced a su disposición en el espacio desde

nuestro punto de mira terrestre, un arabesco que tiene su correspondiente

exacto en esta sucesión de sonidos y de acordes a los que acompaña su propia

armonía de colores como un cuadro perfecto.

El día que seamos capaces de traducir el significado de las posiciones

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

123

astrales en la lírica de los acontecimientos, habremos dado con la mayor

filosofía de la historia, que también rige la ley de las predominantes siderales.

¿No sentís el encanto poderoso de esta hora?. ¡Qué hermosa luce la

estrella del amor!. Estamos en la hora de Venus. En el cielo es fuerte porque

se halla domiciliada. Observad, tras ella, el signo zodiacal de la balanza sobre

el horizonte. Es el signo venusiano positivo, símbolo de la belleza divina, que

siempre se inspira en la justicia y el amor. Sólo los dioses pueden administrar

justicia porque sólo ellos pueden conocer el mundo de las causas. Nosotros,

los humanos, no podemos percibir más que sus parciales efectos.

La lira invisible seguía trenzando en el aire nocturno, arrullada por el

coral del mar y de las estrellas, su melodía, clave astral del momento.

Pitágoras cesó de hablar y escuchó beatíficamente la música. Con la

boca cerrada la siguió él también, cantando. Entonces su voz, semejante a un

susurro, sonaba en la paz solemne como un extraño conjuro.

Pronto, un coro de voces cerradas de diversos sonidos, siguieron el

ejemplo. Era un himno contenido, emocionado, todo vibración concorde,

hermano en la noche de las olas y de las brisas; hermano, en su amoroso

temblor, de las estrellas.

Cuando cesó el coral y la lira, se hizo un largo silencio a la orilla del

mar. Pero en el aire parecían flotar las auras de múltiples genios evocados.

— Maestro, tú nos has dicho muchas veces que Dios geometriza — dijo

al cabo de un rato la voz bien timbrada de Hermipo, que tenía entre sus manos

las de su adorada Dionea. — Dinos, ¿Qué poliedro define este inmenso

universo que contemplamos?.

— El dodecaedro — respondió Pitágoras. Doce son las celestes

moradas del Padre. Del cuaternario convertido en cubo en el espacio

dimensional, fue hecha la tierra. De la pirámide el fuego, del octaedro el aire,

del icosaedro, el agua. Si alcanzarais a comprender toda la trascendencia de

estos símbolos, de estos cuerpos geométricos, conoceríais la naturaleza del

mundo, del universo y de los dioses.

Cada una de las doce facetas del dodecaedro representa una de las doce

familias de estrellas agrupadas en las constelaciones zodiacales. Es el camino

del sol. También el camino del iniciado, el hombre solar, síntesis de la

evolución de la humanidad.

Dentro de los ciclos de correspondencias siderales, el sol transita, en el

término de un año, lo que constituye el símbolo de las doce grandes pruebas

del iniciado, que la mitología griega representa en el héroe Heracles o

Hércules, vencedor de sus doce trabajos.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

124

Los egipcios representan mediante animales sagrados los doce signos.

Nuestra tradición religiosa mantiene algunas de aquellas representaciones

celestes: la cabra Amaltea, el centauro Quirón, mitad hombre y mitad caballo;

el sátiro Marsias, genio caprino; la medusa Gorgona, el león de Nemea, la

serpiente Pitón, la hidra de Lerna o, el Vellocino de los Argonautas y tantos

otros. Todas estas representaciones derivan de las alegorías zodiacales

antiguas.

Hay una íntima correspondencia entre los planos del universo y nuestra

constitución humana interna. Existe una subdivisión del zodíaco en elementos

a través de cuatro triángulos enlazados. Estas cuadruplicidades tienen relación

con las subdivisiones de nuestro mundo material e inmaterial. El triángulo de

tierra es nuestro plano físico. El de agua, el Hades o astral. El de aire, el

Tártaro o mental. El de fuego, los Campos Elíseos, fragua del alma purificada,

símbolo del amor perfecto.

Leer la naturaleza de los signos celestes es leer el significado oculto de

la historia de la humanidad, la flor secreta de la evolución.

Si el iniciado, síntesis de humanidad, encuentra en el vencimiento

sucesivo de los doce trabajos, símbolo de los doce signos, el poder, sólo por el

amor le nacerán las alas de la liberación que le harán dueño de los espacios

infinitos. Es el mito de Eros y Psiquis.

Por el amor alcanza el alma humana la inmortalidad. Por el amor de

Eros hacia Psiquis, el alma humana, los dioses del olimpo ofrecen a ésta la

inmortal ambrosía, la sabiduría y amor supremos.

Eros es el más omnímodo de los dioses, porque es la ley de la simpatía,

de las afinidades electivas que rigen los mundos y las almas. Y es, también, el

diosecillo que, al herirnos con sus saetas mágicas, nos eleva y remonta al cielo

interior.

Bendice, ¡Oh Venus-Afrodita, reina soberana de esta hora, madre de

Eros! a todos los amorosos de la tierra en esta noche propicia.

Después de las últimas palabras de Pitágoras, las parejas de los

enamorados pitagóricos se fueron dispersando, sumergidos en la beatitud de

aquel evocado ensueño cósmico, mundos ellos integrados a su vez, entre la

umbría azulada del bosque de pinos o por la orilla del mar.

Teano permaneció inmóvil al lado del filósofo, abstraído aún en la

contemplación celeste, sumido en sus propias ideas.

Por fin, respirando profundamente, volvió él la vista a su alrededor,

como si despertara de un sueño.

— Me creía solo — dijo con voz dulce, sorprendiendo la presencia de

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

125

su discípula junto a él.

Ella, contestó, confidencialmente:

— Quisiera que estos momentos no terminaran nunca. Poder perdurar

esta plenitud, esta felicidad que ahora experimento. Quisiera poderte

acompañar en tus vuelos mentales. Pero me falta tu sabiduría...

— Eros confiere las alas — dijo él solemnemente.

Y acompañado de su fiel discípula, emprendió en silencio el regreso

hacia el montecillo de las Musas.

Unos días después, a la caída de la tarde, volvía Pitágoras de Crotona

por el sendero de cipreses y de tamarindos. Le acompañaba su fiel sirviente

Zamolxis que le llevaba la lira y algunos útiles indispensables a su trabajo de

sanador.

Era Zamolxis un joven tracio, liberto de la esclavitud por sus propios

merecimientos. Entonces ofreció sus servicios a Pitágoras a cambio de

enseñanzas. Tanto se aplicó en aprender, que pronto alcanzó la categoría de

discípulo predilecto del Maestro.

A pesar de ello, quiso siempre por propia voluntad y disposición

atender en forma de servicios humildes, a la persona del Maestro. Debido a

esta disposición natural de Zamolxis, prefería Pitágoras llevarlo siempre como

auxiliar cuando era solicitado como sanador en Crotona o en las aldeas del

interior, cosa que ocurría a menudo.

Aquella tarde venía de realizar su misión curativa. Su sola presencia, su

poderoso influjo personal, la acción de su aura poderosa, bastaban a menudo

para sanar a multitud de enfermos. Su fama había cundido de tal modo, que el

número de pacientes que lo solicitaban crecía día a día.

En los casos más graves, aplicaba remedios preparados a base de las

plantas, cuyas secretas virtudes conocía y de la ciencia medicinal astrológica.

Magnetizaba el agua que el enfermo bebía, operaba aspersiones en el lugar,

aplicaba las manos sobre la parte enferma. Raras veces practicaba la

revitalización por el aliento, método usado especialmente en Asia.

Mediante la música y la danza, y por la práctica de peculiares ritmos,

movimientos y recitados repetidos, lograba curaciones milagrosas. Nunca

dejaba de practicar la medicina astral, ya que él se consideraba simple

vehículo de las fuerzas estelares. Sanar consistía sólo en hacer que el enfermo

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

126

recobrara la armonía. O sea, que se sintonizara con la ley universal que lo

mismo rige los astros que las células de nuestro organismo. Para ello

transmitía a todo enfermo su magnetismo purificador, su contacto junto con el

recetario moral de su enfermedad, para curar, ante todo, su mente,

enderezando sus hábitos y costumbres. Curar las almas era, para Pitágoras, la

más eficaz terapéutica.

Andando, sentía sobre sí la eficacia de las bendiciones recibidas en su

completo ministerio de sanador. Y sonreía con la íntima satisfacción que

procura el bien cumplido.

El sendero dibujaba una leve curva próxima al mar. En aquel momento

acababa de ponerse el sol tras la boscosa colina de las musas y veía sus

árboles y la silueta del Instituto dibujarse, límpidos, sobre el cielo encendido

de la puesta. El horizonte, sobre el mar, se cubría de una transparente neblina

nocturna. Había una gran paz en el sendero solitario.

Obedeciendo a un imperativo interior, quiso remansarse unos momentos

en la soledad. Se apoyó en el tronco de un corpulento ciprés y dejó vagar la

mirada sobre el mar tranquilo. Zamolxis, como siempre, respetó aquella

reclusión temporal del Maestro en sí mismo y, sin decir palabra, prosiguió

lentamente solo su camino.

Al poco rato, emergió por oriente, como salido de las aguas, el disco

inmenso de la luna llena.

Inmediatamente, Pitágoras pensó en su madre. Era el día del plenilunio,

la periódica fecha de sus citas celestes.

Más, en aquel instante preciso, ¿Qué poderoso mensaje atravesó los

aires para clavarse en su corazón?. Tuvo la intuición precisa de que el alma de

su madre, recién liberada de su cuerpo caduco, lo buscaba a través del vínculo

amoroso de la luna llena, flotando en el aire vespertino.

No le cabía duda. Veía en aquel instante la forma adorada de la anciana,

transparente y alígera, interponerse entre la gran luna redonda y sus ojos,

abiertos de pronto a la otra realidad.

Y oyó el timbre recordado de su voz cariñosa que le decía, desde su

mundo de recuerdos: “Hijo mío, busca a la mujer, tu compañera y

colaboradora y ámame en ella. Yo os bendeciré...”.

Inmediatamente, voz y figura se desvanecieron en la atmósfera azul y

plateada de la noche temprana.

La mente enternecida de Pitágoras prendióse entonces extrañamente en

los tempranos recuerdos de su infancia. Y sus labios pronunciaron

maquinalmente, con voz temblorosa y entrecortada, dos nombres:

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

127

— Partenis... Teano...

— ¡Cuan parecidas las veía ahora!. ¡Cuan juntas en su corazón!. ¡Cuan

ligadas a su vida!.

Al emprender de nuevo la marcha, pareció que volvía a la realidad.

Había perdido a su madre, y sentía el inevitable vacío de esta pérdida. Y

Teano se le antojó de súbito demasiado alejada de su vida física. La

aventajaba demasiado en edad. El se hallaba en los umbrales de la vejez

mientras que ella resplandecía como una diosa en la flor de su juventud y de

su belleza.

Así pensaba cuando, ascendiendo por la colina de las Musas, decidió

vagar un rato por los jardines, más allá del rumor constante de las fuentes.

De pronto, llegó a sus oídos un leve canto de mujer, acompañado de los

sones de una lira dulcemente pulsada.

Se aproximó sin hacer ruido a la oculta cantora. Y siguió embelesado

los versos del conocido himno órfico a Afrodita:

“Celebrada en mil himnos, ¡Oh tú, Afrodita!

nacida de la espuma como una flor marina,

diosa generadora, madre de Eros,

que gozas con las nupcias coronadas,

otórgame el secreto de la gracia...”.

La voz cesó repentinamente. ¿Había percibido la anónima himnoda la

presencia del Maestro?. Pitágoras había reconocido la voz de Teano y se

aproximaba a ella.

Al descubrirla, sentada en uno de los bancos de mármol junto a unas

matas de jazmines florecidos, díjole:

— ¿Por qué pides a Afrodita el secreto de la gracia si lo derramas a

manos llenas?.

Ella se levantó entonces y reclinó su cabeza coronada de jazmines

olorosos en el hombro de Pitágoras, mientras murmuraba:

— Amado mío...

— ¿Consientes en ser mi esposa? — díjole él entonces.

— No aspiro a mayor felicidad en la vida — respondió ella con un

suspiro.

Y ambos permanecieron un buen rato así, en el éxtasis del amor por fin

concretado, contemplando los nuevos cauces abiertos en su existencia y en su

obra.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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XIII.- ANCIANIDAD DEL FILÓSOFO

FIN DEL INSTITUTO PITAGÓRICO

Pitágoras en la Intimidad — Lisis — Las Primeras Nubes —

Representación Teatral — Expansión del Pitagorismo — Los

Antiguos Alumnos — Fin de la Asamblea — Herencia

Espiritual del Maestro — Proximidad del Peligro — La

Decisión — Camino de Metaponte.

prima tarde, después de la siesta, gozaba Pitágoras, en dulce

reposo, de la intimidad familiar.

La ancianidad había aumentado su natural majestad. Una gran claridad

lo aureolaba. Sus ojos grises se habían abierto más a la luz del espíritu. Sus

vastos conocimientos, cimentados en la inmensa obra realizada, hallaban

ahora más propicios cauces en la recluida ternura del hogar.

Ya muy raramente tomaba parte activa en las labores y

responsabilidades de la Escuela. Sus hijos, herederos espirituales suyos y sus

más adictos discípulos, lo substituían.

Se hallaba a la sazón sentado en un cómodo sillón de brazos. Su larga

cabellera cana, más escasa y lacia, caía sobre sus hombros. Parecía más

elevada su frente y más breve el resto de su faz. Su barba blanca se confundía

con el tono cremoso de su túnica de lino, tejida por las manos primorosas de

Teano.

Esta, madura ya, pero hermosa aún como una Demeter, hilaba

distraídamente a su lado.

Damo, la hija de ambos, en la flor de su juventud, semejaba en aquel

momento la musa de la elocuencia. Se hallaba declamando ante sus padres,

con gran riqueza de inflexiones de voz, y acompañaba con graciosas actitudes,

el guión del mimo que había compuesto en honor de las próximas Eleuterias,

fiestas en las que coincidía siempre la Asamblea general de los pitagóricos.

Lisis irrumpió en la habitación un poco atolondradamente, con su aire

de afirmada jovialidad que no perdía con los años.

— ¡Salud, venerable! — dijo, con su tradicional estilo pomposo, a

Pitágoras. — ¡Salud, hermanas! — añadió, dirigiéndose a ambas mujeres.

La mirada, un poco vaga y soñolienta del filósofo, se iluminó

A

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

129

repentinamente al ver de nuevo, después de varios años de ausencia, a su

amado discípulo.

— ¡Salud y bienvenida, Lisis! — contestó con la voz ya un poco

temblorosa. — Eres el primero en llegar. Esta vez te anticipaste a todos.

¿Traes buenas noticias?.

— Sólo medianas.

Pitágoras guardó silencio. Una nube de inquietud pasó por su faz serena

nublando transitoriamente su expresión habitualmente sonriente. Lisis se dio

cuenta. Y se apresuró a añadir:

—A un pitagórico formado en tu fe, no puede en verdad inquietarle

nada. Pero... advierto que estoy interrumpiendo. Te ruego me disculpes,

querida niña, si mis intrusiones te son molestas.

— Todo lo contrario, Lisis — se apresuró a contestar Damo, con su

dulce voz. — ¿Cómo podrías dejar de ser, en todo momento, nuestro

colaborador?.

Pitágoras ofreció entonces a su discípulo una silla a su lado, mientras le

informaba:

— Damo va a dirigir y en parte a representar, la fiesta teatral. Vamos a

ver qué te parecen el prologo y el argumento del mismo, que dedica a exaltar

el simbolismo de los genios mitológicos de los elementos. Vuelve a empezar,

hija mía. Lisis también juzgará.

Asintiendo con la mejor de sus sonrisas, volvió a leer la gentil Damo,

complacientemente, la porción enrollada del pergamino que sostenía con

ambas manos.

Unos días más tarde, de la ciudad y del campo, a pie o en lujosos carros

engalanados, llegaban a la parte norte de la falda de la colina de las Musas,

gentes de todas las clases sociales luciendo policromos vestuarios de fiesta y

se iban aposentando en las graderías del teatro pitagórico. Allí se mezclaban

aquel día espectadores de todas las categorías. Era hermoso ver, al lado de un

senador crotoniota, a un esclavo campesino; la vendedora de frutas del ágora,

codearse con la esposa de un primate en fraterna camaradería. El influjo

creciente del pitagorismo hacía de esta divisa de confraternidad social, una

especie de moda bien acogida.

Las fiestas Eleuterias eran, para los griegos, el umbral del otoño, puesto

que precedían los festejos de las grandes dionisíacas, que celebraban las

prósperas cosechas.

La noche anterior había llovido y la atmósfera había refrescado

agradablemente. Las huertas de frutales lucían un verde de metal bruñido en el

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

130

que se incrustaban las frutas como rutilantes piedras preciosas. Empezábanse a

recolectar los racimos de la vid. El aire se hallaba todo impregnado de sabores

dulcísimos.

El teatro estaba repleto de gentío cuando Damo, vestida con una simple

túnica blanca y talar, sujeta a la cintura por un amplio ceñidor dorado,

coronada de flores su abundante cabellera cobriza, la lira heptacorde apoyada

en la cadera izquierda, eurítmica de gestos, apareció en la elevada escena

circundada por columnas engalanadas de yedra.

El sol prolongaba inmensamente con sus rosados rayos declinantes, la

sombra de las cosas.

Damo empezó a declamar, a los acordes de la lira, el prólogo que ella

compusiera para el mimo que se iba a representar.

Era una glosa filosófica de las Eleuterias en relación con los genios

elementales, evocados en las fiestas del otoño.

Si para el vulgo las Eleuterias representaban la manumisión de los

esclavos, para los pitagóricos era la liberación, en el hombre evolucionado, de

la contraparte inferior de su propia personalidad, de la entidad inferior que

todos llevamos adherida y que en las primeras etapas de nuestra formación

sirvió a nuestra experiencia en el desenvolvimiento de las facultades

instintivas.

Los genios elementales de la mitología griega eran símbolos vivificados

de los cuatro elementos inferiores de la humanidad, el cuaternario simbólico

del pitagorismo.

Por ello, al objetivizar filosóficamente el símbolo, Damo exaltaba al ser

superior, hombre o mujer, liberado de las pasiones, concupiscencias y

limitaciones de todos los estados subhumanos. Que no otra cosa significaban

los genios mitad hombres, mitad animales, incorporados a los mitos más

altamente filosóficos y a los festejos populares.

La fiesta que se iba a representar era una exaltación del poder que

ejercía la magia de la belleza en la superación y en el dominio de la naturaleza

subhumana.

Durante la lírica declamación del prólogo por la hija de Pitágoras, un

coro invisible de onomatopeyistas pitagóricos simuló admirablemente los

rumores de la naturaleza.

Aquella valiosa aportación coral, tan común en el teatro griego,

contribuía en gran manera a crear un clima ambiental adecuado al carácter de

las representaciones.

La polifonía de las onomatopeyas era casi siempre a base de tonos

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

131

sostenidos que formaban un conjunto amorfo que servía de admirable

trasfondo a los solistas, destacados según convenía, a la sugerencia emotiva de

la obra que se declamaba o representaba.

La onomatopeya imitaba, aquel día con ensayada maestría, mediante

vocalistas especializados, los murmullos del viento en los prados y en las

selvas, con sus pájaros cantores, los rumores del mar tempestuoso o

encalmado o los chirridos de los animalillos del campo en las noches

apacibles.

Al finalizar la lírica introducción de Damo, una teoría de faunos, de

agipanes y de ninfas irrumpió, dando brincos, formando corros y cadenas, en

el amplio semicírculo de la orquesta, corazón del teatro griego.

Al aparecer los genios de la tierra, el coro de onomatopeyas imitó en

forma deliciosamente matizada los rugidos de la selva y el chillido de aves

que atravesaban, veloces, el espacio. Sobre este fondo ambiental, los

caracterizados pitagóricos vestidos de genios mitológicos, acompañaban sus

danzas con flautas y címbalos, con crótalos y tambores.

En medio de aquella coreografía exaltada y frenética, apareció, solemne

y ceremoniosa en la parte superior de la escena, sobre el peristilo del fondo, un

extraño carro cubierto de verde musgo sobre el que se erguía una vieja encina

de corpulento tronco. Arrastraban este extraño armatoste, rodeándolo, buen

número de oréadas, las robustas ninfas de las montañas.

De pronto, en mitad de la escena, se abrió el tronco de la encina y

apareció una hermosa hamadríada, el espíritu del árbol. Ceñía el cuerpo y

piernas de la danzarina pitagórica una apretada venda de basto tejido que

simulaba el mismo tronco de la encina. Su cabeza y sus brazos levantados eran

como ramas erguidas, coronadas de hojas.

Al salir la hamadríada del tronco con menudos pasos, empezó a danzar

como si fuera un árbol viviente. Su tronco se doblaba, sus brazos se agitaban

como batidos por el viento. Esta plástica pura, era la exaltación del gesto

depurado y rítmico.

Aquella danza de la hamadríada, glosa plástica de gran belleza, era una

glorificación de las fiestas dendroforias griegas, que eran un colectivo

homenaje al árbol.

Finalizada la danza, la hamadríada penetró de nuevo en el tronco de la

encina. Este se cerró mecánicamente, y el corro de oréadas empujó el carro

fuera de la escena.

Al cabo de un rato empezó el coral de onomatopeyas imitando los

rumores del agua. Era el mar en calma o agitado por la tempestad, era el flujo

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

132

y reflujo de las olas sobre la playa o estrellándose en los acantilados.

Enlazadas, en forma de amplias oleadas sinuosas y sucesivas, fueron

apareciendo entonces multitud de nereidas, los genios del mar. Iban todas

envueltas en túnicas verdes y azules, cubiertas de algas, coronadas de

medusas, de corales o de estrellas de mar. De sus cabelleras pendían finas

sartas de perlas.

Cogidas de las manos o enlazando sus talles, según ensanchaban o

apretaban sus filas, imitando el ritmo del oleaje marino, las nereidas

avanzaban o retrocedían al compás de la danza.

Entre ellas, abriéndole paso cuatro fornidos tritones que formaban su

escolta, cubiertos de escamas, con enroscadas colas de pez y haciendo sonar

sus potentes caracolas marinas, apareció, sobre una enorme concha rosada,

sentada y majestuosa, Tetis, la reina del mar, la nodriza de las aguas de vida,

el Hades de las almas.

La misma Damo personificaba esta esplendente diosa. Su hermosura

natural era realzada por una diadema de zafiros que coronaba su frente.

Los rayos del sol, ya próximo a la puesta, atravesando oblicuamente la

escena, pusieron una aureola de oro rosado en torno a su flotante cabellera

cobriza, mientras rodeaban la enorme concha, dando brincos y volteretas,

varios mozuelos disfrazados de delfines, con cabeza de pez y cubiertos de

escamas plateadas que lucían al sol con todos los colores del iris.

Al terminar aquella coreografía de las aguas, se puso el sol tras la

comba rocosa que moría dentro del mar, y que formaba el cabo Laciniano.

Entonces se mezcló al crescendo de los piares de los pájaros de los

contornos que buscaban alegremente su sitial nocturno entre los árboles del

bosquecillo de las Musas, la orquesta onomatopéyica de los invisibles cantores

pitagóricos. A la sazón interpretaba los distintos rumores de los vientos, desde

la suave brisa marina hasta el intermitente vendaval.

Acto seguido irrumpieron a grandes saltos en el ámbito semicircular de

la orquesta, los ágiles danzarines que personificaban los vientos veloces, el

Bóreas, el soplo noreste y el frío Aquilón, el viento norteño. Si éste aparecía

envuelto en amplia capa blanca como la nieve que flotaba al saltar, como su

larga cabellera cana, Bóreas aparecía con dos largas estolas verdes atadas a los

brazos que agitaba al compás de la aguda trompetería y de los instrumentos

graves de percusión sobre los que bordaban los instrumentos medios sus

onduladas melodías entre el trasfondo mate y polifónico del coro vocal.

Detrás de ellos, apareció en escena el trío de los otros vientos suaves: el

Euro venido de Oriente, envuelto en los rosados velos de la aurora, el Noto, el

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

133

cálido viento sur que envolvía con leves vestimentas de tono ocre y siena

tostada, los colores del desierto africano, y el dulce y perfumado Céfiro,

cubierto con una corta clámide vaporosa de tono verde tierno. Al danzar, de

todo lo largo de las piernas de este ágil danzarín se agitaban, como si fueran

alados coturnos, cintas multicolores que daban la sensación de las brisas

primaverales de occidente, las que hacen crecer las flores.

La danza bellísima y alígera de los vientos duró lo que restaba de luz a

la tarde. Los mismos danzarines, al saltar, parecían querer remontarse hasta la

menguada luz que huía.

Al final de aquella representación del elemento aéreo, vio el público

aparecer a lo lejos, como si surgieran milagrosamente del horizonte todavía

enrojecido de la puesta, dos largas teorías de lampadóforos, vestidos de rojo,

las rojas cabelleras encrespadas, que blandían al aire de la anochecida sus

antorchas encendidas.

Aquella doble procesión de extraños seres se dirigía al teatro, ante la

expectación del público.

Cuando estuvieron cerca, sonaron continuados arpegios de las cítaras de

múltiples cuerdas sobre el lúgubre coral de los bajos profundos de los

onomatopeyistas.

Las procesiones de lampadóforos penetraron en el teatro por ambos

lados de la escena, iluminando las columnas de fondo, la orquesta y el público,

y fueron trenzando solemnemente, ya cerrada la noche en el recinto del teatro,

sus evoluciones simbólicas. Al unirse, por parejas o conjuntos, realizaban las

danzas rituales del fuego como símbolo iniciático. Luego ascendían por las

breves escalinatas que unían la orquesta con la escena y formaban los más

bellos conjuntos coreográficos a la vista del público.

Por fin, cuando ya se acortaban las antorchas, formaron los danzarines

varios círculos concéntricos en torno al tímele central de la orquesta hasta que

todos los teores, a la una, obedeciendo la consigna de una aguda trompeta,

depositaron los restos de sus flameros ardientes sobre el ara.

Entonces, como final de fiesta, una alta pira ardió, iluminando un buen

rato a todos los espectadores que fueron abandonando a su pesar las pétreas

gradas.

En la reunión final de la magna asamblea de los pitagóricos, estuvieron

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

134

presentes todos los antiguos alumnos de la Escuela llegados de los más

distantes lugares.

Sucesivamente, tomaron la palabra, por razón de antigüedad, los

discípulos desplazados que regentaban las sucursales del Instituto Pitagórico

establecidas en diversas ciudades griegas.

Casi siempre eran las parejas de recién casados los que elegían su

profesión futura estableciéndose en algún lugar próximo o distante donde

fundaban y regentaban, a ejemplo de la fundación crotoniana, nuevos centros

pedagógicos y hogares selectos de cultura integral.

También acudían a dichas asambleas, a título de tradición y de simple

afecto, los alumnos que ocupaban importantes cargos, requeridos aquí y allá

para servicios públicos ora como gobernadores, ora como miembros del

areópago o como pedagogos de altos personajes.

La excelencia y la nombradía del material humano que salía de la

Escuela hacían que cada vez fueran más solicitados los pitagóricos. Doquiera

se había extendido su fama. Desde las colonias de occidente hasta la Etruria

septentrional; desde África hasta las Islas y costas de Asia, los pitagóricos

eran ensalzados y reclamados en aras de la doctrina que encarnaban.

Un clima de estímulo y de emulación, merced al núcleo selecto que

formaban los pitagóricos, circulaba, doquiera iban, por las altas esferas de la

cultura.

Aquellas periódicas asambleas del Instituto tenían por especial

finalidad, aparte el interés de estrechar los vínculos fraternales entre los

antiguos condiscípulos y recibir nuevas orientaciones y alientos de boca del

Maestro, articular y unificar las labores de las Escuelas distantes y crear otras

nuevas de acuerdo con las características de cada país y la idiosincrasia de sus

habitantes.

Allí se planteaban toda índole de problemas, se exponía la obra

realizada, se consultaba, se discutía, se nutrían de nuevas ideas los asistentes,

con el natural estímulo del intercambio y del contacto personal.

Pitágoras, aun en su avanzada senectud, era el mismo sabio mentor, el

centro natural de aquella agrupación selecta, elegante, virtuosa y culta que

significaban, para el mundo, los pitagóricos.

En aquellas memorables Eleuterias, convocó Pitágoras especialmente a

todos sus antiguos discípulos.

De Metaponte llegaron Lisis y Arquipo. De Catania, en Sicilia, Dirceo,

Hermipo y su esposa Dionea. De Himera, situada en el norte de la misma Isla,

Anadeo y Nerea. De Agrigento, del Sur, Dioxipo y Aglaomena. De Lucania,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

135

Ocelo. De Sibaris, Filio Polio. De Tarento, Dirceo, su esposa Himmia y su

hermana Eunomia. De Locres, Caulonia, Regium y otras ciudades sicilianas,

así como del norte, de Etruria, llegaban por grupos.

Arimnesto, el hijo mayor de Pitágoras, gran viajero, acababa de llegar

de una jira de propaganda de la Escuela por las Islas griegas orientales.

Telauges, el hijo menor, volvía, agregado en una misión crotoniota, del norte

de la península.

Ofrecían un magnífico espectáculo todos aquellos condiscípulos

entusiastas, gozosos de volverse a ver y de llevar consigo, algunos, a sus

propios hijos, magníficos ejemplares de la viva simiente pitagórica.

Al final de la Asamblea, después de la representación de arte teatral,

celebraron los pitagóricos un ágape de despedida, en común.

Una vez terminada la comida, Pitágoras se levantó para dirigir la

palabra a los comensales. En medio de un gran silencio, dijo, con voz un poco

débil y cansina:

— Sé que se aproxima el límite de mi misión. No quisiera con ello

limitar vuestro entusiasmo ni vuestra fe. Los hombres y las obras pasan. Pero

los ideales, jamás. Yo, la apariencia caduca que de mí veis ahora, significa la

obra objetiva, transitoria. Vosotros, su continuidad de cara al futuro. Sólo

quiero haceros un ruego. Recordadlo. Es mi único testamento. Pase lo que

pase, doquiera se encuentre uno de vosotros, que siembre la semilla en tierra

propicia, que algún día fructificará. El espíritu de las edades nos contempla y

espera.

Ante aquellas contundentes y extrañas palabras, ante aquel tono insólito

que tenía algo de velado y profético, un extraño estremecimiento corrió por

todos los presentes.

Se hizo un silencio general que duró hasta que Pitágoras, apoyado en su

antiguo sirviente Zamolxis, abandonó el refectorio seguido por su esposa y sus

hijos.

Cuando, un poco después, Lisis, acompañado de su amigo inseparable,

Arquipo, pidió permiso para entrar, en la habitación de Pitágoras, éste se

hallaba ya acostado.

Tenía por costumbre cada día platicar un rato aquella hora con su

familia, en completa intimidad, antes de entregarse a las preces y meditaciones

que precedían su sueño.

Pitágoras guardaba aquella noche un completo mutismo que nadie se

atrevía a interrumpir.

Lisis y Arquipo se acercaron al lecho donde yacía el filósofo. El

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

136

primero inclinóse y tomó suavemente una mano del anciano que retuvo entre

las suyas. Y, con conmovido acento, dijo:

— No quise estos días, mientras duraran los actos de la Asamblea,

abordar el tema candente de nuestro inmediato porvenir. No quise

comunicarte lo que de nosotros se dice en la soliviantada Crotona. Creí que

ignorabas, mas... debí comprender que a ti nada se te puede ocultar, ya que tus

previsiones no se basan en los juicios de los hombres, sino en el de las

estrellas. Con tus solemnes palabras de esta noche ha cundido la incertidumbre

en nuestras filas. Todo son conjeturas en el refectorio. Abundan toda índole de

comentarios sobre un posible estado de cosas que se avecinan. Todo el mundo

se sentía aún confiado si tú demostrabas confianza. Más después del tono de tu

despedida...

Pitágoras no contestaba. Su mirada parecía ausente.

Entonces, Arimnesto, su hijo, se acercó a Lisis y le preguntó:

— ¿Estuviste en la ciudad recientemente?.

— Pasé por allí antes de venir — le contestó el interpelado — y recogí

el estado de la opinión. Contaba con adictos informadores.

— ¿Qué opinas, entonces?.

— Que Cilón, movido por el despecho y alentado por otros fracasados

en las pruebas de la Escuela, están fomentando de un tiempo a esta parte un

clima de animadversión general contra nosotros. Y no reparan en medios para

lograrlo.

Telauges, el hijo menor del Maestro, que se había aproximado a ellos,

intervino:

— Las campañas que anima el odio no pueden hacer mella en el

corazón de los crotoniotas.

— Es que ahora, ante el fracaso de las calumnias y las injurias, apelan al

arma más sutil de la política. Intentan crear con ello una corriente de opinión

que crece con el confusionismo y el apasionamiento, propicia a la difamación

del conocido tópico del peligro de la casta pitagórica. Ahora dicen que

tenemos ambiciones de poder y que detentamos el gobierno. En una arenga

pública, rodeado de sus huestes de mercenarios armados, llegó Cilón a la

máxima desfachatez y repugnante falsía al acusarnos de que, con estas

asambleas de las Eleuterias, intentábamos socavar el prestigio democrático de

las Anfictionías délficas. Que pretendíamos crear e imponer, frente a aquellos

tradicionales comicios de diputados griegos, electos por la voluntad popular,

unas jerarquías de gobierno aristocrático.

Pitágoras escuchaba sin decir palabra. Arimnesto dijo al cabo de un rato

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

137

de reflexión, con acento angustiado:

— Ellos saben muy bien que no detentamos más poder que el que

dimana de la virtud y de la sabiduría Que nuestro anhelo único, en lo social, es

la difusión de la cultura tal y como nos la ha enseñado nuestro padre y

Maestro. Que cuando se llama a un pitagórico a un puesto de responsabilidad,

es por su eficiencia y por auténtica y ganada superioridad.

— Pero Cilón es fuerte. Está lleno de odio y de ambición. Es, además,

un primate de la fortuna. Pertenece a una de las más destacadas familias de

Crotona. Y considera una intolerable ofensa a su honor el haber sido

rechazado de la Escuela — rearguyó Lisis.

— Es un hombre de inferior condición moral — añadió Arimnesto —.

El mismo se excluyó.

— Junto a él vociferan en contra de todos nosotros buen número de los

que no merecieron la categoría de pitagóricos — añadió Lisis.

Teano, cuya inquietud iba en aumento, intervino, entonces.

Aproximándose a su anciano esposo, exclamó:

— ¿Qué puede pasar?. ¡Habla!.

Al conjuro de aquella amada voz, pareció que volviera Pitágoras de

aquel especial estado de ausencia anímica. Con voz segura que superaba la

emoción del momento, dijo:

— No puede pasar más que aquello que está escrito ya en el cielo con

cifras de luz.

— Sin embargo, nuestro deber es prevenirnos. Se neta preparando un

asalto al Instituto — añadió gravemente Lisis.

— Pidamos guardia al Areópago — intervino el fiel Zamolxis.

— Opino que, como primera medida — dijo con voz exaltada,

inclinándose más sobre Pitágoras, Lisis — ordenes cerrar las puertas. La

defensa es legítima.

Pitágoras se reclinó entonces ágilmente en el lecho y por su expresión

parecía recobrar por momentos las antiguas energías. Dirigiéndose a su

antiguo discípulo, dijo:

— ¿Cerrar nuestras puertas, dices? — Y después de una pausa, añadió,

en un tono evocador y calmado —. ¿Recuerdas el día aquel en que formabais

mi primera escolta de honor?. ¡Cuan confiados me seguíais!. Íbamos a

inaugurar nuestra comunal morada, esta morada que nos acababa de ofrecer la

ciudad. Tú sabes donde deposité la llave. Entonces se abrieron sus puertas y

mientras el mar la guarde, permanecerán abiertas. No seríamos dignos del

ideal que representamos si por el temor de perder los bienes materiales,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

138

traicionáramos nuestra divisa y nuestra fe. Hay quien guarda siempre lo digno

de ser guardado. Nada se realiza sin la voluntad divina.

Después de estas palabras, todos los presentes guardaron un respetuoso

silencio.

Telauges lo rompió al fin, diciendo a su padre, en actitud de súplica:

— Padre mío, piensa en tu esposa y en tu hija, mi madre y hermana. No

debemos exigir de ellas la misma actitud que nosotros podemos imponernos.

Nuestro deber es alejarlas del peligro. Mañana temprano saldrá nuestro carro

camino de Metaponte.

Teano, movida de súbito arrebato, se abrazó entonces a su esposo,

diciéndole, con voz conmovida:

— Cualquiera que sea el peligro que se cierna sobre nosotros, no me

separaré de ti. Si llegara el caso, moriremos como hemos vivido: juntos.

Arimnesto intervino entonces.

— Padre — dijo, con voz pausada —. Tu avanzada edad te excluye de

posibles decisiones al frente de la Escuela. Te propongo que acompañes a

Metaponte a nuestras mujeres donde tienen su morada Lisis y Arquipo.

Telauges y yo os substituiremos. Nuestra primera medida será desplazar de la

Escuela a las restantes mujeres. Todas deben ser alejadas en esta hora de

peligro.

Pitágoras se sumió en un profundo hermetismo. Por fin habló:

— Hijos míos, ya que todos lo sois de mi carne o de mi alma; con mi

testamento moral, ha cesado en realidad mi actuación externa en la Escuela

que fundé por mandato de los dioses. Ellos son los que me invitan ahora, a

través de vuestra mediación, a terminar mis días en Metaponte. Mi deber es

obedecer.

Cuando, al día siguiente, a la hora del alba, salieron los pitagóricos a la

terraza del Instituto a entonar el himno matinal, vieron a lo lejos, en la

carretera del interior, la polvareda de un carruaje que se alejaba.

En él iban, con Lisis y Arquipo, Pitágoras, Teano, Damo y Zamolxis.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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EPÍLOGO

Cuántas primaveras habían rendido la ofrenda renovada de sus

flores sobre las taladas columnas del que fue Templo de las Musas,

como si fueran aras?.

Del asalto armado y del incendio del Instituto Pitagórico por las huestes

de Cilón, no quedaron en pie más que algunos muñones de mármol labrado,

agarrados a la tierra, y algunas estatuas mutiladas que, con sus perennes

sonrisas, aun acogían amablemente a los periódicos visitantes que llegaban allí

en peregrinación desde todos los lugares del mundo conocido.

Entre las losas cuarteadas de la gran terraza brotaba el césped dibujando

caprichosos mosaicos de esmeralda.

Los olivos y los limoneros de la colina que ardieron hasta sus raíces,

habían vuelto a crecer, a retoñar y a dar frutos.

La naturaleza coadyuvaba con los hombres y mujeres que, peregrinos

del ideal que alzó a sus cimas históricas la misión de Grecia, le rendían el

constante testimonio de su resurrección.

Dos jóvenes de noble aspecto paseaban en los primeros días del mes de

boedromión bajo los árboles del un tiempo famoso montecillo de las Musas.

Uno de ellos paróse de repente y levantando la vista hacia sus copas

frondosas, dijo a su compañero:

— ¿Serían así de altos cuando el abuelo de mi abuelo, Anadeo,

confesaba en este bosque su amor a la rubia Nerea, mi ilustre tatarabuela, bajo

la mirada embelesada del primero y más grande de los filósofos griegos?.

— Posiblemente, Antógenes — respondió el otro —. Los árboles se han

esforzado, antes que los hombres, en reparar los daños de la incalificable

agresión que acabó con el más ejemplar de los centros de cultura de la

historia. — Después de una pausa, añadió, suspirando profundamente —: ¡Si

así volvieran a crecer las piedras!.

— ¡Y con ellas reviviera aquel esforzado palenque de los primeros

pitagóricos!. ¡Qué gran forjador de selecciones humanas fue Pitágoras!. —

¿

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

140

añadió el primero.

— Verdad es, Antógenes.

Ambos jóvenes acabaron de escalar, lentamente, la leve loma.

En la cima se extendía el ancho calvero de las ruinas del que fue un día

ya lejano, famoso Instituto Pitagórico.

Las constantes estaciones benignas habían ido tejiendo a voluntad allí,

año tras año, un creciente y enmarañado jardín natural.

Entre las yedras y los rosales trepadores, las adelfas alzaban sus grandes

búcaros aislados, blancos, verdes, rosados, malva. Los matojos de mirto, los

jazmines y las madreselvas parecían querer disimular con sus cobertores

perfumados, los estragos de la maldad y la ignorancia de los hombres.

Pero a pesar de aquel abundoso desagravio de las flores, los visitantes

que llegaban acusaban siempre, con su expresión y su silencio, el dolor

irreparable de la antigua pérdida.

Entre las ruinas paseaban, a la sazón, buen número de visitantes. Por su

aspecto e indumentaria, se adivinaba que muchos eran extranjeros. Acaso

habían emprendido de lejanas tierras o allende el mar de Grecia su largo

peregrinaje, sólo por pisar el venerable solar, ya convertido en símbolo.

Nadie sabía por qué, al llegar al área del edificio, iodo el mundo

hablaba en voz baja, como si se hallara en un templo.

¿Era un imperativo del recuerdo vivo, una fórmula de homenaje o una

vaga súplica de vivos presentimientos de la gloria que fue?.

— ¡Mira! — dijo en voz baja Antógenes a su compañero Nicias —.

Aquellos que vienen por allí son pitagóricos.

— Sí, nadie puede dudarlo — contestó el otro —. Su porte, su elegancia

natural, delatan la doctrina que sustentan. Tan distinguidos son ellos como

ellas. Les acompaña un anciano. ¡Qué venerable aspecto tiene!.

— Debe ser un filósofo.

Ambos compañeros siguieron paseando un rato sin decir palabra.

Por fin, dijo, parándose de pronto, Antógenes:

— ¿Adviertes cuántos visitantes vienen hoy?. Fíjate a lo largo de la

carretera de la costa y de las del interior.

Efectivamente. El número de visitantes era excepcionalmente numeroso

aquel día.

— Pero, ¡no habíamos caído en la cuenta de que hoy es el primer día de

Eleuterias! — exclamó Nicias, dando una palmadita en el hombro de su

compañero.

— Es verdad — contestó éste —. ¿Cómo se nos había olvidado?. Hoy

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

141

será esto centro de reunión espontánea de los núcleos dispersos de los

creyentes pitagóricos.

— Siempre he creído que la verdadera fuerza de la comunidad, incluso

su influjo en lo social, su persistencia, consiste en este imponderable elemento

religioso de tipo superior y ecléctico que constituye el meollo de la doctrina

pitagórica — afirmó Nicias.

— Por esto no morirá nunca — refrendó Antógenes.

— A las primeras persecuciones de sus afiliados, a la anulación de su

institución legal y funcional, el pitagorismo se sustentó de su mejor contenido

espiritual — continuó el otro —. Se convirtió en una especie de fe

racionalista, la más pura y acendrada de todas las fes. Pitágoras explicó todos

los problemas de la existencia humana y divina y los misterios del mundo y

del universo a la luz meridiana del intelecto. Hizo todo lo posible para aclarar

las brumas de la leyenda sin cortar las alas de su poesía, ya que siempre

fundamentó sus enseñanzas en la virtud del bien, de lo verdadero y de lo bello.

Si Grecia ha resurgido del lapso de decadencia que siguió a la destrucción del

Instituto Pitagórico, y si su ejemplo en la historia del futuro logra perdurar,

será merced a este equilibrio, a esta lógica y a esta amplitud de su filosofía.

— Así lo creo también, querido Nicias. Platón no sería Platón ni

hubiera alumbrado su Academia tan alta y fecunda dialéctica, si no hubiera

obtenido este noble griego, a pesar de ser iniciado en los Misterios de Eleusis,

el famoso manuscrito de Pitágoras, el HIEROS LOGOS por mediación de

Arquitas, el tarentino, así como las orientaciones de otro pitagórico, Filolao.

— ¿No quedó el manuscrito en poder de Damo, a la muerte de su

padre? — preguntó Nicias.

— Parece ser que fue su hija la depositaría de su doctrina secreta. Así

me lo contaba de niño mi abuela que lo aprendió de niña de labios de la suya

— contestó Antógenes —. Al principio de la destrucción de la Escuela pasó

esta admirable mujer, Damo, por multitud de persecuciones y duras

privaciones. Y a pesar de las cuantiosas ofertas que se le hicieron repetidas

veces, no quiso nunca desprenderse del espiritual legado de su padre. Creo que

el mejor y más recio tronco emanado de la Escuela inicial, salió de los núcleos

selectos que instruyó Damo en el decurso de su larga vida ejemplar y

laboriosa. Merced a aquel guión codiciado, pudo seguir difundiendo en toda

su pureza, la sabiduría pitagórica.

— Creo observar desde aquí — interrumpió Nicias — que el anciano

que vimos ascender en compañía del primer grupo que ha llegado, está

sirviendo de guía áulico a los jóvenes. Mira con qué interés le escuchan.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

142

Ahora está señalando al otro lado de la colina el teatro, lo único que quedó en

pie de la incalificable destrucción. Antes vi que les hablaba desde el área

central del templo.

— ¿Vamos a sumarnos al grupo? — propuso Antógenes —. Estoy

observando que muchos se les han adherido.

— ¡Vamos! — asintió Nicias.

Y ambos compañeros se mezclaron al grupo de forasteros. Poco a poco

lograron aproximarse al anciano.

Era éste de mediana estatura, un poco grueso, de mirada

extraordinariamente inteligente y vivaz bajo la alta frente calva. Una barba

corla y rizada dejaba al descubierto su tórax potente, de orador y hombre sano.

— Este plinto — decía — servía de base a la efigie de la Musa Tácita,

patrona de los acusmáticos. El período de riguroso silencio que Pitágoras

hacía observar a sus discípulos, era la más eficaz de las disciplinas internas.

Sin él no hubiera podido decir, luego, Isócrates: “Admiramos hoy más a un

pitagórico cuando calla que a los hombres más elocuentes cuando hablan”.

Anduvo unos pasos y se detuvo en una zona bordeada de losas en las

que todavía se dibujaban unas formas geométricas simbólicas:

— Esta era el aula de los matemáticos — añadió el anciano —. Todo el

fundamento de la filosofía que Aristóteles sustentaba en sus libres cátedras

peripatéticas de los pórticos del Liceo, todo su vasto enciclopedismo, no

existirían sin el conocimiento de los números y de las leyes matemáticas que

rigen el universo y que enseñó Pitágoras. Y menos aún hubiera definido sin

ellas el Estagirita su profunda metafísica.

— Pero en las doctrinas aristotélicas, a pesar de su concatenación y su

depurado análisis — dijo con voz tímida y un tanto atiplada uno de los jóvenes

que formaban el grupo — no se advierte la pujanza espiritual del ideal

pitagórico, lo que podríamos llamar el milagro de la fe, aquel elemento

maravilloso que, aunque contribuya a veces en cierto modo al

desdibujamiento de la personalidad del que lo encarna desde el punto de vista

del mundo, constituye sin embargo el mayor aliciente para la investigación

trascendental.

— Ciertamente — subrayó el anciano —. Entre los más famosos

filósofos posteriores, este elemento lo hayamos especialmente patentizado a

través de los comentarios a las doctrinas pitagóricas de Demócrito de Abdera,

el tracio. Este filósofo es el que mejor ha dado a conocer a través de su

“Diacosmos”, las más profundas verdades sobre el hombre como ente

completo y el universo como cósmica entidad. Como Hipócrates divulgó los

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

143

secretos pitagóricos de la medicina y las propiedades curativas de las plantas,

que el Maestro aprendió en oriente. También en una forma más lírica, aunque

menos científica, Empédocles, alumno de Telauges, el hijo menor de

Pitágoras. Ambos filósofos poseían, como Pitágoras, poderes y facultades

superhumanas. Hablaban, no sólo por doctas referencias del Maestro de

ciertos hechos, sino por propia confirmación. Ellos visitaron también en vida

el Hades, según testificaron, a semejanza de algunos héroes legendarios

griegos y recordaban sus vidas pasadas. Antes de Pitágoras, nadie se atrevía a

comunicar, fuera del sigilo de las comunidades de iniciados, tales recuerdos y

reminiscencias. Del diálogo de Timeo, el pitagórico, así como del de Fedón y

Cratilo con Platón, y de múltiples alusiones socráticas, se infiere la teoría

filosófica de las vidas sucesivas.

(Según Diógenes Laercio, el alma debe pasar por el “ciclo de

necesidad”, que entre los griegos equivalía al karma de los orientales. En la

época de los Argonautas fue Pitágoras Etálidas; hijo de Hermes, o sea,

iniciado y logró el recuerdo del alma, la anastasis o conciencia continuada.

— Inmediatamente encarnó como Euforbos y fue herido por Menelao en el

sitio de Troya y murió. En esa vida aseguraba haber sido antes Etálidas y

hablaba de la teoría de la reencarnación y de todo el plan de la evolución

del ser desde los reinos inferiores. Luego encarnó en Hermótimo e hizo un

peregrinaje al famoso templo de Apolo en Branquida en las costas asiáticas

del mar, en la Jonia, un poco al sur de Mileto, aunque Ovidio dice que fue

en el Templo de Juno en Argos (“Metamorfosis”) y Tertuliano en el de

Apolo en Delfos y allí descubrió el escudo que llevaba siendo Euforbos y

que Menelao colgó en el templo como ofrenda. Mead afirma: En el próximo

nacimiento fue Pirro, un pescador delio que seguía reteniendo la memoria

de los nacimientos pasados. Finalmente fue Pitágoras).

(Jerónimo (“Apol. ad Rufinum”) da otra tradición que enumera las

anteriores encarnaciones del filósofo samio en esta forma: Euforbo —

Callides Hermótimo — Pirro — Pitágoras).

(Porfirio, como Laercio y Aulo Gelio (aunque estos últimos le

agregan: Pyrandro, Callidas de Alce, ésta; la más bella mujer de ligera

virtud. Euforbo, hijo de Panto. Pirro, cretense; y luego, dicen fue un cierto

Elio, de nombre y lugar ignorados).

(Juliano, el Emperador aseguraba que Pitágoras había sido Alejandro

Magno. Y Proclo, afirmaba haber sido en una vida pasada, Nicómaco, el

pitagórico).

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

144

— También dicen que poseía Pitágoras el don de la ubicuidad, puesto

que, según varios testimonios, lo vieron simultáneamente en cierta ocasión en

Metaponte y en Crotona — intervino una de las elegantes pitagóricas que

formaban el grupo de forasteros.

—En cierta ocasión, hallándose en Metaponte, proyectó su doble en

Crotona donde apareció al mismo tiempo tan radiante, que es fama que los

crotoniotas lo tomaron por el mismo Apolo hiperbóreo — explicó el anciano.

— Puede ser que la reacción sentimental que operó en las masas la

destrucción del Instituto y la persecución de los pitagóricos, que siguió de

inmediato a aquel infausto acontecimiento, contribuyera a bordar con los oros

de la leyenda, ciertos hechos ya de suyo maravillosos de la vida del Maestro y

que en mucho contribuyen a aureolarlo — intervino con voz grave y

parsimoniosa un hombre ya maduro que se había sumado al grupo.

— Pero las teorías, las causas filosóficas de aquellos hechos posibles e

insólitos, los poseemos de su mano y por el directo testimonio de sus mejores

discípulos — le respondió el joven pitagórico de voz un tanto atiplada, que se

hallaba a su lado.

Precedidos por el anciano guía, el grupo se dirigió entonces hacia el sur.

Antógenes y Nicias los siguieron.

— Allí tenían lugar en las noches serenas, las pláticas del Maestro —

dijo el filósofo señalando con el índice el pinar de la orilla, cuyas altas copas

recortaban sus pomos duros e inmóviles sobre el azul intenso del mar —. Bajo

aquel boscaje, resonaron sus sabias palabras sobre la ciencia de los astros y la

música de las esferas. Algunas de aquellas magnas teorías las podemos hallar

en los escritos del gran pitagórico Aristógeno de Tarento. Su obra “Elementos

de Armonía” es el primer tratado de música conocido en nuestros tiempos, así

como sus comentarios sobre las leyes trascendentales de la armonía

constituyen la mejor y más estructurada guía de las enseñanzas pitagóricas.

Pero al que quiera profundizar en este elevado tema, le recomiendo que

emprenda el viaje a Samos. En el templo de Hera hallará la famosa plancha de

cobre sobre la que se halla grabado el canon musical. Parece que el propio

Arimnesto, el hijo de Pitágoras, fue el que, en uno de sus viajes, hizo ofrenda

a la diosa de este valiosísimo legado de su padre.

Después de estas palabras, los pitagóricos empezaron a descender por

las melladas gradas de la colina, camino del pinar. Antógenes y Nicias

quedaron entonces solos, contemplando el hermoso panorama del mar y de la

costa junto a la derruida balaustrada de la terraza que miraba al sur.

Una amistosa manotada a su espalda, hizo volver a Antógenes de su

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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ensimismamiento. Ambos amigos se volvieron instintivamente. Era el pariente

del primero, el senador crotoniota Charias.

— Siempre coincidimos aquí en las faustas celebraciones, ¿eh? — dijo

éste riendo.

— ¿Faustas? — objetó, sin tiempo de articular su pensamiento,

Antógenes.

— ¡Pues claro, hombre! — contestóle optimista el senador —. Yo soy

ante todo, un pitagórico de fe. Fíjate en el creciente número de visitantes esta

vez. ¿No testifica ello el rotundo triunfo del ideal pitagórico?. De mi parte he

rendido a la memoria del Maestro el fruto, por fin coronado, de mi esfuerzo.

He logrado que el Senado de Crotona apruebe mi proyecto de fundación de

escuelas gratuitas para todos los niños y niñas, sin distinción de clases,

costeadas por el erario público. En ellas se pondrán en práctica muchos

métodos pedagógicos del pitagorismo.

Y al decir esto, el senador volvió a reír, lleno de visible satisfacción.

— ¡Enhorabuena! — exclamaron a una ambos amigos. Y Nicias

agregó: — Te has convertido, por lo visto, en émulo de Zamolxis, antiguo

esclavo, el servidor liberto de Pitágoras que dio en su vejez sabias leyes a su

tierra tracia.

— Y de Zaleuco, que las dio a los locrios y fue gran impulsor de la

cultura de las jóvenes generaciones. Y de Carondas, el gobernador de Turio,

— añadió Antógenes.

Los tres siguieron paseando, al azar, deteniéndose a menudo a tenor de

sus charlas sostenidas ahora en voz baja, entre la vasta concurrencia que

deambulaba por el solar pitagórico.

Pasaron junto a una distinguida dama alta y ya madura, que se hallaba

rodeada de sus tres hijos. En aquel momento, oyeron que les decía:

— Pitágoras se salvó porque unos días antes del asalto e incendio del

Instituto se había refugiado en Metaponte con algunos de sus familiares y

discípulos. Pero otros, que no pudieron huir a última hora, perecieron en el

desastre.

— ¿Y fue feliz, después del incendio de su morada? — preguntó su hijo

mediano, un niño de pelo rizado y rubio como un Cupido.

La madre sonrió al oírlo. Y contestó:

— Pitágoras fue siempre feliz. Llevaba la felicidad como condición en

su propia naturaleza, porque no se hallaba apegado a nada material. Aceptaba

de buena gana todo cuanto le enviaban los dioses. Murió ya muy viejecito,

rodeado de amor, de paz y del general respeto de los metapontinos. Allí están

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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sus restos, que todos veneran y que no les han podido disputar los crotoniotas.

— Ya que no supieron defender su obra en vida, tampoco merecen

honrar su muerte — contestó, en forma sentenciosa el hijo mayor, un

muchacho recio, de mirada audaz.

— ¡Madre! — exclamó entonces el pequeño —. ¿Es cierto que en el

bosque sagrado de Tarento pacía, sin hacer daño a nadie, un gran toro que

domesticó Pitágoras?.

— Eso dicen, hijo mío. Pitágoras amaba a los animales porque los

consideraba sus hermanos menores en la evolución. Cuéntase de él que logró

domar, con la lira y el canto, a semejanza de Orfeo, a una temible osa dauria

con la que sostenía diálogos mentales y a la que convenció, cierta vez que se

hallaba hambrienta, de que volviera pacíficamente a la selva. También es fama

que los pájaros, incluso las águilas y las gaviotas, se posaban sobre su hombro

confiadas y que él las acariciaba.

Los ojos abiertos y asombrados de los tres muchachos resplandecían

cuando el delicioso grupito enmudeció en aras de sus recientes evocaciones.

Al despedirse el senador de los dos compañeros, lo hizo en voz muy

baja porque cerca de ellos, una anciana enseñaba a un grupo de niños a recitar

los “Versos Áureos” de Pitágoras que ellos iban repitiendo, con visible

emoción.

Después, Nicias y Antógenes se aproximaron a dos hermosas

muchachas que acababan de escalar la leve colina y depositaban una guirnalda

de rosas blancas sobre el plinto de la Musa Tácita.

Antógenes les dirigió la palabra:

— ¿Sois pitagóricas?.

— Sí, por convicción y por ascendencia — respondió una de ellas.

— Como yo — siguió Antógenes.

Nicias agregó entonces:

— Por lo visto, sentís especial adoración por la Musa del Silencio. Y a

fe mía, que esto honra siempre mucho a la mujer...

— Tenemos una mal ganada fama de charlatanas, por lo visto — dijo la

otra amiga.

Y los cuatro rieron.

Una de las muchachas cobró de pronto un repentino aire de gravedad, y

dijo:

— ¿No hizo Pitágoras, por advocación a la Musa, de la mujer pitagórica

un ejemplo de discreción?. Sacrificar a la diosa del Silencio es renovar el

precepto y la práctica.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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— Teano fue la más discreta de las griegas — añadió la otra —. Cuando

le preguntaron en cierta ocasión cuál era el principal papel de la esposa, dijo,

glosando la discreción y el silencio de la mujer: “Ser el manto del esposo”.

Antógenes, que contemplaba con singular admiración a la que había

pronunciado aquellas palabras, derivó entonces la conversación hacia el tema

del amor:

— Pitágoras elevó a la mujer a la más digna categoría social. Nadie la

dignificó como él. Le dio, con la belleza integral, la inteligencia y la virtud. Él

creó el tipo de la mujer-filósofa, el más alto modelo de la auténtica femineidad

cuyas más nobles representaciones fueron su esposa y su hija. Contra el

concepto, antes limitado y estrecho del matrimonio, ante lo endeble del lazo

de la fidelidad conyugal, Teano hizo famosa aquella frase: “De las relaciones

con su marido, la mujer sale siempre purificada. De los brazos de otro,

nunca”. Esta frase ha hecho gran mella, sin duda alguna, en el enderezamiento

de nuestras costumbres.

Sumergidos en el interés de este tema, no se habían dado cuenta los

jóvenes de que el sol se había puesto hacía rato en el horizonte y de que los

visitantes habían ido abandonando, uno tras otro, el solar de sus veneraciones.

Entonces, formando dos bellas parejas, los dos compañeros y las dos

amigas descendieron lentamente por el más sombrío declive de la colina, hacia

la parte de oriente, camino de la ciudad, y se perdieron entre los árboles del

bosquecillo de las Musas.

F I N

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS DE:

PORFIRIO

JÁMBLICO

PLUTARCO

PLATÓN

ARISTÓTELES

HERODOTO

LAERCIO

TAYLOR

DACIER

BURCKHARDT

BLAVATSKY

CARRASCO

SCHURÉ

MACÉ

LEADBEATER

DURUY

ENCICLOPEDIA CLÁSICA

ENCICLOPEDIA BÍBLICA

DICCIONARIO ENCICLOPÉDICO DE MONTANER Y SIMÓN

GLOSARIO TEOSÓFICO